Viviana Muñoz vive hace nueve años en El Cercado, una comunidad a la que se llega por caminos polvorientos, estrechos y secundarios al norte de los Andes ecuatorianos, no lejos de la frontera con Colombia, donde hace una década el agua está contaminada con materia fecal.
Mientras barre el patio de su casa, Muñoz dice que “cuando llueve, el agua viene bastante sucia y llena de hojas” y que hasta para cepillarse los dientes deben hervirla para no enfermarse. Cuando se enfría, “se levanta una especie de ceniza que se pega en el filo de las ollas”, por lo que debe cernirla, dice. Cuando sus hijos y su esposo la beben sin hervir, sufren dolores estomacales.
En El Cercado, que pertenece a la parroquia rural La Carolina, de Ibarra, capital de la provincia norteña de Imbabura, no hace ni frío ni calor. La belleza de sus montañas gigantes y sus sembríos verdosos contrasta con el abandono estatal: la carretera está llena de baches y sin señalizar, y no hay agua potable y alcantarillado. Quienes lo visitan, deben bañarse en repelente para ahuyentar a los bravos mosquitos que abundan en el lugar. Contando a la de Muñoz, allí viven 20 familias.
Viviana Muñoz deja de barrer, junta sus manos en el pecho y sin soltar la escoba, cuenta que a su hijo Mateo le diagnosticaron Hepatitis A en 2015, cuando tenía cuatro años. La Hepatitis A, según la Organización Mundial de la Salud, se transmite al ingerir alimentos o aguas contaminados por heces fecales. Mateo hoy tiene nueve, es delgado y tiene las pestañas tan rizadas como el cabello —igual que su madre. Juega con su hermana menor, Rafaela, en medio del campo sin aparente preocupación. Pero cuando toma agua, sabe que debe seguir ciertas reglas porque los médicos determinaron que el niño se contagió por consumir agua contaminada.
La contaminación y sus consecuencias no es exclusiva de El Cercado, ni es reciente, ni es un caso aislado. Se alertó hace 10 años y se comprobó en 84 comunidades que pertenecen a 26 parroquias rurales imbabureñas de los seis cantones de la provincia: Ibarra, Otavalo, Cotacachi, Pimampiro, Urcuquí y Antonio Ante. Las autoridades locales lo saben porque hay dos estudios que lo demuestran: el de 2010, y otro de 2019, que se refiere a 5 comunidades rurales de Ibarra. Pero no han hecho nada por resolverlo, alegando falta de competencia y de dinero.
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En 2010, la Dirección de Salud de Imbabura —dependencia del Ministerio de Salud— hizo el primer estudio. En él, se analizaron los sistemas de las Juntas Administradoras de Agua del sector rural de Imbabura. El extinto Plan Ecuador —una organización creada por el Estado ecuatoriano en 2007, que trabajaba especialmente en el desarrollo de la frontera norte— financió el estudio. La Dirección de Salud implementó un laboratorio para el proyecto y compró los reactivos químicos para los análisis. La investigación estudió tres parámetros: la calidad del agua, infraestructura y la gestión de las juntas.
El estudio analizó 145 sistemas y encontró que el agua estaba muy contaminada. “Había coliformes y la bacteria E.coli”, dice Fernando Valdivieso, ingeniero agroindustrial de la Dirección Provincial de Imbabura que participó en el estudio. Los exámenes microbiológicos —para determinar la presencia de ciertas bacterias— mostraron que de las 145 juntas, 84 tenían agua contaminada con materia fecal.
La E.Coli es una enterobacteria que es parte de microorganismos de varios animales, incluido el ser humano. Ciertas cepas son la principal causa de diarrea en los niños. La E. Coli está asociada directamente a la presencia de heces fecales, cuyos parásitos producen enfermedades gastrointestinales. Pueden ser peligrosas, y para los niños y ancianos, incluso mortales. “La infección por E. coli se transmite generalmente por consumo de agua o alimentos contaminados, los síntomas de la enfermedad incluyen cólicos y diarrea, que puede ser sanguinolenta”, dice la OMS. Según Unicef, cerca de 1000 niños de todo el mundo mueren a diario a causa de enfermedades diarreicas asociadas con agua contaminada, saneamiento deficiente o malas prácticas de higiene. Entre las enfermedades por contaminación con agua están la diarrea, el cólera, disentería, fiebre tifoidea, paludismo, parasitosis, hepatitis A.
