Varios enjambres de pasantes vuelan por la casa museo Muñoz Mariño: mueven sillas, ordenan platos vasos cubiertos, aprietan tornillos, limpian vidrios, separan ropa, toman fotos, suben bajan las escaleras y las vuelven a subir y a bajar. Todo rechina, todo traquetea, todo está a punto de quebrarse —todo tiene el ruido del génesis. Son las dos y media de la tarde del primer sábado de enero, y la colmena tiene la energía que producen glándulas recién entradas en sus veintes. Desbocados, ágiles, a ratos irreflexivos, siguen las órdenes de Karen Cárdenas y Raúl Teba, productora y asistente de dirección de Rabia, la adaptación al teatro de la película homónima de 2009, escrita y dirigida por Sebastián Cordero.
El 2019 es todavía un año nuevo. El equipo de Rabia —originalmente basada en la novela del mismo nombre del argentino Sergio Brizzio— regresa a los ensayos por primera vez después de la pausa de fin de año. Cordero es como un comandante amable, que no alza la voz, y que, cuando da órdenes, carece de la proverbial rotundidad de los directores de cine.
Después de haber presentado Rabia en la casa Cino Fabiani, en Guayaquil, Cordero trae la obra a su ciudad. El elenco tiene un par de cambios: Carla Yépez y Orlando Herrera (extraídos del fenómeno cómico youtubero ecuatoriano llamado Enchufetv) reemplazan a Cilia Figueroa y Víctor Aráuz, como Rosa, la empleada doméstica que protagoniza la obra, y Álvaro, el señorito de la casa donde ella trabaja.
El resto del reparto humano sigue igual. Alejandro Fajardo —quizá el actor más solvente que este país no sabe que tiene— es José María, pareja y desgracia de Rosa. Itzel Cuevas es la señora Elena de Torres, mamá gallina de Álvaro y patrona condescendiente de Rosa. Su marido, el doctor Edmundo Torres, es interpretado por Diego Naranjo. El versátil Luis Mueckay hace de vendedor de gas, de detective y de exterminador de plagas. “Luis hace de los tres” explica Sebastián “porque de cierta forma queríamos retratar a un mismo tipo de hombre pero diferentes versiones”.
El otro personaje que no repite de la versión guayaquileña es, por evidentes razones, la casa. Sin casa no hay Rabia. “La casa es protagonista”, dice Mueckay mientras se frota las manos para tratar, sin mucha suerte, de conjurar el frío quiteño. El secreto que esconde la casa del infeliz matrimonio de los Torres —lejos ya de sus mejores días— define a la obra. Y la casa museo Muñoz Mariño, en el San Marcos quiteño, hace un trabajo formidable en guardarlo, en mostrarlo en los momentos precisos, en dejar que todo suceda gracias a sus claroscuros, a la piedra de su piso, a los sonidos que amplifican en ecos que son como estertores de otros tiempos, a su silencio.
La adaptación de Cordero coloca al público en medio de la obra. No hay silletería en el sentido convencional. Los espectadores pueden moverse por toda la hermosa casa museo Muñoz Mariño para ver, como ven los fantasmas, la tragedia que ocurre en la mansión Torres. En algunos ensayos, la producción ha invitado a unas cuantas personas para que funjan de público. A veces José María asusta a una espectadora incauta sin reparar en su presencia. Otras, el doctor Torres tiene que hacerle una finta a otra.
Universo paralelo: Rabia es la obra de una presencia espectral observada por otros espectros, que —a diferencia de las almas en pena— pagan por ver y para que, al menos por una hora y cuarenta minutos, no las dejen salir del Muñoz Mariño.
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El ruido disminuye a medida que las cosas quedan en su lugar. En el patio central de la casa Muñoz Mariño, donde está ambientada la sala y el comedor de los Torres, las sillas y la mesa están listas. Los cuadros están en las paredes. El tocadiscos está preparado para tocar Sombras. Es curioso: Rosa escuchará el pasillo con la ilusión romántica de los incautos, a pesar de la ominosa advertencia que encierra; la señora Torres, en cambio, con la resignación de quien sabe que las profecías más terribles suelen cumplirse.
Son las cuatro de la tarde. Afuera, el sol ya renunció. El mundo se ha acordado que, en Quito, ya es invierno y se ha puesto frío. Pero adentro el calor de los cuerpos en movimiento mantiene la temperatura. Todo está en su sitio. Todo va a empezar.
Pero, como siempre en el teatro, como todo en el teatro, hay un imprevisto: hay unas escenas que necesitan una conexión a internet y el modem que daba la señal ha desaparecido.
