Cuando anuncias que te mudas a otro país, siempre hay alguien que te dice “vas a extrañar la comida”. A mí me lo dijeron tantas personas que perdí la cuenta, pero no les creí. ¿Qué podía extrañar si mi plato favorito era la lasagna y no me gusta el cuy? Resulta que todo. No pasó ni una semana de vivir en Vermont, Estados Unidos, y ya extrañaba el encebollado del vecino, la guatita de mi tía, el seco de pollo de mi mami, el ceviche de concha de mi abuelita, en definitiva: absolutamente todo. Una noche de invierno después de un par de años lejos de Ecuador, soñé con un hornado. Era Fin de Año y estaba en la casa de mi abuelita materna reunida con mis papás, hermanos, tíos, y primos después de haber quemado el monigote. En la mesa, había un hornado y tortillas de papa. Alrededor de ella, nos abrazábamos y deseábamos feliz año. Al despertar, me di cuenta de algo— no extrañaba la comida, extrañaba compartirla con mis amigos y familia. Comer, a veces, es un recorrido por el universo de los recuerdos, y De la llama es la nave espacial que te lleva hacia ellos.
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Durante los cuatro años que viví en el estado de la “Montaña Verde”, no hubo uno solo en el que no regresara a casa para Navidad. Cuando lo hacía, preparaba una lista de cosas que quería comer: papas con cuero, encocado, mote con chicharrón, ceviche, fritada, yaguarlocro, encebollado. Nunca la cumplía completa: mis ganas eran infinitas, pero el tiempo no.
La última vez que volví lo hice en plena pandemia. Tuve que hacer cuarentena en un hotel donde desayunaba pancakes todos los días. Y aunque no me quejo, en serio hubiera vendido mi alma, como Cantuña, por algo que me recordara más a la calidez de Ecuador que al frío eterno de Vermont.
Estaba triste y creía que por culpa de la pandemia no podría completar mi lista otra vez, hasta que me recomendaron De la llama.
De la llama es un restaurante de comida ecuatoriana fuera de lo normal— platos típicos con ingredientes no tradicionales como el llapingacho de pulpo, o platos extranjeros con ingredientes locales como el crème brulée de hierbaluisa.
Nació a finales de 2016 como el sueño de dos chefs amigos— Felipe García y Francisco Eguiguren— cuando su negocio de catering dejó de ser rentable. Empezaron con algo pequeño y le pusieron De la llama. Felipe cuenta que el nombre surgió por un chiste interno que tenían los dos amigos sobre los comerciales argentinos de “la llama que llama” en las que un grupo de llamas—que usan peluca, sombreros tejidos, gafas y otros accesorios que parecen sacados de la hora loca de una fiesta infantil— hacen bromas por teléfono.
—¿Quién llama?
—La llama que llama.
“Es el peor chiste del mundo”, dice el chef García riéndose.
El menú en De la llama cambió un poco por la pandemia, cuenta el chef García, pero de todas formas sigue siendo bastante amplio y tiene varias opciones vegetarianas, veganas y libres de gluten.
Al leer el menú, sentí lo que sienten los niños cuando van a una dulcería y no saben qué escoger— la indecisión más feliz del mundo. Entonces fui a consultar a mi gurú gastronómico personal: Gaby, la gourmand oficial de GK. Con su paciencia, sabiduría y preocupación por la felicidad de los paladares ajenos, me ayudó a elegir un almuerzo de tres tiempos: de entrada un falafel de chochos, un cerdo a la brasa llamado Llama Q como plato fuerte, y de postre un pie de colada morada.
Si quieres ordenar De la llama a domicilio tienes que hacerlo por el número de WhatsApp que está en su cuenta de Instagram o a través de su página web. El chef Felipe dice que lo hacen así porque “el contacto directo con los clientes les permite dar un mejor servicio”. Pero si quieres ir a su local, están en la Suiza y Eloy Alfaro, al norte de Quito. Yo estoy tratando de salir solo cuando sea necesario así que hice mi pedido por WhatsApp.
