Alfredo Arroyave Díaz murió a los 69 años a las 6:29 de la tarde del lunes 6 de abril de 2020 en su casa en Guayaquil. Desde las 2:15 de esa muy soleada y calurosa tarde estuvo sin oxígeno. “Mi papá estuvo luchando por su vida más de cuatro horas porque el tanque estaba vacío, no podíamos recargarlo, a puro pulmón, tratando de respirar” dice Noris Arroyave, su hija. Desde las primeras horas del 6 de abril, Alfredo Arroyave Díaz, contagiado de covid-19, no podía respirar por sí mismo. Había estado dos semanas con fiebre y cada vez tenía más dificultades para respirar solo. Cuando el último tanque se vació, su hija llamó a un doctor amigo que trabaja en el Hospital Teodoro Maldonado Carbo del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS) para pedirle ayuda. “Me dijo que si lo ingresaba, él iba a estar ahí sentado solo y sin respirador porque no había. Me aconsejó que lo tenga en casa, por más duro que suene”, dice Noris Arroyave, agradecida con la honestidad del médico.  “Así que lo tuve que poner a mi papá a escoger dónde morir”. 

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Dos semanas antes de que Alfredo Arroyave Díaz muriese, su esposa, Elizabeth Hernández Barrios, de 58 años, tuvo síntomas de covid-19. Después de mucho esfuerzo y llamadas al 171 que nunca fueron contestadas, el 26 de marzo de 2020 sus hijos la llevaron al Teodoro Maldonado, donde confirmaron que tenía la enfermedad causada por el nuevo coronavirus. Los días que estuvo internada, “le pedía el teléfono a las enfermeras y me llamaba a decir que tenía hambre y sed”, dice su hija Noris. Durante tres días, su madre estuvo sentada en una silla de ruedas sin comer, sin tomar agua y sin oxígeno porque no había suficientes para todos los pacientes de Emergencias. Incluso, dice Noris Arroyave, su madre intentó escaparse varias veces. 

Después de insistentes reclamos, le dieron una habitación y permitieron que sus hijos le llevaran comida. El viernes 3 de abril le dieron el alta —no porque estaba recuperada totalmente, pero sí más estable— y pudo acompañar a su esposo en sus últimos días.

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Cuando los síntomas respiratorios de Alfredo Arroyave Díaz empezaron a agravarse, el 2 de abril, sus hijos empezaron a buscar lo que se ha convertido en uno de los bienes más escasos en Guayaquil, la ciudad ecuatoriana más golpeada por la pandemia del covid-19: un tanque de oxígeno. 

Llamaron a todos los números que encontraron en las redes sociales, donde los usuarios comparten contactos de proveedores de guantes, mascarillas, alimentos y otros insumos como los tanques. Casi ninguno de los vendedores tenía uno. Los pocos que sí, los ofrecían a precios exorbitantes, que aumentaban hora tras hora. “Los hospitalarios que cuestan 300 dólares, te los venden en 1200 o 1500 dólares sin válvula. Tienes que comprarla aparte, y usualmente cuesta 70 dólares, pero te la venden en 400”, dice Noris Arroyave. El sábado 4 de abril, cuando su padre ya dependía del oxígeno para seguir respirando, consiguieron, en un lado y otro, un tanque grande y otro portátil.

Al mediodía del lunes 6 de abril se agotaron las reservas del más grande. Alfredo Arroyave era un hombre muy fuerte, “sobre todo, mentalmente”, dice su hija. Los dos discutieron las opciones: ella le explicó que no había respiradores en el Teodoro Maldonado, que podía ir al hospital y esperar a que se desocupe un respirador, corriendo el riesgo de quedarse solo, morir solo, sin despedirse de su familia y que luego no puedan sacar su cuerpo rápido, o quedarse en casa. Alfredo Arroyave decidió quedarse en casa.

Durante la pandemia, la cantidad de personas fallecidas en sus casas y en hospitales en la provincia del Guayas, de la que Guayaquil es capital, empezó a colapsar el sistema hospitalario y funerario de la provincia. Haciendo este proceso cada vez más difícil. 

