Jennifer Carillo vendió su teléfono celular el 18 de julio de 2020, el día en el que no tuvo con qué comprar comida para ella, su esposo Jefferson y sus tres hijos, Jerickson, Orliany y Diannys. Los 80 dólares que consiguió de la venta de su móvil, un Huawei P20, fue de los últimos recursos que tuvo para sobrevivir durante los meses de cuarentena. “Me tocó”, dice Jennifer, una mujer venezolana de 33 años. Ahora, su nuevo celular es el único que hay en su casa —nuevo es una imprecisión: en realidad, es un modelo anticuado que solo sirve para recibir mensajes de Whatsapp. 

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Es el único dispositivo tecnológico que hay en su casa y no sirve para que sus hijos lo usen para recibir las clases virtuales de tercer grado, décimo grado y segundo de bachillerato. No se pueden conectar a las sesiones en línea y no pueden descargarse los archivos que les envían sus maestros. Aunque los tres son parte de los 49.967 niños, niñas y jóvenes venezolanos inscritos en el año lectivo 2020-2021, en la práctica no están asistiendo regularmente a clases. 

Son las ocho de la mañana del jueves 24 de septiembre de 2020. Jennifer y su esposo Jefferson están parados en la vereda, al pie de una tapia color salmón de La Mena, un barrio al sur de Quito. Sus rostros están cubiertos con mascarillas. Me reciben, amables, y cruzamos la puerta de la calle por un camino de piedra y tierra antecede la entrada de su casa. Orliany de 14 años y Jerickson de 6 están adentro. A esa hora deberían estar recibiendo sus clases. Pero no: están sentados juntos en un sillón, sin mucho que hacer, escuchando a sus padres contar su vida desde que decidieron irse de Venezuela hace tres años. Diannys, la mayor, de 17, no está porque acompañó a una de sus amigas y a sus padres a Ambato. 

No poder estudiar, dicen Jennifer y Jefferson, entristece a sus hijos, al punto que algunas veces Orliany les dice que quiere regresar a Venezuela, que en Ecuador pasan hambre. “Lo ven de esa manera porque son niñas que en Venezuela no les faltaba nada”, dice. Jerickson, en cambio, no recuerda nada de su vida en su país natal. “Se sabe el himno del Ecuador, él se siente ecuatoriano”. A veces, ser un niño tiene sus ventajas: es más fácil tratar de trabajar, de crecer y de vivir en un nuevo país cuando la vida recién empieza. Como Jennifer y su familia, 350. 451 venezolanos se han asentado en Ecuador hasta agosto de 2020, según datos del Ministerio del Interior. Muchos han venido con sus hijos, a los que intentan enviar a las escuelas locales. En el año lectivo 2020- 2021 hubo un incremento de 16.164 estudiantes venezolanos más que el año pasado. 

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Jerickson y Orliany son uno de los 49.967 niños venezolanos inscritos en el año lectivo 2020-2021, pero ninguno está estudiando.

Ese incremento es una buena noticia, según Monserrat Creamer, Ministra de Educación. Dice que significa que esos niños ya están dentro del sistema educativo. Creamer dice que están haciendo un seguimiento semanal para estar pendientes de que no haya riesgo de abandono. “Definitivamente las cifras a veces engañan. Nos dicen que este año tenemos más niños inscritos pero realmente lo que no sabemos es qué está pasando”, matiza Marcela Santos, experta en educación y profesora de la Universidad Casa Grande. La verdad es que en una familia puede haber 3 niños inscritos en el sistema educativo, pero sin dispositivos suficientes, el aprendizaje será parcial o nulo. 

La Ministra lo reconoce. “Como no hay una asistencia presencial es más difícil saber si es que hay un abandono oculto, es decir que están en el sistema pero no sabemos qué tanto están siguiendo las labores y actividades de aprendizaje”, dice Creamer. Cuántos más de esos casi 50 mil niños, niñas y adolescentes venezolanos están en la misma situación que Jerickson, Orliany y Diannys es un dato que podría quedarse, para siempre, en la oscuridad. 

