La primera estampida es breve. Los parques de El Arbolito y El Ejido, en la boca del centro de Quito, son la parte más ancha de un embudo conflictivo que se angosta sobre la intersección de la avenida 6 de Diciembre y la avenida Tarqui: cientos de personas quieren subir la pequeña cuesta que llega hasta la Asamblea Nacional, pero no van a lograrlo —aún no lo saben y por eso, quizá a pesar de eso, lo intentan. Los manifestantes en la línea de fuego —casi todos hombres, jóvenes, rápidos, irreflexivos— lanzan petardos y arman barricadas con lo que encuentran. Usan ramas, vallas metálicas, pedazos de concreto y adoquines que ellos mismos han picados de calles y veredas y van empujando, queriendo penetrar en el territorio que consideran enemigo.
La Policía, en el terreno alto, cerca de la Asamblea Nacional, los espera: apuntan las bocas de sus armas, redondas como O mayúsculas, y las hacen escupir gas lacrimógeno: pufts, pufts, pufts dicen las escopetas y la gente calla. Temerarios vanguardistas, empujan la barricada, ganan unos metros, y todos los que están detrás, aplauden y vitorean. Entonces la Policía saca el manual y lo aplica completo: se multiplican los putfs, putfs, putfs y el olor a gas llega a la retaguardia de la protesta, que asustada, se repliega en estampida. Fue una estampida breve.
“Es una tarde hermosa”, le dice una periodista a otra en un tono de desasosiego. Es como si dijera que la violencia que vemos, oímos y olemos, es indigna del dorado y naranja fulgurantes y las nubes robustas y definidas del cielo quiteño.
Es el 11 de octubre de 2019 y el Ecuador lleva ya nueve días de parálisis. El movimiento indígena es un mosaico de intenciones, pedidos y liderazgos que ha llegado por oleadas a Quito a oponerse a la eliminación del subsidio al diésel y la gasolina que ha decretado el gobierno de Lenín Moreno. Nueve días con sus noches ha vivido el país en zozobra, en una rutina que es una herida que seguimos escarbando: las mañanas pasan más o menos tranquilas y desde el mediodía empezamos a hurgarnos la cicatriz. En la protesta se mezclan vándalos, se infiltran agentes del caos, se pierden los nortes, se arruina la posibilidad de sentarse a la mesa a conversar.
Es un punto muerto: el gobierno dice que no reprime y los manifestantes que no son violentos. Hacia el final de las tarde, nos la arrancamos de cuajo y empieza a doler y sangrar de nuevo: heridos, muertos, acusaciones de vandalismo, evidencia de excesos policiales. Hay más de mil detenidos, al menos cuatro muertos y casi una centena de heridos, entre civiles y policías. El saqueo y el vandalismo han dejado pérdidas que se tabulan en millones y el terror se ha apoderado de los habitantes de la capital. Cuando la tarde caiga, Quito se hundirá en la noche como un barco que naufraga: todo es incertidumbre.
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A medida que se avanza por la avenida 6 de diciembre de Quito, el animal de la protesta va cambiando de piel: cerca de la esquina con la avenida Patria, donde la Casa de la Cultura —base del movimiento indígena para la protesta— se ve frente a frente con un McDonalds y de reojo a la Fiscalía General del Estado, la cosa está tensa pero tranquila.
Hay vendedores ambulantes de vuvuzelas, agua, mascarillas desechables con bicarbonato, y el aroma festivo de las fritangas y fogones inundan el aire. A medida que se avanza, apenas unos doscientos metros, la anatomía de la manifestación va cambiando. Junto a la estación de la Ecovía hay un muro enano de piedras que cubre la calzada y es como si trazara la línea donde empieza lo jodido. El aire aún tiene un dejo a carbón y animal, a comida callejera, pero se mezcla con la fetidez del caucho quemado y las ramas ardientes. Hay pequeñas fogatas sobre la calle, pero quienes están ahí, en su mayoría, no participan —ven y alientan.
Trescientos metros más adelante, la boca del animal está abierta. Devora y escupe al mismo tiempo: come gas lacrimógeno y a veces lo regurgita hacia la policía. Otras veces, le lanza petardos con cañones improvisados de plástico pvc. Son voladores diseñados para propósitos más alegóricos, pero en estos días —en estos tristes nueve días— no hay nada que celebrar en el Ecuador. Pero aún más atrás, el pfisush con el que salen los petardos y el boom que hacen unos segundos después podrían confundir a algún observador incauto. Pero aquí no hay fiesta: hay ira, agresión, odio, represión. Y las armas caseras despejan cualquier idea de que la protesta es simplemente pacífica. Aquí está pasando algo mucho más oscuro, complejo y retorcido de lo que muchos quisieran creer. En un enfrentamiento como este, no hay falsos dilemas posibles. Es una suma de dolores, carencias, oportunismos, ventajismos y contradicciones.
La segunda estampida sucede cerca de la mitad del parque. Es breve también, pero su carga de horror es más evidente: una brigada de médicos voluntarios carga a un herido en una camilla improvisada, que parece más un telar que un instrumento de socorro.
Como ellos, al menos otras siete brigadas recorren los parques, con una bandera blanca y una cruz roja en el centro, trotando entre donde cae un herido y el punto de socorro. El galope incesante, su estandarte improvisado, su vocación de ayuda, es la más clara señal de esperanza que hay aquí, donde las cosas se están poniendo cada vez peores.