El agua mala produce una cascada tóxica: arranca en la desnutrición crónica y puede torcerle desde muy pronto el destino a la gente. Si no se purifica, “vamos a continuar teniendo problemas de malnutrición, desnutrición crónica infantil”, dice la nutricionista Anita Montesdeoca, presidenta de la Federación de Colegios y Organizaciones Nutricionistas Dietistas del Ecuador. Montesdeoca explica que hasta los tres años de edad, el cerebro tiene que estar formado en un 80%. Si en los primeros años de vida, el infante sufre de diarreas repetidas a causa de parásitos habrá un daño irreversible en su desarrollo intelectual y de crecimiento. Además, su sistema neurológico de razonamiento no será normal. Esto impactará en su capacidad de tener mejor empleo y, por tanto, de vivir en una situación económica digna. Mateo, el hijo de Viviana Muñoz, se enfrenta a todos estos riesgos.
Cuando el agua no se clora, suele llegar sucia a los hogares, la situación se complica cuando llueve. Fotografía de Carla Aguas para GK.
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El estudio de 2010 fue un llamado de alerta que causó momentáneo interés. “Pero no se llegó a más. Ya después se desmanteló el Ministerio de Salud y no hubo seguimiento en el tema de control sanitario”, dice Valdivieso. El diagnóstico, contundente y preocupante, tampoco pasó a más por temores burocráticos. “No hubo el seguimiento de las Municipalidades. Las juntas administradoras son autónomas, entonces en el Municipio decían que no podían invertir donde no podían cobrar pues les hubiera ocasionado problemas con la Contraloría (al destinar recursos económicos en áreas que no son su competencia directa)”, dice Valdivieso. Según él, “faltó un seguimiento, control de calidad, y en ese entonces, el Ministerio de Salud tenía esa responsabilidad. Al final, todos fallamos”, reconoce.
Cuando se presentaron los resultados, se clasificó a las comunidades por el riesgo que representaba el consumo de su agua y la urgencia con la que debían ser tratadas: alto, medio, bajo y ninguno.
Las de las comunidades El Cercado, Milagro y Peñaherrera —de Ibarra— tuvieron el más alto. En Santa Marianita y Chilco —también ibarreñas—, fue medio. Pero en las cinco comunidades había agua con heces fecales.
El estudio se presentó en cada una de las parroquias frente a los presidentes de las juntas administradoras de agua. “Lamentablemente fueron oídos sordos”, dice Valdivieso. La respuesta de las juntas y de las autoridades cantonales y provinciales fue que no tenían dinero para resolver la situación.
Se concluyó que el proceso conocido como cloración se realizaba en estas cinco comunidades de forma irregular. La cloración es el último paso para el tratamiento para potabilizar y desinfectar el agua, y garantiza la eliminación de microorganismos perjudiciales para la salud. Se debe hacer antes de ser distribuida a la población. Nada de esto se hacía con regularidad en las 84 comunidades.
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En casi diez años, eso no ha cambiado. Desde hace más de dos años, la Empresa Pública Municipal de Agua Potable (Emapa-I) monitorea la calidad del agua en 53 juntas de agua de Ibarra. El análisis se realiza sin costo para las parroquias. Por muestra, Emapa-I y el Municipio ibarreño invierten 60 dólares. La jefa de laboratorio de la empresa, Carla Valarezo, dice que cada mes los resultados son entregados a los presidentes de las parroquias. De ellas depende realizar los correctivos necesarios. Valarezo dice que se han explicado los resultados también al Consejo Cantonal de Salud y repite lo que ya se decía hace diez años: la mayoría de veces no se hace nada por falta de recursos o por desorganización.
Los resultados del estudio de agosto de 2019 para las comunidades El Cercado, Milagro y Santa Marianita dicen que en verano el agua puede estar cristalina —lo que no implica que no esté contaminada— pero en época de lluvia llega con evidentes turbiedades y contaminación microbiológica —es decir, coliformes fecales.
La situación se agrava en las comunidades de Rumipamba, Apangora, Chaupi Guaranguí, Rancho Chico y Peñaherrera. En ellas, ni siquiera existe tratamiento. “No tienen nada”, recalca Carla Valarezo. En las comunidades El Cercado, Milagro, Santa Marianita y Peñaherrera, también hay evidencia de contaminación microbiológica.
Valarezo dice que en ciertas juntas de agua no valoran tener agua de calidad o, simplemente, no tienen recursos para adquirir insumos ni para el pago mensual del servicio. Solo Chilco, perteneciente a la parroquia Angochagua, se ejecutaron cambios en el tratamiento del agua en los últimos años, con recursos del gobierno parroquial y de la comunidad.