Es un dato importantísimo: no ir a la escuela hará que muchos niños no asistan al grado que por su edad les corresponde y, además, producirá altos niveles de deserción. Es especialmente riesgoso para niños que han tenido que salir de sus países. Marcela Santos dice que esos niños, niñas y adolescentes no están en su lugar de origen, y eso hace que no suelan tener una vivienda fija. “Todo eso complica el acceso a la educación, están viendo impactada su educación en mayor medida que el resto de niños”. Si ya de por sí la pandemia generará retrasos en los aprendizajes de todos los niños, los que están en situaciones vulnerables —como los niños venezolanos en el Ecuador— verán su futuro mucho más comprometido. 

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Jennifer es enfermera instrumentista y su marido trabajaba en una institución del gobierno venezolano. En Ecuador, ella consiguió empleo en un restaurante donde ganaba 16 dólares al día. Su marido había firmado tres días antes de comenzar la emergencia sanitaria en Ecuador un contrato para brindar servicios de seguridad en un hotel quiteño, pero lo despidieron tras las medidas de confinamiento por el covid-19. Desde entonces, se dedican a vender pruebas rápidas de covid-19. Les pagan un dólar por prueba vendida. Eso apenas les alcanza para alimentarse y muchas veces sus hijos piensan que sería mejor estar de vuelta en su país. 

Jennifer

La vida de los migrante no acaba cuando salen de su país. Al contrario, su situación continúa siendo difícil. Karina Sarmiento, experta en migración y derechos humanos, dice que los migrantes y refugiados siguen viviendo situaciones difíciles en cuestión de acceso al trabajo, una vivienda en situación segura y eso acarrea cosas como el descuido de su documentación o en este caso acceso a la educación. 

A diferencia de lo que podrían suponer las autoridades, esto no sucede porque no haya interés sino porque, según Sarmiento, es complejo dedicarse a lo formal cuando lo vital está todavía sin solventar. “Si la alimentación y la vivienda no están resueltas, la población refugiada y migrante encuentra más complejo el proceso de regularización porque su preocupación principal es sobrevivir”, dice Sarmiento. Ahora, la situación es más compleja porque fueron mucho más sacudidos debido a la precariedad con la que vivían previamente a la pandemia que la ha agravado.

Pero Jennifer explica por qué son deseos vacuos. Dice que decidieron irse de Venezuela cuando comenzaron las amenazas de los colectivos, grupos armados paraestatales que amedrentan a quienes están en contra del gobierno de Nicolás Maduro. Una tarde de febrero de 2017, un sujeto la interceptó cuando estaba llegando a su casa en Caracas. Le apuntó con un arma. Le dijo que tenían que dejar de estar en contra del gobierno o sufriría las consecuencias. Unos días después, Jennifer llegó a Ecuador. Dejó todo lo que le había dado su país. “Esto no es para todos. Bastante triste más cuando estás con tus hijos”. Cuando piensa en la imposibilidad de que sus hijos vayan a la escuela dice que lo único que siente es decepción. La misma que siente Orliany todas las veces que le pide a su madre regresar a Venezuela. 

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Orliany debería asistir a décimo grado pero la falta de recursos económicos y tecnológicos no se lo permiten.

Pero esa no es una opción. “Mientras esté Nicolás, no vamos a poder volver, y él va a estar muchos años más”, dice Jefferson. Ante esa imposibilidad, los dos padres dicen que prefieren hacer todo lo que está a su alcance para darles una vida digna a sus hijos. Ven al Ecuador como un lugar donde las cosas se les han complicado durante la pandemia, pero en el que, de todas maneras, han logrado asentarse y sobreponerse a los obstáculos que han encontrado. 