A las 2:15 de la tarde del día que Alfredo Arrayove decidió quedarse a morir en casa, se acabó, también, el oxígeno del tanque portátil. Alfredo entró en las horas finales de su agonía. “No sé si mi papá se hubiera salvado realmente del covid- 19”, dice Noris Arroyave, “no lo sé, pero sé que hubiera vivido un día más si tenía oxígeno”. En ese momento, ella y sus tres hermanos llamaron al menos siete veces cada uno al 911 para pedir una ambulancia. “No para que se lo lleven al hospital, solo para poder usar su tanque de oxígeno”, explica. Las respuestas de los operadores del número de emergencias eran la misma muletilla hueca y angustiante:

— Ya le devolvemos su llamada

—La van a volver a llamar

—Ya tomamos su emergencia

Su padre murió al atardecer. Nadie volvió a llamar. 

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No es la única llamada que está aún pendiente. El protocolo del equipo sanitario de emergencia de la Fuerza Conjunta de Tarea —encargado de la recolección y la inhumación de cadáveres en Guayaquil durante la emergencia sanitaria— dice que para pedir que se recoja a un fallecido en casa, se debe llamar al 911 o enviar un mensaje de WhatsApp al número 0994461851. Noris Arroyave marcó al servicio de emergencias y pidió que fuesen a recoger el cuerpo de su padre para sepultarlo. 

Le dieron una respuesta que parecía más propia de un contestador automatizado: “ya le devolvemos su llamada”. No pasó. “Si le hubiera hecho caso al gobierno, seguiría con el cuerpo de mi papá en la cama en que murió porque todavía no me llaman”, dice Noris Arroyave. 

En teoría, en máximo doce horas tras la llamada al 911 o del mensaje a WhatsApp, el equipo designado por la Fuerza de Tarea debe ir a las viviendas y en máximo 6 horas levantar el cadáver y trasladarlo al lugar en que será sepultado. Es un proceso que debería durar no más de 18 horas, según el protocolo, pero en algunos casos está tomando mucho más.

Sin respuestas, Noris Arroyave y sus hermanos decidieron empezar por su cuenta los trámites para poder enterrar a su papá. Su hija salió de la casa para pagar 200 dólares por la firma en el formulario de defunción, un documento que debe ser autorizado por un médico y que las funerarias exigen para proceder con el entierro. “Yo sabía que tenía que enterrarlo pronto”, dice. Acordó el pago con un médico que ofreció firmar el documento enseguida. 

Luego, se dedicó a buscar un ataúd para su padre. No había una caja para él. Alfredo Arroyave medía 1,85 metros y todas eran para gente, en promedio, diez centímetros más baja. Después de un par de horas, uno de sus hermanos consiguió un ataúd en Mapasingue, uno de los grandes cerros del norte de Guayaquil, donde se apilan casitas de bloque y ladrillo visto, entre peñascos y riscos atravesados por apenas unas cuantas calles asfaltadas.

Ya de noche, Noris Arroyave sus hermanos y su madre velaron a Alfredo en la misma cama en la que había muerto horas antes. Noris Arroyave habló con un conocido en la Junta de Beneficencia de Guayaquil, que la ayudó a agilizar el papeleo para poder enterrar a su padre en el camposanto de la institución. 

La mañana siguiente, un trabajador de la Junta de Beneficencia le dijo que no había personal suficiente para sellar la bóveda de su padre. Había cien muertos diarios, cuando en un día ajetreado eran 12, según el trabajador, así que tendrían que dejar la bóveda abierta y que “en esos días” alguien iría a sellarla. 

Pero los Arroyave no querían, no podían, dejar la tumba de su padre abierta. Suponiendo que algo así podría suceder, antes de morir Alfredo Arroyave puso en contacto a su hija con alguien que, de ser necesario, sellase su tumba. Ese mismo día, la bóveda de Alfredo Arroyave Díaz, de 69 años, muerto en su casa por decisión propia, fue la única que quedó cerrada.

Todo lo hizo su familia dos veces sola: sola en esta pandemia que obliga distancia y aislamiento hasta en la hora de la muerte, y sola en una emergencia sanitaria que ha mostrado las costuras de los servicios de salud del Estado ecuatoriano. “Nosotros cargamos a mi papá, lo metimos en la caja, contratamos una camioneta, pagamos para que alguien pueda formolizarlo en casa, cargamos el féretro de 200 libras, lo pusimos sobre la camioneta, lo llevamos al cementerio, lo metimos en el hueco y yo pagué para que sellaran la bóveda”, recuerda Noris Arroyave. En total, estima que gastaron entre 12 y 13 mil dólares desde que sus padres enfermaron. 