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A Marianita de Jesús Eulalia Páez le brillan los ojos cuando recuerda a los 12 hijos que tuvo con su esposo, Víctor Julio Maldonado. Se pone una chalina sobre la cabeza y un delantal para salir a trabajar el campo con su marido. En su casa de la comunidad El Cercado, hay un horno de leña hecho de adobe, listo para preparar el pan. A pocos pasos están sus sembríos de maíz, café y morocho.
Víctor Julio Maldonado llegó hace 50 años a la comunidad y lamenta el estado del agua que consumen. Detiene un momento su labor agrícola para explicar cómo es el proceso del agua que llega a los hogares de la comunidad.
Relata que, desde la quebrada llamada El Ciruelo, el agua recorre una tubería de unos 600 metros hasta un tanque de captación. Luego pasa a un filtro para su cloración que no se hace a diario.“En ese recorrido cualquier suciedad se interpone”, dice el hombre de 70 años.
La cloración del agua no se realiza diariamente en El Cercado porque el gobierno parroquial de La Carolina no tiene plata suficiente para cubrir el sueldo de un operador que realice la desinfección. Ramiro Maldonado, hijo de Víctor Julio y Marianita, la hace, ocasional y voluntariamente: cada tres o cuatro días y sin recibir pago alguno. Le toma entre 30 y 45 minutos diarios hacer el retrolavado del agua, un procedimiento para eliminar las impurezas. Cuando no lo hace, a veces otro vecino se encarga. El agua llega sucia a los hogares, aún más en época de lluvia.
Ramiro Maldonado ha encontrado ratas muertas, insectos y larvas flotando en los reservorios cerca de El Ciruelo. El hombre de manos grandes reconoce que ha existido descuido de los habitantes de la comunidad y de las autoridades. Dice que la solución es la contratación de una persona que se dedique de manera permanente. “El agua es vida y tenemos que tratarla bien para el consumo de nosotros y la seguridad de todos los moradores del sector”, dice. No tienen claro quién es la autoridad que debe resolver el problema, pero sabe que para hacerlo se necesita plata que la comunidad no tiene.
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Detrás de la inacción hay un enredo de competencias y, sobre todo, falta de dinero. Las juntas administradoras son autónomas, pero prestar el servicio público de agua potable —según el Código Orgánico de Organización Territorial, Autonomía y Descentralización (Cootad)— es una competencia de los municipios.
El Cootad dice, además, que los gobiernos autónomos descentralizados (en este caso, los municipios) deben aliarse con las comunidades para fortalecer sus juntas de agua. Sin embargo, el Código también dice que estos gobiernos pueden delegar la gestión de agua potable y alcantarillado “a los gobiernos parroquiales rurales” —es decir, a las juntas de agua. Las delegaciones se firman en el papel, pero, sin dinero, ni equipos, ni personal, no son más que declaraciones vacías. “Faltaba un acompañamiento técnico, pero la mayoría de juntas son pequeñas, no había sostenibilidad económica en juntas que no tenían ni para comprar el cloro, peor para pagar por el servicio”, dice Valdivieso.
En Chilco, Juan Lechón es el presidente de la Junta Administradora de Agua. Es, también, el operador encargado del control y desinfección del agua en la comunidad. Recibe 80 dólares mensuales que salen de los pagos de los usuarios por el consumo de agua, que es de cinco dólares cada mes. No alcanzan ni siquiera para que gane el sueldo mínimo, que en el Ecuador es de 400 dólares.
Para completar sus ingresos, Lechón tiene que dedicarse a otras labores, por lo que solo una vez al día realiza el tratamiento. Pero para que el agua esté potabilizada al 100%, debería realizarse tres veces al día. En El Cercado, su presidente Bolívar Muñoz, dice que las 20 familias que ahí viven pagan entre 50 centavos a un dólar al mes por su agua. Lo pagan a pesar de que les llegue sucia. Lo máximo que han llegado a recaudar son 300 dólares: ni siquiera para el salario básico del operario.
La Empresa Pública Municipal de Agua Potable de Ibarra (Emapa-I) solo realiza análisis microbiológicos en sus parroquias rurales, pero no es responsable de la calidad ni del cobro del servicio. “Existe un problema por un vacío en la ley: si bien es cierto la calidad del agua debe asegurarla el Municipio, en el Cootad no se establecen claramente las competencias y no se pueden destinar directamente los recursos”, dice Carla Valarezo, jefa de laboratorio de la Emapa-I.