Han tenido que tomar medidas extremas, pero aún creen que pueden salir adelante. “Ahora estamos preocupados porque cada vez menos gente se hace pruebas rápidas, porque prefieren las PCR”, dice Jennifer. Jefferson dice que no han vendido el televisor solo porque le ofrecen muy poco. “Eso se me va enseguida”, reniega con una sonrisa a medias. De la venta de las pruebas no queda para mucho más, peor para comprar algún dispositivo. 

En ese televisor han intentado, además, conectarse a las clases virtuales, pero tampoco funciona. Es una ironía bastante ácida: tienen servicio de Internet —dejaron de pagarlo hace cinco meses, pero el servicio sigue activo— pero sin computadoras, tablets o celulares para conectarse a la escuela, apenas sirve para navegar en videos de Youtube en la televisión. 

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Unas cortinas de tela dorada dividen la cocina de la sala. Jennifer prepara el desayuno para sus hijos, unas arepas rellenas de queso y café. Su esposo Jefferson cuenta que la situación económica los obligó a vender su secadora y su equipo de sonido, con el que Jerickson cantaba sus canciones preferidas. “Me dolió venderle su parlante”, dice Jefferson, “pero él entendió. Espero volvérselo a comprar”. Se queda en silencio. Jennifer sigue preparando la comida y cuenta que todas las mañanas tiene que salir a las siete  para ir a vender las pruebas rápidas en la parada Morán Valverde, una estación de buses al sur de la capital. 

A pesar de no tener los aparatos tecnológicos, los niños intentan seguir las clases virtuales. Unos pocos maestros les envían fotos de los cuadernos para intentar que no se retrasen. Jennifer dice que las clases las están dando por Zoom todos los días. “Yo chateo con la licenciada y ella me entiende, pero de qué vale que ella me entienda si de igual manera mis hijos no están recibiendo las clases como son”, dice con frustración Jennifer, que ha intentado por todos los medios conseguir dinero para comprar una tablet para sus hijos. 

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Fotografía de José María León para GK.

Mientras ve desayunar a sus dos hijos, dice que una de las maestras de la escuela le llamó diciendo que estaba preocupada por la inasistencia. “Yo le digo, yo también estoy preocupada porque no están recibiendo clases ninguno de los tres. Pero no sé qué hacer, a veces no tengo ni para comer, menos voy a tener el dinero completo para comprarme una tablet”. Es una decisión que está entre comer o estudiar. 

Son casi las 09:30 de la mañana. El desayuno ha finalizado. Jennifer y Jefferson no han desayunado. Sus hijos, Jerickson y Orlian sacan unas hojas a cuadros. Orliany cuenta que en las mañanas ella se encarga de enseñarle a su hermano a sumar, restar y leer. Jerickson sonríe detrás de la mascarilla que cubre su boca y dice que cuando crezca le gustaría ser bombero. 

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Jerickson no recuerda nada de su vida en su país natal. Se sabe el himno del Ecuador, él se siente ecuatoriano.

Orliany, con una madurez forzosa, dice que ella intenta seguir el hilo de sus clases con algunas de las fotografías que les envían sus profesores. Pero dice que extraña a sus amigas y familia. La escuela es también eso: el contacto con los otros, los lazos afectivos, los vínculos sociales. 

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Sobre situaciones como las de los hijos de Jennifer y Jefferson, Creamer dice que al Ministerio le interesa que esos casos se informen al distrito correspondiente. “Los docentes tienen la obligación de, semanalmente, contactarse con esos niños por cualquier vía”. Aunque Creamer dice que la responsabilidad también debe recaer sobre los padres. “Si queremos caminar, movamos los pies”, dice. Pero para familias como las de Jennifer, poder conseguir dinero para comprar una radio o ir a un cyber es imposible. Orliany mira detrás de la ventana y Jerickson salta el caminito de piedras que está fuera de la puerta de su casa. A esta hora sus padres van a “mover los pies”: son pasadas las nueve y media de la mañana y están saliendo a vender las pruebas rápidas con las que han alcanzado a sobrevivir —pero no estudiar— en los últimos meses.