El repartidor de De la llama no llegó precisamente en una llama, como mi hermano pequeño pensaba, sino en una moto, pero igual me alegró el día. La bolsa de papel que me entregó tenía escrito “gracias por mantener viva la llama”: un encantador chiste agrio que me sacó una primera sonrisa —la comida que traía dentro, me arrancaría otras más.
La hora de comer es ritual pero cuando se pide a domicilio suele ser un big bang: la ensalada llega mojada e incomible, el arroz o las papas se mezclan y las salsas se riegan. A veces es tan caótico que hasta se te quitan las ganas de comer. Pero De la llama respeta su ritual. Al abrir los empaques cada elemento estaba relativamente en su lugar— casi como si no hubieran traído la orden a “la frontera con Ibarra”, como mis amigos ironizan.
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No me tomó ni cinco minutos servir todo. Estaba tan organizado que, si no fuera porque aprendí en el podcast Gastropod que la comida tiene sabores distintos dependiendo en qué y con qué la comas, lo hubiera comido ahí, en su empaque— que por cierto está hecho a base de almidón de maíz y es biodegradable.
Como entrada, escogí falafel—una bola frita popular en Medio Oriente que suele hacerse con garbanzos, perejil, y otras especias. En De la llama, los falafels son más ecuatorianos—están hechos con chochos— y también son más divertidos.
Cuando los probé sentí que estaba en un mundo paralelo, viviendo dos realidades distintas al mismo tiempo. Por un lado, la textura crujiente, las especias y el perejil me llevaron de vuelta a Vermont en 2016, a la primera vez que comí falafels tradicionales con mis amigas Kim, Inés y Angmo vestidas como esquimales. Por otro lado, la delicadez y suavidad del chocho me llevó a la mano de mi abuelita, al mercado de la Ofelia, al parque La Carolina, y al bar de la escuela en la que estudié casi toda mi vida.
Como plato fuerte pedí una Llama Q. Es un pedazo de cerdo que ha sido cocido por 24 horas y está bañado en una salsa BBQ de café que tiene un equilibrio impecable entre dulce y amargo. Es como una danza de dos amantes muy opuestos entre sí, pero que juntos se completan: “you had me at hello, BBQ”. Al cerdo, lo acompañan como tres leales lugartenientes, tres llapingachos pequeños y redonditos que están rellenos de queso. Un poco de ensalada fresca le da al plato color y frescura. Comiéndolo todo junto, la llama Q me recordó a ese hornado quiteño con el que hasta había soñado.
Pero lo mejor, para mí, se quedó para el final: el pie de colada morada. El chef Felipe García cuenta que perfeccionar el postre para que tuviera el sabor tradicional y pudiera servirse caliente— como una colada de verdad— les tomó dos años. Valió la pena.
El pie no solo se ve bonito con las dos galletas en forma de llama y la cama de frutillas a su alrededor, sino que su sabor es tradición. No he tomado colada morada desde la última vez que celebré el Día de los Difuntos en 2015, y aunque la extrañaba mucho, ya ni me acordaba por qué. De la llama me lo recordó: mi abuelita. No extrañaba la colada en sí, extrañaba a quién preparaba mi favorita. El pie de De la llama es esa colada morada que hace mi abuelita cada año para que mi familia sea feliz. Cuando un amigo me preguntó qué tal estuvo, le dije que tuve ganas de llorar porque después de 6 meses de haber vuelto, me sentí, por fin, en casa— en los brazos de la mujer que más admiro en el mundo.
Comer De la llama (así haya sido a domicilio) me recordó lo importante que son los amigos, la familia, y sobre todo, los momentos junto a ellos. Cuando terminas de comer es inevitable cerrar los ojos unos cuantos segundos y simplemente sonreír.