“Las juntas de agua son de nadie y son de todos”, dice Valarezo. Añade que si bien la Secretaría Nacional del Agua (Senagua) da permisos para usar el agua, el ente de control de su calidad debería ser el Ministerio de Salud o la Agencia de Regulación, Control y Vigilancia Sanitaria (ARCSA). “Pero tampoco hay la exigencia del cumplimiento, no hay un ente legal que les ampare”, dice Valarezo. El 4 de agosto de 2020 envié un correo electrónico a la comunicadora en Imbabura del Ministerio del Ambiente y Agua (que incluye a la extinta Senagua) pidiéndole una entrevista para conocer cómo es el manejo de las juntas de agua de las comunidades rurales en las que realicé la investigación.
No aceptaron la entrevista, pero a través de un mensaje de WhatsApp, la comunicadora, Eliana España, envió algunas respuestas emitidas desde la Dirección de Comunicación del Ministerio del Ambiente y Agua, el 14 de septiembre de 2020.
El mensaje decía que las juntas de las comunidades de Peñaherrera y Milagro están autorizadas para el uso y aprovechamiento del agua. Las de El Cercado, Santa Marianita, en La Carolina y Chilco, en la parroquia Angochagua, no, porque no han concluido con el trámite de su legalización. El mensaje decía, además, que Senagua desconoce la existencia del estudio de hace 10 años. Sostenía que, de acuerdo a las competencias, se brinda un apoyo técnico jurídico a las diferentes Juntas Administradoras de Agua Potable y Saneamiento para que cuenten con la respectiva legalización de uso y “aprovechamiento del recurso hídrico”.
Preguntados sobre la contaminación de al menos una década del agua en estas comunidades, su respuesta fue que no está bajo su jurisdicción, sino “bajo las competencias de los GAD Municipales o a través de sus Empresas Públicas de Agua Potable de ser el caso; como ente controlador de cumplimiento de Planes de Mejoras está a cargo de ARCA (Agencia de Regulación y Control del Agua) y en temas de control de calidad de agua, la institución encargada es la ARCSA”. No hay ninguna respuesta clara —todas son turbias, como el agua de la que beben 357 familias.
El caos aumenta porque no todas las juntas de agua están legalmente constituidas. El estudio de hace 10 años mostró que el Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda (Miduvi) tenía 120, pero la Dirección de Salud encontró 25 más. Ninguna estaba regulada, ni siquiera tenían las concesiones de agua —el derecho de acceder al agua de vertientes para su uso público, en este caso, para el consumo humano.
Carlos Viteri, presidente del gobierno parroquial de La Carolina, asegura que, de las 19 comunidades de la parroquia, 16 tienen problemas de agua. Tres tienen agua potable. Reconoce que el desinterés es de los ciudadanos y de las autoridades. “A veces nosotros decimos: con tal que tengamos agua, no nos preocupamos que sea agua segura, pasa como que el tema no fuera importante”, dice. Por la pandemia, los representantes parroquiales priorizaron la inversión en mascarillas, gel y kits alimenticios. Pero el agua que, dice el lugar común, es la vida, sigue siendo relegada y pospuesta. A veces, los lugares comunes se parecen demasiado a la realidad.
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Bien abrigadas, Angelita Fernández y sus hijas Jessica y Zulema desgranan el maíz y desenvainan la arveja en la comunidad de Peñaherrera, a dos horas y media de Ibarra. 200 familias viven ahí, rodeadas por el verde campo y dorados trigales, en el que hace 10 años se demostró que el agua era un peligro.
A lo lejos, en los caminos polvorientos, se observan ovejas, vacas y toros, arriados por habitantes del lugar. El clima en Peñaherrera es frío, no es templado como en La Carolina, pero el drama es el mismo: no hay agua de buena calidad.
A Angelita Fernández le preocupa la falta de agua de riego para sus cultivos. Solo cuando llueve tiene la esperanza de regarlos. Tiene baldes en los que almacena el agua lluvia. Dice que con su familia están a la espera de un proyecto apoyado por la Prefectura de Imbabura para mejorar sus sembríos. “Ojalá nos ayuden, para poder sobrevivir”, ruega.
En Peñaherrera, la mayoría de sus vecinos sufre dolores estomacales, dice Angelita Fernández. “A veces tenemos vómitos y diarreas. Vamos al subcentro de salud, a los wawas les dan unas pastillas, cuando nosotros estamos con mucho dolor nos ponen inyecciones o también nos dan pastillas. Nos han dicho que es por el agua y tenemos que tomar hervida, pero somos del campo y tenemos que trabajar ¿cuándo vamos a hervir el agua para tomar? Llegamos cansados porque trabajamos en el campo con la mano”, dice Angelita Fernández.
