Tuve una semana horrible. Unos picados de mosquitos se me hincharon tanto que caminar era un suplicio. Un corte en mi mano derecha se infectó y me dolía escribir (imagínense algo así cuando tu trabajo es, pues, escribir). Después de ir a Quitumbe —por segunda vez— a las seis de la mañana para hacer un trámite en la Cancillería, me dijeron que lo haga en Estados Unidos. Para rematar, una entrevista me dejó con una gran crisis existencial y un montón de dudas. Cuando llegó el viernes, solo quería llorar y que alguien me diera un abrazo. La Guaguasería me lo dio.
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Eran apenas las cinco de la tarde cuando me dieron ganas de cenar. Por costumbre, o quizás defecto, agarré mi celular y abrí Instagram. En mi feed —siempre lleno de comida— había un nuevo post de la Guaguasería. Era una orden cósmica: yo tenía hambre y la Guaguasería queda en la avenida Eloy Alfaro y Portugal, a una cuadra de la redacción GK. Estábamos destinados a ser.
La Guaguasería, explica su chef Alejandra Espinoza, “es una marca de Somos”— un restaurante de comida ecuatoriana contemporánea que abrió sus puertas en 2019 y fue duramente golpeado por la pandemia de covid-19. El 20 de marzo, a tan solo un mes de su primer cumpleaños, Somos anunció que se tomaría un tiempo para hibernar. Seis meses más tarde, abrió la Guaguasería. Esta secuela de Somos se inspiró, dice la chef Espinoza, en uno de los platos icónicos de Somos, la guaguasa—una pizza ecuatoriana con masa madre de yuca que tiene forma de una guagua de pan gigante.
Espinoza dice que la Guaguasería se enfoca en comida rápida casual “atractiva, divertida y deliciosa” que conserva la esencia y calidad de Somos —que, por cierto, espera reabrir sus puertas en 2021, sin que la Guaguasería desaparezca. En su menú además de empanadas y otros platos fuertes, hay siete guaguasas. Como siempre, esta golosa indecisa quería comérselas todas. Sin embargo, como la vez anterior, consulté a mi oráculo gastronómico, a mi profeta de la mesa, la adivinadora de los deseos de mi estómago: Gaby Valarezo, la gourmand de GK. “La chola y la manaba me parecen las más interesantes”, dijo Gaby, con su tono casual pero indiscutiblemente asertivo. “Me gusta que sean de aquí aquí. Y definitivamente me pediría el helado de canguil”, dijo —le hice caso.
Cuando salí de la redacción estaba emocionada por ir a la Guaguasería. Pero me encontré con un Quito vacío— sin tráfico, sin ruido, sin gente apurada corriendo por la calle— y fue como caer en una trampa de nostalgia. La imagen tranquila y callada de la que era mi ciudad caótica preferida me hizo pensar en todas las cosas que nos ha arrebatado la pandemia, en todo lo que ha cambiado, y en todo lo que nunca volverá a ser igual. Mis ganas de comer en el restaurante se fueron, y decidí pedir la comida para llevar.
Apenas entré para ordenar mis guaguasas, su ambiente me desconectó de la nostalgia al exterior. El jazz de fondo, la risa de dos viejitos en una mesa cercana, y los tonos de la conversación en un idioma que aún me resulta indescifrable de un grupo de amigas, me aliviaron.
El helado de canguil que ordené para matar el tiempo hasta que prepararan mis guaguasas vino en dos bolitas rodeadas de una cama de canguil dulce. Pasé de ser una adulta estresada a una niña de diez años sin preocupaciones. El helado olía a los puestos de golosinas afuera de los parques de diversiones improvisados a los que me llevaba mi abuelito cuando era pequeña. Su sabor dulce sin llegar a ser empalagoso como las golosinas de las ferias, me provocó las mismas mariposas en la panza que me causaba la rueda moscovita cuando estaba en su punto más alto.
Cuando me entregaron mis guaguasas, emprendí mi camino a casa sintiéndome tan libre como cuando era pequeña y solo le tenía miedo a la oscuridad.
Las guaguasas son literalmente eso: unas guaguasas. Son tan adorables que te dan ganas de cogerlas y arrullarlas en los brazos, como si fueran de verdad y no una versión de pizza ecuatoriana. Solo la idea de imaginarme cargando mi comida ya me hizo reír.
Abrir la caja de la guaguasa manabita fue como abrir un tesoro enterrado en el mar. El olor a Costa me golpeó como el viento húmedo y cítrico que se cola por las ventanas del auto cuando viajas a la playa. El sabor no fue tan distinto. Comerlo todo junto —el queso manaba que se me deshizo en la boca, el pesto de cilantro con ese toque salado de maní y los camarones que se derretían en la boca— fue un viaje de ida a vuelta a mis playas favoritas de Manabí.
La guaguasa chola, en cambio, fue como subir una cumbre de la Sierra. La mezcla de sabores del choclo tierno, el queso de hoja, el jugo ácido de los tomates cherry, el sabor a Tierra del cilantro, y el ají de tomate de árbol, fue como hacer un recorrido por los Andes mientras recogía sus elementos más icónicos. Comerlos a todos le devolvió la vida a mi triste y nostálgico corazón serrano.
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La masa de las guaguasas es crocante por fuera y suave por dentro, y a diferencia de las pizzas tradicionales de las grandes franquicias, no es abrumadora. La masa es tan liviana que ni siquiera comiéndome dos me llené. Con otras pizzas, tres pedazos habrían sido suficientes para dejarme echada en la cama como una osa hasta el día siguiente. Y no sé si es por su forma de guaguas de verdad o porque están hechas en un horno de leña que fue importado de la capital mundial de la pizza— Nápoles —, pero comer una guaguasa es especial. Es como si te dieran un abrazo, y como si en sus sabores tuvieran la dosis perfecta de un antídoto de la felicidad.
Comer en La Guaguasería es una forma de celebrar las cosas buenas y malas de este recorrido disparatado al que llamamos vida. Un recordatorio de que en medio de una pandemia o simplemente una mala semana, siempre hay la oportunidad de reinventarse y volver a sonreir.