La revuelta policial de hace diez años fue detonada por una ley salarial. En contra de lo recomendado por su equipo de seguridad, Rafael Correa fue a negociar personalmente con los insurrectos. Ahí recibió gas lacrimógeno y, tras el despelote, los policías no dejaron que el Presidente saliera del recinto. Así empezó todo.
Luego, desde el Hospital de la Policía (desde dónde pudo dar un discurso), el presidente declaró el estado de excepción, movilizó a las Fuerzas Armadas y obligó a todos los medios a transmitir la misma señal del canal de televisión estatal. Tras un tiroteo entre comandos del ejército y los policías insurrectos —que dejó ocho fallecidos— en la noche Correa salió del hospital. “El día que triunfó la democracia” fue el nombre que su gobierno le dio a la fecha. Tenía —tiene— pegue. Algunos años después esta se siguió rememorando con banderas negras, spots publicitarios y actos públicos.
La Revolución Ciudadana era muy buena contando historias. Su Secretaría de Comunicación sabía de la necesidad de crear conflictos, protagonistas y héroes para el proyecto político: su propio viaje del héroe para el presidente.
El fervor multitudinario que consiguió le debe mucho a esa capacidad narrativa, que concatenaba la inversión social de la administración y sus monumentales obras financiadas con el apogeo petrolero en una narrativa de buenos contra villanos. La figura misma de Rafael Correa estuvo sujeta a los retazos de la propaganda: el hombre de origen humilde que se destacó a pesar de que todo le jugó en contra, por ejemplo, es una exageración que las periodistas Mónica Almeida y Ana Karina López deshilaron en El Séptimo Rafael, la biografía no autorizada de Correa. Pero en 2010, en el personaje del expresidente se encarnó el proyecto político. El gobierno no se convirtió en leyenda. Fue al revés: la leyenda hizo al gobierno.
El 30 de septiembre tiene imágenes monumentales, dramáticas e inolvidables: la principal mostró a Rafael Correa desde el Hospital de la Policía, desamarrándose la corbata, jalando el cuello de la camisa e, iracundo, desafiando a los policías para que lo maten. El golpe de efecto fue replicado en medios locales e internacionales, en algunos casos generando rechazo, en otros (¿la mayoría?) admiración. El presidente nos acostumbraba a una política de golpes de efecto y dramatismo histriónico que se replicaba también en obras faraónicas. ¿Cómo no confiar en el hombre literalmente dispuesto a ponerle pecho a las balas? Sin embargo, el gesto, que parecía espontáneo, en realidad había sido ensayado varias veces.
El corbatazo de Correa encarnaba a la revolución. Tres años después, la Megan —una bebé que había nacido en la fecha— fue convertida en el símbolo de una democracia recién nacida. “Fue difícil el parto”, dice la narración del video. “Claro que algunitos irresponsables no querían que nazca”, continúa con un tono de voz que recuerda al de Correa en sus sabatinas.
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La fecha daba para eso: símbolos que replicaban el discurso de Correa pero que apelaban a una idea de patria nueva que volvía a nacer, que empezaba con la gesta histórica del 30S. Ni con una imagen tan tierna como la de bebé se dejaba de lado el ataque a esos “algunitos”. Los héroes de las leyendas del correísmo no eran nadie sin sus villanos.
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Tras casi cuatro años de gobierno, el presidente Lenín Moreno no logró desmarcarse del fantasma de su antecesor. Tampoco debe ser fácil: Rafael Correa supo contar los relatos que lo proyectarían en el imaginario nacional como un héroe, un mártir.
Incluso a sus más acérrimos detractores les cuesta librarse de esas imágenes que estallaron hace diez años. Rafael Correa le impuso un relato hiperbólico al país que sigue en la boca de su voto duro, de los medios críticos y del presidente actual. Está claro que en cierto sentido el propósito de convertir al 30S en una leyenda se logró: sigue persiguiendo al Ecuador como un mito fundacional, una historia romántica para contar a un héroe o para mostrar a un tirano.
Y esto es lo curioso: nadie espera o exige veracidad de las leyendas. Nadie cree que Cantuña, por ejemplo, en verdad engañó al diablo y que por eso falta una piedra en la iglesia de San Francisco de Quito. Las leyendas son ficticias, por definición. Jugamos a creerlas y a contárnoslas de generación en generación. El asumirse como tal en ese sentido también es una confesión tácita —¿subconsciente?— de lo que se exageró y escondió, de lo que se recuerda por encima y a pesar de los hechos. La leyenda es aspiración de cuenteros, no de estadistas.
Hay otro sentido en el que la leyenda se quedó en relato. El país que Correa y sus seguidores prometían nunca se materializó. Terminó desdibujado entre las marañas de la egolatría evidente de su héroe, de las tramas de corrupción de sus más altos funcionarios, y también en la figura de un ungido sucesor con el que muy pronto se traicionó. En el país de la leyenda fundacional del 30S algo así era impensable.
Si sucedió es porque Correa y su gobierno prometieron apenas una ficción narrativa. El proyecto de la Patria Nueva que se construyó sobre ese relato fundacional, en la realidad, fue demasiado parecido a otras épocas de nuestra endeble historia republicana. Prometieron una utopía sin entender que utopía tiene dos significados: ese lugar ideal y ese lugar imposible. El 30S fue los dos: y nunca llegó a proyectar sobre sí mismo el país que ofrecía porque sus cimientos tenían fallas estructurales que nadie corrigió a tiempo.
El gobierno ya no rememora el 30S como lo hacía Rafael Correa. Ahora se volteó la tortilla y los villanos oficiales son otros. La fecha queda como tantas otras leyendas o como estatuas de héroes antiguos: sujetas a la veneración o al graffiti.