El año en que cumplí 11, a mi tío Josiah Ssesanga lo internaron en un hospital de Uganda con meningitis. Fue en 1994 y él era VIH positivo. Entre él y la muerte no había más que el mísero sistema de salud de la posguerra.

Los tratamientos para el VIH y el sida existían en otros lugares del mundo, pero en Uganda estaban casi siempre limitados a quienes participaban en ensayos clínicos. Para la infección que padecía mi tío —meningitis criptocócica— había un fármaco llamado fluconazol. Él no sabía que existía, y en cualquier caso no hubiera podido comprarlo. Además, apenas 12% de los pacientes que lo tomaron lograron sobrevivir más de seis meses.

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Al día siguiente de ser ingresado, “unas personas de un proyecto estadounidense” llegaron con una montaña de papeles, recuerda mi tía. Estaban haciendo ensayos clínicos para probar una terapia más efectiva.

“Había como tres páginas de posibles efectos secundarios. También nos advirtieron que debía seguir tomando los medicamentos incluso si el proyecto terminaba”, dice mi tía. “Pero para nosotros, en aquella hora, la respuesta era sí. Estábamos desesperados. Cualquier cosa que detuviera el dolor”.

La meningitis criptocócica provoca terribles dolores de cabeza. Esos dolores volvían loco al tío Ssesanga, y muy a menudo tenían que atarlo.

Cuando ingresó a las pruebas clínicas mi tío comenzó a tomar una combinación de dos medicinas con resultados muy rápidos: en dos semanas fue dado de alta, y en los meses siguientes se graduó en la universidad y se convirtió en inspector escolar. Volvía al hospital para reunirse con los investigadores y pasar por unas dolorosas punciones lumbares necesarias para controlar su recuperación.

Sin embargo, el ensayo clínico solamente incluía unos pocos meses de tratamiento luego de concluido el período inicial de la investigación. A partir de ese momento a mi tío le dijeron que debía empezar a pagar por las pastillas. El costo de una semana de terapia era mayor que su sueldo de un mes. En silencio, puso fin al tratamiento.

Más o menos un año después una investigadora vino a buscarlo y le imploró a mi familia que retomara la terapia. Pero seguíamos sin tener el dinero suficiente. Dos años más tarde enfermó y murió de la forma horrible en que morían todos los pacientes de sida sin acceso a medicamentos antirretrovirales.

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Mi familia está orgullosa de que el tío haya contribuido a desarrollar una terapia combinada que dio esperanza y dignidad a tantas personas con sida en el mundo. Pero no superamos el desconsuelo porque para él, y para muchos otros pacientes africanos, su aporte a esos progresos fue ingrato e ignorado.

Ahora temo que repitamos ese doloroso guión ante la pandemia de coronavirus.

Hace poco, dos médicos franceses sugirieron hacer los ensayos de una vacuna contra el coronavirus en África, hasta ahora el continente con la menor cantidad de casos confirmados. Uno de ellos dijo en la televisión francesa: “Si se me permite ser provocativo, ¿no deberíamos hacer este estudio en África, donde no hay mascarillas, ni tratamientos ni reanimación?”.

Ante la larga historia de racismo médico y de casos dolorosos como el de mi familia, no faltaron africanos comprensiblemente irritados, que calificaron esos comentarios de racistas y equivalentes a tratar a las personas como “conejillos de Indias”. 

Tedros Adhanom Ghebreyesus, el director general de la OMS, tachó lo dicho por los médicos franceses de vestigio de la “mentalidad colonial” y dijo que “África no puede ser y no será terreno para testear ninguna vacuna”.

Y sin embargo —tal como pasó con la pandemia de sida— África será por cierto un banco de pruebas de algunas terapias, vacunas o contagios controlados de coronavirus. Ya lo es. La Asociación Europea y de Países en Desarrollo para Ensayos Clínicos (EDCTP), por ejemplo, ya lanzó un llamado preliminar por 4,75 millones de euros para proyectos de investigación sobre respuestas al covid-19 en África. Y esto es bueno.

Excluir al continente de la investigación científica sobre la pandemia no puede ser la respuesta. Los ensayos clínicos se pueden llevar a cabo bajo principios éticos, y muchos países e instituciones de África cuentan ahora con comités de ética para supervisar esas investigaciones.

La injusticia está en los desequilibrios de poder geopolítico que, mediante el derecho de patentes, raciona el acceso a los fármacos que resulten de los ensayos exitosos.

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En 1996, Estados Unidos comenzó a aprobar una poderosa combinación de terapias para tratar el VIH y el sida que fueron resultado de estudios como el de mi tío. Fue un punto de inflexión en la lucha de los activistas estadounidenses (muchos de ellos hombres gay marginados). Pero no debió serlo solo para ellos. Los pacientes del mundo en desarrollo también habían puesto su sangre, líquido cefalorraquídeo y médula espinal para testear y adoptar esos tratamientos.

Durante años, bajo la protección de las leyes de patente occidentales, las empresas farmacéuticas fijaron precios a esas medicinas que eran imposibles de pagar para ellos. En el año 2000, cuando el laboratorio indio Cipla Pharmaceuticals disputó esos derechos de patente para producir medicamentos genéricos antisida accesibles a las poblaciones de los países del Sur Global, mi tío estaba muerto hacía tiempo. 

En definitiva, la declaración de la OMS de que África no será un banco de pruebas para las vacunas del coronavirus pasa por alto un problema mucho mayor. Lo que realmente necesitamos es la certeza de que África contará con una vacuna o tratamiento al mismo tiempo que cualquier otra región, y en condiciones de que podamos pagarla.

Médicos Sin Fronteras (MSF) ha advertido que los gobiernos deben “prepararse para suspender o anular patentes”. Márcio da Fonseca, asesor de enfermedades infecciosas de MSF, alertó que las empresas intentarán “aprovecharse” del covid-19 y exhortó a los gobiernos a “poner en marcha los mecanismos para anular estos monopolios para que puedan garantizar el suministro de medicamentos asequibles y salvar más vidas”.

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En lugar de simplemente prohibir los ensayos clínicos en África, y excluir al continente de la investigación, esta es la solución que hubiera salvado la vida de mi tío. 


*Esta columna fue originalmente publicada en Open Democracy. Traducción de Diana Cariboni.