El paisaje está cubierto por un filtro gris humeante a través del que todo se ve descorazonador. Los árboles del parque crujen mientras la gente les arranca las ramas para hacer más fogatas para contrarrestar los efectos de las bombas lacrimógenas que empiezan a llover con más frecuencia. Vuelan en parábolas de espirales plomizas y traen escozor, ahogo, lágrimas. Huele a un picante nauseabundo que se te mete en el cuerpo por los ojos, la nariz, los poros, la mente.
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Se llama clorobenzilideno malononitrilo, en verso químico se escribe C10H5ClN2, en jerga de expertos se lo conoce como Gas CS y todos los demás le decimos lacrimógeno. “Es generalmente aceptado como no-letal”, dice alguien que sabe de estas cosas y, por lo mismo, no puede dar su nombre. El generalmente es un matiz histórico importante porque más de una vez una bomba lacrimógena ha matado a una persona. En abril de 2019, por ejemplo, murió Edison Cosíos, un joven que estuvo postrado más de siete años después de que un policía le disparara una bomba lacrimógena en la cabeza.
Esta tarde, en el parque El Ejido de Quito, el mismo lugar donde hace más de cien años, el presidente Eloy Alfaro fue quemado por una turba enemiga, los recorridos parabólicos de las bombas se multiplican y el gas inunda el parque. La gente vuelve a correr, y las estampidas ya no son esporádicas, sino olas de una misma marea. La gente corre hacia los puestos de auxilio de las brigadas médicas, que los esperan con agua y bicarbonato que alivian los efectos del clorobenzilideno malononitrilo convertido ya en el aroma de esta aciaga temporada quiteña.
Los reporteros y fotógrafos en el lugar, sufren los mismos efectos que todos los demás en el parque —vaya tontería para decir: son también personas. Pero hay manifestantes que han comido demasiado del odio del poder hacia la prensa y se desquitan con los periodistas de a pie, los que están ahí, llorando entre arcadas, con miedo, pero haciendo su trabajo. “Oye mamaverga, no le tomes foto al árbol, anda métete adelante a tomar”, le dice un jovencito vestido de negro a un fotógrafo que, con los ojos hinchados, le explica que de allá, de allí adentro, de allí adelante, viene tomando fotos. Pero el chico está cegado: “Enemigos del pueblo también son”. Otro fotógrafo, frente a un reclamo similar, pierde la paciencia: “Hasta que no vean a uno de nosotros muerto, no van a estar contentos”, le dice a un manifestante que le dice cómo hacer su trabajo y lo acusa de estar en contra de la manifestación.
Un nuevo baño de gas elimina la discusión. Hay que replegarse porque respirar es imposible, ver es imposible, pensar es imposible. Entonces protestante y fotógrafo caminan en la misma dirección, buscando la misma ayuda, y delante de la enfermera que les ofrece paños de agua con bicarbonato se miran, se reconocen, y no se dicen nada.
Para esta hora, pasadas las seis de la tarde, suben las estelas humeantes de las hogueras hacia un cielo hermoso e impasible. La Virgen del Panecillo parece asomarse para ver, con sus ojos de aluminio, lo que pasa. La Policía ha repelido a los manifestantes, que están más cerca del parque y más lejos de la bocacalle por la que buscaban subir.
En un terreno aledaño, una pira gigantesca amenaza con convertirse en un incendio. Algunos manifestantes han empezado a lanzar bombas molotov, y el fuego crece y se extiende en el frente de batalla. Detrás de él, varios manifestantes recolectan lo que pueden para reforzar la barricada: quiebran más ramas, sacan del concreto de la vereda señales de tránsito. Han encontrado la escombrera de la construcción de la estación de El Ejido del metro que Quito debe inaugurar pronto en el futuro —aunque en estos días hablar de futuro parece de una absurda ingenuidad o una torcida necedad.
Sacan piedras, varillas, hasta un baño portátil que botan sobre la calzada. La gente aplaude mientras un grupo de jóvenes empuja corriendo el baño que, horizontal, bota todas sus execrencias y deja una estela escatológica mientras el baño va convertido en trinchera, hacia la bocacalle, donde la violencia ha escalado.
Allá, en la primera fila, la intensidad se mantiene encendida. Un poco más atrás, sin embargo, el cuerpo de la protesta está cansado. Empieza a desgranarse hacia la Casa de la Cultura, en cuyos exteriores, pronto habrá, también, un enfrentamiento en el que la Policía impondrá su ley —la de la fuerza.
Pero detrás de la avenida Patria, donde empieza el parque, donde se trazan diagonales entre el ágora donde está el movimiento indígena y la Fiscalía General del Estado, el McDonalds está despachando sus hamburguesas, papas fritas y helados bañados en caramelo. Por prevención, el único guardia privado que vigila el local, ha cruzado su tolete en las manijas metálicas de las puertas principales. Cuando alguien llega, por la pequeña rendija entre las puertas, el guardia, con la mirada desdibujada por el miedo, pregunta “¿Va a consumir?”, y según eso, abre la puerta.
Afuera ya se ha hecho de noche, y cientos de manifestantes empezarán a caminar de regreso por la avenida 6 de Diciembre. Pasada la medianoche, el estruendo de una gran explosión alertará a toda la ciudad. La Ministra de Gobierno dirá que unos manifestantes hicieron volar un tanque de gas. Otros acusarán al gobierno de atacarlos con un artefacto de alto impacto. El sábado 12 amanecerá mostrando a Quito como un barco que naufraga. Ya es de día y todo sigue siendo incertidumbre y a medida que las horas avancen, la violencia y el miedo lo irán hundiendo aún más: a las tres de la tarde, la ciudad será militarizada y regirá un toque de queda.