Diego Alejandro fue mi mayor impulso y mi mayor temor cuando me planteé huir de la crisis venezolana. Desde que nació, en 2014, vi cómo le negaban uno a uno sus derechos como niño. Aunque ya había vivido algo similar con mi hija Andrea, que nació cuatro años antes, con Diego Alejandro fue distinto. Él tiene síndrome de Down y requiere más atenciones de médicos especialistas, más terapeutas y más chequeos médicos permanentes. Diego también requiere una alimentación especial porque tiene una inflamación crónica severa de sus vías digestivas: no absorbe bien los nutrientes y sus comidas siempre deben estar vigiladas por un nutriólogo.

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Antes del 2018 la idea de salir del país no estaba entre nuestros planes. Mi esposo y yo teníamos más de 40 años, yo casi veinte trabajando en la administración pública. De cierto modo mi empleo representaba una seguridad social para mi niño con discapacidad. Por ley, Diego tenía un beneficio del 40% de un sueldo básico y eso aliviaba en cierto modo los gastos de salud, que eran muchos. Otro beneficio que le correspondería por Ley era gozar de una pensión de por vida luego de que yo falleciera. Esto calmaba mi angustia por su futuro cuando yo ya no estuviera con él.

Pero mientras pensaba en su futuro, vivía un presente hostil donde todo iba en contra de su desarrollo. Vivíamos en un país donde comprar pañales era un privilegio: había que presentar partida de nacimiento original y si el representante del gobierno lo consideraba necesario nos pedía hasta un informe médico que explicara su situación de salud. Con Diego debía presentarlo porque las autoridades no concebían que un niño mayor de tres años tuviese esa baja talla y peso, y todavía usara pañales. Mostrar el carné de discapacidad no era suficiente. Sus terapias empezaron a ser un problema: al inicio tenía cinco y pasó a tener solo una. La disminución se dio por el éxodo de los terapeutas que lo atendían. 

La necesidad nos empujaba a salir. Pero el temor a un viaje tan largo se imponía por la misma condición de Diego. Andrea, mi otra hija que en ese entonces tenía ocho años, también me preocupaba. Dejar atrás a su abuela, sus tías, sus primos y  amigos de la escuela no era fácil.  Mi trabajo estable seguía pesando. Por eso decidimos que mi esposo saliera del país primero. 

Este quiebre familiar  forzado se reflejó en un retroceso en el desarrollo cognitivo de Diego. Los episodios de tristeza profunda de Andrea los manejábamos como se hace con los niños sin discapacidad: explicándoles los motivos, diciéndole que era una situación temporal, dándole esperanza de que todo pasaría y volveríamos a reunirnos, y con videollamadas con su papá. Pero ¿cómo le explicas a un niño con discapacidad cognitiva que su papá tuvo que dejar el país para empezar una nueva vida? Esa realidad, sumada a la situación del país que empeoraba cada día, hizo que un sábado de mediados de agosto del 2018, después de llorar toda una mañana porque una vez más Diego había perdido su terapia por falta de pañales, le dije a toda mi familia que me iría del país. No había tiempo para esperar que todo cambiara, no había tiempo para esperar que su padre se estableciera en Guayaquil. El tiempo era el presente de Diego. Tenía que buscar en otra parte los derechos que el estado venezolano le estaba negando. 

El impacto de mi decisión estuvo marcado por un silencio familiar. Seguro todos sentían y pensaban lo mismo: ¿Cómo viajará sola, con dos niños y además uno de ellos con una situación de salud muy particular? El problema de las vías digestivas de Diego impide que él pueda comer cosas procesadas, todos sus alimentos deben ser preparados el mismo día. Diego no puede comer enlatados, lácteos ni gluten. Parecía imposible cumplir ese régimen de alimentación especial en un viaje por tierra de más de cuatro días. Y a eso se sumaba que Diego nunca había dormido antes fuera de su casa, de su cuarto.

Pero ese sábado el temor desapareció. La decisión estaba ya tomada. Algunas noches me asaltaban los miedos. Pero mi voluntad fue mayor. Con el apoyo de toda la familia logré salir del país. Todo fue mejor de lo que esperaba. Contrario a lo que se esperaba de Diego, se portó bien durante todo el trayecto: durmió tranquilo, se quejó solo una de las cuatro noches en la carretera. En esos días comió todo lo prohibido: snacks, galletas, cola y jugos procesados, y no tuvo episodios de colitis. Andrea a ratos me dijo que estaba cansada, pero enseguida se calmaba. 

Cuando llegamos a Guayaquil, la esperanza de atender nuevamente la salud de mis hijos, especialmente la de Diego, regresó. Al principio sentía vergüenza cuando asistía a un centro de salud pública y tenía que entregar el pasaporte de Diego o Andrea. Sentía que no tenía derecho a ello. Pronto entendí que como seres humanos tenemos los mismos derechos en cualquier parte del mundo, y que la dignidad humana no tiene nacionalidad.

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Diego volvió con sus terapias, al poco tiempo de haber llegado tuvo un cambio físico positivo y evidente, creció y engordó. En situaciones de emergencias de salud, los dos niños han sido atendidos por el sistema público. Aún falta para cumplir con el cien por ciento de las atenciones que Diego necesita, pero en Ecuador volvimos a tener esperanza. Como refugiada en Ecuador, más allá de las dificultades de ahora, sabemos que lograremos nuestra meta de ofrecerles una mejor calidad de vida a mis dos hijos. 


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