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El mal que soportaron los Arroyave es el mal de muchos en Guayaquil, la ciudad más golpeada por la pandemia. En redes sociales, decenas de personas piden que recojan los cuerpos de las casas, otros siguen buscando los cuerpos de sus familiares porque, después de que se los llevaron, no han tenido noticias. Han esperado hasta por 26 días una respuesta. Hablé con 20 familiares de personas que murieron en casa en Guayas. Solo cuatro aceptaron que publique sus historias. 

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Julieta Amparo Vera murió en su casa en El Suburbio, un sector grande y muy pobre en el suroeste de Guayaquil, el 29 de marzo a la 1:30 de la mañana. Tenía 46 años y falleció por complicaciones no identificadas después de su primera sesión de quimioterapia por un cáncer de seno que le detectaron a principios de año. 

Mario Vera, su hermano, dice que desde esa madrugada llamó al 911 para que recojan el cuerpo. “Me decían que ya iban a venir, así me tuvieron hasta el día siguiente. Decían ‘ya estamos en la esquina’, el segundo día que ya estaban a una cuadra. Y el tercero me dijeron que ya no iban a venir porque ella no estaba dentro de la agenda” dice Mario Vera. Después de tres días de promesas vacías, decidió empezar el proceso funerario él mismo. 

Un conocido le ayudó para obtener la firma de un médico en el formulario de defunción. Le tocó esperar cuatro días para que se lo entreguen, mientras él buscaba una bóveda para su hermana, a quien siempre llama Amparito. 

Él y sus hermanos se endeudaron para alquilar una en el cementerio general de la Junta de Beneficencia. “Mi hermana estuvo siete días en la casa con nosotros velándola”, dice Mario Vera, “lo que vivimos yo no se lo deseo a nadie”.

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Según el coordinador del equipo sanitario de emergencia de la Fuerza de Tarea, Jorge Wated, no hay casos de cuerpos extraviados, sino que “los familiares no saben exactamente dónde reposan los cuerpos”. Por la cantidad de fallecidos en casas y en hospitales, muchos familiares todavía no han sido informados de lo que pasó con los cuerpos de sus seres queridos después de que fueron recogidos. El 6 de abril, el presidente Lenín Moreno anunció una página web para ubicar a los fallecidos que ya fueron enterrados. Pero Érica Ayala, de Guayaquil, y María Salazar*, de Durán, siguen esperando que los nombres de sus papás aparezcan en esa lista. Los dos fallecieron en sus casas, porque la atención médica nunca llegó y no pudieron conseguir ayuda en los hospitales. Días después, sus cuerpos fueron recogidos y, una semana más tarde, no saben qué pasó con ellos. 

En una rueda de prensa, el 12 de abril, Jorge Wated explicó que se estaban identificando todos los cadáveres antes de sepultarlos e introducir sus datos en la página web. Si no están identificados, no podrán ser sepultados, dijo. Érica Ayala y María Salazar entregaron toda la información a las autoridades para hallar a sus padres, pero hasta el momento, no ha sucedido. 

Érica Ayala dice que su padre tuvo fiebre el 26 de marzo de 2020. El 27 empeoró. Su familia llamó al 911. “Nos decían que no había ambulancias, que no nos podían ayudar porque todo estaba colapsado”, recuerda. Al día siguiente, vieron una ambulancia a unas cuadras de su casa, en la ciudadela Las Orquídeas. En una moto, su cuñado la alcanzó. Pidió que se lleven a Luis Enrique al hospital. El conductor le dijo: “Yo lo llevo y lo dejo afuera”. No había camas en ningún hospital. “Estaba todo totalmente colapsado o no lo querían recibir”, dice Érica Ayala. Tampoco pudieron ingresarlo en una clínica privada. No les quedó más que regresar a su casa.

Contrataron a un médico que, por 120 dólares visitó y examinó a Luis Enrique Ayala. Les dijo que estaba 100% seguro de que era covid-19 y les dio una receta. Los medicamentos no hicieron efecto. Luis Enrique Ayala murió el 30 de marzo de 2020 a las 8:30 de la mañana, a los 70 años, por problemas respiratorios. Nunca se confirmó el diagnóstico de covid-19. 

Cuando murió, sus familiares y vecinos hicieron más de 300 llamadas al 911 para reportar su muerte. Todo fue en vano. Según Érica Ayala, les dijeron “que les ha llegado un comunicado que dice que le digamos a las personas que están insistiendo que vean cómo entierran a sus familiares porque no se puede hacer nada, está todo colapsado”. Seguir llamando no tenía sentido.

