Mi primera impresión sobre su pensamiento fue hace años, cuando me empezó a interesar la política. Compré un pequeño libro liberal hasta el tuétano donde usted hablaba del imperio de la ley y de la separación de poderes. En algunos aspectos de su gestión, Quito ha sufrido del gobierno de hombres y no de leyes.
Quince años después, todavía admiro profundamente esos principios. El camino fácil sería creer cuando alguien los evoca como parte de su ideario. No obstante, comprenderá que hoy es difícil no ser escéptico por la experiencia de los últimos doce años en que académicos aparentemente liberales se transformaron en sacristanes apenas hubo poder.
Quito es una ciudad rota que necesita visión y liderazgo. Pero también necesita conocimiento sobre las dinámicas que dan forma a la ciudad y permiten que todos los ciudadanos accedan a oportunidades. Por eso me entusiasmó la propuesta de escribir esta carta abierta. Me entusiasmó más que su plan de gobierno, para ser franco.
Tiene propuestas a las que un urbanista como yo se sumaría al instante. Lo he visto moverse más cómodo en el mundo de la ciencia política. Sin embargo, su plan trata temas actuales, necesarios, abordados con conocimiento. Intuyo que su equipo sabe de lo que habla.
Pero no hablas de economía. Y no me refiero a un plan económico. Las ciudades ecuatorianas están condenadas a sufrir las políticas económicas idiotas impuestas por gobiernos nacionales de derecha e izquierda. Hay pocas vías de escape.
Una de esas es la economía local.
Hemos hecho un esfuerzo sobrehumano para domesticarla. Por suerte, hemos tenido poquísimo éxito. Un alcalde creativo destrabaría la economía urbana eliminando las distorsiones que han causado las más de ochocientas ordenanzas vigentes, desde el Plan de Uso y Ocupación del Suelo hasta la Licencia Única de Actividades Económicas. Ese corpus regulatorio enorme bloquea las relaciones entre ciudadanos en formas que ni el más agudo asesor detecta. Y sin embargo, allí están, impidiendo que la economía local se desarrolle.
Su evaluación, César, del daño que ha causado la corrupción es necesaria y, aunque el alcalde no tiene entre sus competencias luchar contra ella, sería refrescante que su liderazgo la erradique del aparato municipal. Pero no ha evaluado el daño que han hecho la planificación, las políticas y la normativa que sí se implementaron apegadas a planes y procesos.
Ahí está el embrollo. La Quito de 2019 es la sumatoria de todas las consecuencias no intencionadas de políticas públicas planteadas con buena fe. Se han hecho vías, se han aprobado ordenanzas, se ha recuperado el patrimonio y se ha construido sistemas eficientes de agua y alcantarillado.
Pero casi como reloj, las vías han motivado la construcción alejada del núcleo, desatando un crecimiento expansivo de la frontera urbana. Muchas de esas ordenanzas elevan el costo del suelo o de abrir un negocio. Como consecuencia, han excluido a miles de ciudadanos pobres y migrantes del mercado inmobiliario y laboral.
El patrimonio se ha rescatado pero la incidencia de esos gastos millonarios en la prosperidad de barrios y ciudadanos es prácticamente nula. ¿Podría alguien haberlo predicho? Sí, eso lo afirmo. Quien se preocupe por el impacto económico de las decisiones públicas lo pudo haber sabido desde un principio.
Su plan da por sentado el actual derrotero de desarrollo urbano y ofrece, como cambio radical gestionarlo, honestamente. No cuestiona las distorsiones de la economía local que exacerban las contradicciones de la economía nacional.
Habla de proyectos conectores como el distrito de innovación. Barcelona, Boston y Buenos Aires demuestran que eso funciona, si se lo hace bien.
Tiene proyectos políticos como el Estatuto autonómico que no cambiará nada pero le ayudaría a cerrar filas y crear unidad e identidad.
En movilidad, espacio público o patrimonio se nota que diagnosticó problemas importantes y que obtiene sus ideas de las mejores prácticas globales.
Pero como decía, César, Quito es una consecuencia. A la ciudad la construye su gente, aunque nos pese a los planificadores. Su forma es el resultado de miles de decisiones personales que toman a diario casi tres millones de ciudadanos. Cuando planificamos la vida de los otros e imponemos visiones modernizadoras que encarecen la vida cotidiana, esas decisiones van a ser contraproducentes. Quito ha sido presa de las ínfulas modernizadoras, y nunca nadie detectó el potencial conflicto.
Los cuatro años del periodo que vienen serán de confrontación constante entre planificadores (que deciden por millones) y cada ciudadano de entre esos millones tratando de encontrar una manera de circunvalar esas decisiones. La visión de un ciudadano elegido por un 60% 70% u 80% del voto popular tendrá un 20% 30% o 40% de detractores y deberá luchar para imponerla. Y la imposición le pone fecha de expiración.
Los ciudadanos construyen la ciudad a diario. Los últimos treinta años lo han hecho a pesar del municipio. El alcalde no es un político. Su trabajo es de coordinación para asegurar servicios de calidad e ininterrumpidos. Un árbol da la misma sombra y el agua sale por igual cuando abrimos el grifo sin importar quién lo siembra y gerencia el parque o quién construye y gestiona la planta de agua potable.
Se lanza a la alcaldía de una ciudadanía rota, cansada, hostil, con un municipio obeso, indolente, metiche y controlador. De llegar, cargaría con el peso de una estructura institucional hecha a la medida del anterior alcalde, y pensada para gestionarla con un círculo de administración reducido y muchos soldados. Tendría que enfrentarse a una burocracia empoderada, con lealtad al proyecto de engrandecimiento de lo público y desconfiada de la acción ciudadana.
Le tocaría remar contra la inercia y un aparato normativo orientado hacia el control de cada actividad ciudadana, construido desde la subordinación a los planes nacionales y desde un proyecto modernizador a la fuerza.
Se va a topar con un municipio que es el equivalente de la plataforma financiera que pisa desproporcionada y gigantesca, deshilachando el tejido urbano a su alrededor. Una institución podrida por todos lados, corrupta y mañosa, entregada a sindicatos públicos y a empresarios golosos.
Y me parece que en eso se centra su plan: Obras sin corrupción. Eso buscamos todos, ¿no? Eso añoramos luego de diez años de desvalorización de lo local y al menos veinte de gestiones sin brillo.
El buen alcalde es un conserje. Su trabajo es discreto: mantener engrasadas las bisagras para que las puertas se abran bien y limpias las ventanas para poder mirar afuera. ¿Estás dispuesto a serlo?