Cuando la Corte Constitucional del Ecuador reconoció el 12 de junio de 2019 el derecho al matrimonio igualitario, sentó un precedente histórico: las garantías civiles están por sobre las creencias personales o las posturas religiosas sobre la homosexualidad. El fallo no era un favor, ni un gesto caritativo, ni una deferencia de amigos a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sino el reconocimiento urgente de una comunidad que en el Ecuador ha sido históricamente perseguida y marginada. Ahora muchos grupos antiderechos que se alzan en contra del fallo están aferrándose a tecnicismos legales para revertir la decisión de la Corte y, al igual que Abdalá Bucaram en Twitter, están camuflando su odio como tolerancia. Esta condescendencia mundana no es nueva, sino una de las expresiones más antiguas y recurrentes del odio.

La decisión de la Corte rompió con la lógica de la caridad católica y de los amiguismos personalistas que ha untado al Estado y a la cultura ecuatoriana por siglos. El debate no se situó en torno a cuestiones morales, sino al respeto de nuestras leyes a los derechos humanos, en este caso, según lo determinado por  la opinión Consultiva de la Corte Interamericana. Fue un paso importante porque era lo mínimo que se podía pedir. Lo demás —los curuchupismos, los reparos de la iglesia, la incomodidad de Bucaram— eran secundarios al respeto del Estado por los derechos de la comunidad LGBTI.

Los debates podrán seguir. También tenemos libertad de culto en este país, por lo que las determinaciones de la iglesia católica y el cristianismo en general seguirán pesando en la opinión de muchas familias ecuatorianas: caduno, caduno.

El matrimonio igualitario, al igual que el aborto por violación, o el derecho a la educación sexual tocan nervios culturales muy sensibles en el país. Por eso, en términos muy prácticos, los derechos civiles nos facilitan el debate: sin importar qué piense uno sobre las prácticas sexuales de los demás, el respeto por sus  derechos garantiza mínimamente que todo ese bagaje cultural no intervenga o violente su vida —vivir y dejar vivir.

Pero la respuesta de gran parte del conservadurismo en el país ha desnudado no solo el anacronismo de sus doctrinas, sino el odio latente en su negación de los derechos de otros seres humanos.

Este odio no siempre  se muestra explícitamente. En la mayoría de casos, de hecho, se ha mimetizado como una suerte de tolerancia hacia la comunidad LGBTI. “Tengo amigos gays, pero…”, ha sido una de las aclaraciones recurrentes de gente cercana y políticos que no quieren parecer virulentos sino simples defensores de la Constitución.

La palabra amigo es empleada indiscriminadamente como una especie de coartada o escudo táctico para suavizar una agenda que podría ser mucho más virulenta y discriminatoria.

La intolerancia con frecuencia es tímida: se escabulle entre eufemismos y racionalizaciones caritativas y supuestamente bondadosas. El odio puede ser tan sútil, como chabacano. Por eso este tema se ha vuelto recurrente en la literatura del siglo XX, a partir del Holocausto, que ocurrió en un momento y contexto histórico donde se creían superados desastres humanos de ese tipo.

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En 1962, la filósofa Hannah Arendt —quien tuvo que escapar de la Alemania nazi— fue asignada por la revista The New Yorker a cubrir el juicio en Jerusalén de Adolf Eichmann, una de las principales figuras del Holocausto. Sus escritos se publicaron en partes con el título Eichmann en Jerusalén: un reportaje sobre la banalidad del mal, y combinaban la reportería periodística con sus propias reflexiones sobre el acusado, el antisemitismo y el mal. Su trabajo desarrolla a fondo “la banalidad del mal”: una idea clave para entender la facilidad con la que el odio y la violencia pueden ser adoptados por gente, en teoría, decente.

“Más allá de los esfuerzos de los fiscales”, dice Arendt sobre Eichmann, “todos notamos que este hombre no era un monstruo, y se nos dificultó no considerarlo un payaso”. Para la filósofa, Eichmann era un ejemplo del dilema entre el horror indescriptible de los actos de un ser humano con poder y de su innegable ridículo e intrascendencia.

Eichmann no es retratado por Arendt como un capataz despiadado y calculador, ni tampoco como un ideólogo del antisemitismo en Alemania, sino como un hombre inseguro, ordinario, labioso y por sobre todo absolutamente incapaz de “pensar desde el punto de vista de alguien más”.

Arendt no buscaba trivializar el mal al llamarlo banal. Más bien, pretendía reconocer las motivaciones mundanas de quienes lo perpetúan y el lenguaje común que pueden emplear para no reconocer las implicaciones de sus prejuicios. “El mal”, escribió Arendt en una carta en 1964, “se esparce como un hongo sobre las superficies”. En el discurso, el mal puede entremezclarse entre palabras amistosas y poses tolerantes.

La advertencia de Arendt ha sido motivo de mucho análisis porque nos alerta del mal hecho “con buenas intenciones” y de los disfraces cotidianos que puede vestir. Donald Trump es otro ejemplo más contemporáneo: ha repetido vehementemente que “es amigo de los mexicanos y que los ama”, y que es la “persona menos racista posible”. En su caso —como en la de los antiderechos— la palabra ‘amistad’ es un gesto vacío porque no brota de —o de ellas no brotan— acciones concretas que le den sentido.  

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A lo largo de la historia, el odio, la discriminación y la violencia han logrado escurrirse a través de palabras ordinarias y eufemismos.

Ahora, muchos ‘amigos’ de las personas LGBTI aseguran oponerse a sus derechos civiles por razones legales.

Pero no caigamos en la trampa: si alguien se opone a que alguien más goce de sus mismos derechos, no es su amigo.

La historia de la discriminación no ha sido siempre construida desde lo monstruoso. Por el contrario: con demasiada frecuencia ha sido perpetuada desde los eufemismos, de gente que aclara que tiene “amigos negros, gays, judíos…pero”.