Cuatro días después, personal del Servicio de Medicina Legal fue a su casa a recoger a su padre. “Les pregunté a dónde se lo llevaban, y me dijeron que al Hospital del Guasmo Sur y que de ahí nos iban a llamar para ver el cuerpo. No sabemos nada, no nos han llamado”, dice Érica Ayala. Ni ella, ni el resto de su familia, pueden salir a buscar el cuerpo de Luis Enrique: todos tienen síntomas de covid-19. El 6 de abril el Ministerio de Salud les hizo una prueba, pero diez días después tampoco les ha entregado los resultados. 

En Daule, un pequeño cantón que colinda con Guayaquil, la ayuda también tarda y las personas mueren en sus casas. María Salazar no se llama María Salazar pero por miedo a retaliaciones escogió ese seudónimo para poder hablar del caso de su padre. El hombre, de 72  años, murió el 2 de abril sentado en el asiento de su propio carro, mientras su familia buscaba algún hospital que lo recibiera o algún médico que los ayudase. 

El padre de María Salazar se sentía mal y se estaba ahogando, pero nunca se confirmó la causa de su muerte. María Salazar dice que, como último recurso, fueron al centro de salud materno Oramas González de Daule, donde una doctora les dijo “que se muera entonces porque no hay oxígeno, no podemos hacer nada”. Su padre falleció en plena búsqueda desesperada. Llevaron su cuerpo de regreso a su casa y llamaron al 911. 

Medicina Legal fue a verlo cuatro días después, el 6 de abril de 2020. El personal que llegó les dijo que alguien se comunicaría con ellos para decirles dónde enterraron a su padre. “Mi papá estuvo como perro todos esos días”, dice María Salazar, “gracias a esas personas que nunca hicieron nada por ayudarnos nos tocó dormir afuera de nuestra casa”. Una de sus vecinas les prestó una carpa y sillas para que pasaran la noche. Hasta el momento no los han llamado para darles información sobre el cuerpo de su padre, tampoco aparece en la página web del gobierno. Toda su familia quiere respuestas, pero no hay quién se las dé.

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Alfredo Arroyave, dice su hija Noris, murió feliz, acompañado de sus hijos y esposa. Se pudo despedir de su nieto, llamó a sus hermanos y a sus sobrinos. “Nos dijo a cada uno lo que nos quería decir y nos pidió lo que nos quería pedir”, dice Noris Arroyave, “es una de las pocas personas que, en las circunstancias actuales, pudo morir de esa forma, planear su muerte y decidir cómo morir, morir de una forma digna”. Reconoce lo afortunada y poco común que es su situación: tener amistades que ayudaron a que lo lograra. 

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A Noris Arroyave le parece inconcebible que las autoridades sigan diciendo que “todo está bien” o que el sistema no está colapsado. “Me lo vienen a decir a mí, que mi mamá estuvo tres días sentada sin comer ni tomar agua cuando se estaba asfixiando, dentro de un hospital al que ha aportado toda su vida. O que mi papá murió en la casa porque no tenía un respirador y se nos acabó la recarga del oxígeno”, dice. Afirma que las autoridades insisten en sostener una versión de los hechos que ha sido desbordada por la realidad. “El quédate en casa no se sostiene, no sirve, nos superó. Porque no te puedes quedar en casa cuando ves que tu mamá y tu papá se están muriendo”, dice Noris Arroyave. 

Mientras hablamos por teléfono se escucha la voz de su hijo de cinco años que quiere pedirle algo. “No entres, más afuerita, un poquito más lejos”, le dice ella. El pequeño quiere que lo lleven a la Bahía, el corazón comercial de Guayaquil, para comprar un juego. Noris Arroyave le explica que todos los locales están cerrados y que por la cuarentena no pueden salir. 

Después de unos minutos, la negociación termina, y el pequeño entiende la situación. Noris Arroyave le dice “ya sabes que no puedes entrar”. Me explica que está aislada porque sus papás fueron casos confirmados y su hermano mayor también tuvo síntomas graves de covid-19. Ella no ha tenido ninguno todavía, pero teme ser asintomática y contagiar a su esposo y a su hijo. “No he podido tener un luto digno”, dice Noris Arroyave. Incluso en momentos de tanto dolor e impotencia, debe quedarse sola, con su dolor y su indignación, para proteger a su familia. 

Originalmente, este texto decía que Jorge Wated era el director la Fuerza de Tarea Conjunta. Wated es el coordinador del equipo sanitario de emergencia de la Fuerza Conjunta de Tarea, encargado de la recolección y la inhumación de cadáveres durante la emergencia sanitaria. Se ha corregido esa imprecisión.