El presidente del gobierno autónomo parroquial de Ambuquí, Juan García, afirma que el problema es que las vertientes del páramo bajan por la quebrada, en las que se arroja basura, lo que ocasiona que el agua llegue muy contaminada a los habitantes de las comunidades. García insiste en que la administración del agua es de cada comunidad. “No quieren que Emapa administre el agua que ellos tienen”, subraya. Dice que no descarta la posibilidad de invertir en capacitación, pero no habla de recursos económicos para el mejoramiento del sistema de la comunidad.
A 20 minutos de El Cercado está Milagro, donde vive Marcia Minda. La mujer de 78 años vive desde hace más de cinco décadas en la comunidad. Su voz, que se mezcla con el ladrido de su perro llamado Covid, lamenta haber vivido días con agua y días sin agua. Cuando tiene, está sucia. “Los niños se enferman, tienen parásitos. A veces les da temperatura, les duele la barriga”, dice Marcia Minda “Ya es mucho lo que se sufre por el agua”, dice.
Marcia Minda, de la comunidad rural Milagro, dice que los niños frecuentemente tienen dolores de barriga. Fotografía de Carla Aguas para GK.
Cruz Elías Espinoza es presidente de Milagro. La red que abastece de agua a las 32 familias de la comunidad fue instalada hace 28 años. Desde entonces no ha sido cambiada, solo le han hecho algunos arreglos que son insuficientes, recalca el presidente, lo que complica el abastecimiento.
La tubería se encuentra en mal estado, y la autoridad de la comunidad asegura que incluso tiene roturas por donde se fuga el agua. Agrega que, aunque la Emapa realiza estudios, la cloración por parte de operadores temporales de la comunidad no es permanente y el deterioro de la tubería hace que se desperdicie el agua y que llegue sucia cuando no es tratada. Cruz Elías ha acudido a la Empresa de Agua Potable para consultar sobre el cambio de tubería, pero le dijeron que no había plata. Dos dólares es el monto mensual que cancelan algunos usuarios, aunque no todos. “No importaría pagar más, pero si el servicio mejorara”, asegura el Presidente de la comunidad.
A 10 minutos de Milagro está Santa Marianita. Allí, la familia Ruales cocina en leña el mote que cosecharon y la carne de cerdo que venden. Asan el cuero y comparten con los visitantes, mientras lavan ciertas partes de la carne con agua de hierbabuena, un secreto para que tenga un buen sabor.
Rodeado de su familia, la queja de Leandro Ruales es puntual: “Tenemos el servicio del agua súper mal. En la mañana sale hecha lodo. Tenemos que coger un perol para que se asiente el lodo y al otro día poder utilizarla, luego de hervirla”. Este problema comenzó hace 25 años, asegura. Dice que no paga por el servicio y que la responsabilidad debería entregarse al Municipio y que lo pagaría bajo la condición de que mejore la calidad del agua que consumen.
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Marisol Pantoja, presidenta de Santa Marianita, vive desde hace 20 años en el lugar. “El agua es escasa y el tubo está dañado y roto por todos lados”, dice. Recalca que han vivido de ofrecimientos: “Nos han dicho que han hecho estudios, y luego nos dicen que los presupuestos se han acabado. En mi comunidad no hay adelanto, nos dijeron que nos iban a dar planta de tratamiento, pero no sé qué pasó”, se pregunta.
Según Marisol Pantoja, a las personas de La Carolina se les deteriora la dentadura y, al consultar con odontólogos, la respuesta es que puede ser a causa del agua mala. “Los niños tienen caries, en la piel salen hongos”, dice. Así como en Milagro, la tubería que capta el agua para Santa Marianita cumplió su vida útil y requiere un cambio urgente.
Fernando Valdivieso recuerda que, hace una década, incluso recibió la visita de un representante de la Presidencia de la República (no dijo el nombre) quien le habló de inversión para mejorar los sistemas de agua, pero solo quedó en palabras. En las conclusiones del estudio de hace 10 años se recomendó priorizar el apoyo institucional en infraestructura, mantenimiento y se recalcó en que, por el bajo número de usuarios, los sistemas de agua no pueden ser autosostenibles. Entre vacíos legales, ambigüedades de competencias y falta de recursos, una década de agua turbia y contaminada ha corrido por estas comunidades sin que nadie haya hecho algo por solucionarlo.