Dos meses después de que fuera borrado, Apitatán dibujó los últimos trazos de uno de los mechones de cabello de una mujer besándose con un hombre. A sus dos extremos estaban, posiblemente, las figuras que más incomodaron a algunos vecinos y transeúntes del barrio de Bellavista, un barrio del centro norte de Quito: la figura de dos parejas del mismo sexo besándose.
Tanto les molestó que el 1 de julio de 2019 alguien levantó el teléfono y marcó a la Policía que llegó, detuvo al artista urbano, que tuvo que dejar inconclusa su obra. Unos días después, el mural estaba cubierto por una capita blanca, como si el barrio fuese un sepulcro blanqueado: la podredumbre, por dentro. Activistas y defensores de derechos humanos cuestionaron la eliminación del mural pintado, con el permiso del presidente del barrio, aunque sin la anuencia de los censores barriales por activista defensores de derechos humanos.
La obra era una celebración: el artista la terminaba tres semanas después de la histórica sentencia de la Corte Constitucional que aprobó el matrimonio entre personas del mismo sexo en el Ecuador. Era el fin de una lucha de décadas. Empezó en 1997, cuando la homosexualidad dejó de ser un delito, y aceleró en su recta final el 5 de agosto de 2013 cuando Pamela Troya y Gabriela Correa se presentaron en el Registro Civil y pidieron un turno para su matrimonio civil. Era un acto de amor con carga política: así es la vida cuando existen ciudadanías de segunda clase.
La respuesta estatal fue la esperada. El Registro Civil se los negó porque, adujo la lengua de concreto del Estado, según la Constitución y el Código Civil, el matrimonio sólo era posible entre un hombre y una mujer. Seis años más tarde, una Corte Constitucional independiente, dijo que la Constitución no podía leerse, ni entenderse, de manera aislada y la interpretó a partir de una opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que declara el acceso al matrimonio igualitario como un derecho que debía ser reconocido por los Estados que son parte de la Convención Interamericana de Derechos Humanos –entre esos, el Ecuador– y falló a favor de la igualdad. La respuesta de los grupos conservadores fue inmediata. Monseñor Eugenio Arellano, presidente de la Conferencia Episcopal del Ecuador, dijo que la Corte no estaba facultada para reconfigurar la Constitución aprobada en 2008. El mural de Apitatán era una celebración pública del fallo constitucional pero era, también, un desafío al conservadurismo local que terminó por taparlo.
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Sentirse ofendidos por el arte, o por el lenguaje, no es patria de pocos, ni patrimonio exclusivo unos u otros. Algo parecido sucedió en Brasil en 2018 con la exposición Queermuseu. La muestra exploraba la identidad de género a través de obras de mediados del siglo XX. La mañana después de su inauguración, un grupo de personas llegó a la muestra con pancartas que decían “zoofilia” y coreaban un estribillo de resentimiento: “La blasfemia no puede esconderse con el arte”. La exposición de 264 obras del curado Gaudêncio Fidélis fue clausurada.
La censura no solo causó reacciones a favor y en contra. También abrió un debate sobre los derechos de las personas LGBT en Brasil, uno de primeros países en legalizar el matrimonio igualitario. Además, se comenzó a discutir sobre lo que era y no era arte. Al final, la muestra fue reabierta.
No es una historia que es solo latinoamericana. En abril de 1990, la muestra The Perfect Moment, del fotógrafo estadounidense Robert Mapplethorpe, fue inaugurada en el Centro de Artes Contemporáneas de Cincinnati. Apenas abrió, la muestra –que ya había sido cancelada en la Galería Corcoran de Washington D.C.– causó protestas y pedidos de censura. la fiscalía local llegó al punto de enjuiciar penalmente a Centro de Artes Contemporáneas y a su director, Dennis Barrie, por montar la obra.
No es solo una historia quiteña. En 1994, la obra La adolorida de Bucay, del artista Hernán Zúñiga ganó una mención en un concurso pictórico organizado por el Museo Municipal de Guayaquil. El cuadro era una representación del rostro de Lorena Bobbit –la ecuatoriana que le cortó el pene a su marido abusivo– vestida como la Virgen de la Dolorosa. El alcalde ese entonces, León Febres-Cordero, ordenó que fuera descolgada del museo de la ciudad y prometió que mientras él viviera, no se volvería a exhibir.
Como esas obras, el mural de Apitatán terminó por sortear las censuras. La mañana del 6 de septiembre de 2019, Apitatán tomó una de las latas de pintura que llevaba en una canastilla de plástico ellas para el último trazo. El mural estaba listo. Es exactamente igual al que estaba en Bellavista. La idea de replicarlo fue de Diálogo Diverso, una organización que trabaja por los derechos LGBTI, y tuvo el patrocinio de CARE Ecuador. “Seguiremos apoyando este tipo de actividades que sensibilicen y promover la igualdad en los espacios públicos y privados a través del arte”, dijo Danilo Manzano, activista LGBTI.
La construcción de ciudades inclusivas va más allá de hacer un mural. Se construye con políticas públicas, diálogo y generación de espacios para la diversidad. En 2016, Quito ratificó la agenda urbana para la construcción de ciudades inclusivas y libres de violencia para todas las personas, pero la declaración aún le queda corta a una sociedad que, por ratos, parece demasiado sensible con lo que está pintado en sus paredes –pero no tanto, con lo que sucede dentro de ellas.