Káren Cárdenas y Raúl Teba empiezan a preguntar por Ángel. Ángel es el diligente encargado del museo. A ratos mira al elenco como quien ruega que no dañen nada, pero en otros momentos se interesa por la obra en construcción. Sin embargo, pasa una hora más, y no hay quién pueda devolver la inalámbrica señal de Internet. Uno poco antes de las cinco, deciden ensayar en modo avión. La pasada de este ensayo será de corrido. Es la primera que harán este año. “Solo vamos a parar si hay alguna catástrofe”, dice Cordero.
Antes, mucho antes, en el improvisado cuarto de actores, Alejandro Fajardo, en el inicio de su metamorfosis, empieza a elegir su vestuario. “Estoy cagado de miedo”, dice mientras se pone una camiseta blanca sobre el torso definido. “Porque es otra obra”, dice ladeando la cabeza y sonriendo a medias, como si ya lo hubiese aceptado. “En Guayaquil, yo estaba enamorado de Rosa. Ahora, acá, como es otra actriz, no sé, ya no es tan romántico” dice, mientras se pone unas botas negras. “Su relación acá tiene que ver más con la posesión. Estoy más cerca del José María de la película”. Dos semanas después, Sebastián Cordero dirá algo parecido: “Es como si fuera la misma partitura, pero hay otro ambiente, otra sensación. Siento que es otra obra”.
Pero en el primer ensayo, aún todo está muy tierno. Diego Naranjo pasa detrás de Fajardo. Tiene que escoger el terno con el que su personaje regresará de una boda. “¿Está bien ese?”, le pregunta Cordero, cuando el hombre que será el doctor Torres se está probando una leva caqui. “Verás”, les responde Naranjo “acá en la Sierra, mejor un traje oscuro”. Cordero, asiente, y Naranjo enumera: la corbata negra a rayas blancas, terno negro, camisa blanca, guantes de cuero. Mueckay entra y le hace una reverencia de exageraciones: “Qué elegancia, señor Torres. Ya es hora de que me pague lo que me debe”.
Cordero sonríe, y sale. Pregunta quién va a ayudar a a Fajardo a subirse a un techo. Va a la planta alta, examina el cuarto de Rosa, que ya no es Carla Yépez peró aún no se encarna del todo en el cuerpo y alma de la empleada de los Torres. Yépez está arrimada sobre el mesón de la cocina repitiendo sus líneas. Fajardo se le acerca y repasa con ella. “Yo me apoyo en ti y tú te apoyas me mí. Así funciona esto”, le dice. Días después dirá que trabajar con Fajardo es “increíble. Cuando nos miramos, me transmite tanto”. Ese primer día, Yépez lo escucha y asiente, y vuelve a la abstracción de la lectura de las hojas guardadas en una carpeta de colegiala. Mueve el pie izquierdo inquieta, como una adolescente a la puerta de un examen.
Todos recitan sus parlamentos en voz baja. Mueckay da vueltas sobre su propio eje. Repite las líneas de sus personajes. Ya no es el tipo que bromeaba con el equipo. Ni el que se comía un helado de chocolate blanco mientras elegía el vestuario porque no alcanzó a almorzar. Ni al que Naranjo le ha preguntado por qué come helado. Ni el que le ha respondido, vocalizando pero sin emitir sonido alguno “no he comido nada” apuntando la mano, hecha un botón de rosas sin abrir, hacia la boca. Tampoco es ya al que Cordero le ha preguntado “¿Aguantas?” y el que le ha respondido al director que sí, y peor es el que le ha dicho a Cordero que no, que no le traiga nada, que le duele un poco todavía la cabeza y al que Naranjo le ha ofrecido una pastilla de ibuprofeno.
Ahora es un detestable vendedor de gas, un detective intimidante, un fumigador confianzudo. Mueckay cumple con ser el arquetípico transgresor de espacios personales ajenos aunque vaya vestido de distintas maneras —tal como lo ideó Cordero.
El experimentado actor musita sus líneas, hace miniaturas de sus gestos. “A mí ya me lo contaron todos”, “¿Vas a querer el gas o no vas querer el gas?”, “A ti te quieren en esta casa”. Naranjo va de la lavandería al cuarto de los señores Torres en un trance similar. No parece estar memorizando sus parlamentos, sino ofreciéndolos. Orlando Herrera, que hace del insustancial y engreído Álvaro, ha repetido unas veinte veces su entrada a la casa. Camina, se detiene, otea si hay alguien cerca, y busca una botella de vodka que su madre —Itzel Cuevas— esconde.
Cuevas está más quieta, en una esquina, viendo al suelo, perdiendo la mirada en el vacío, que es la única forma de mirar que tiene la señora Torres.
La carpintería ha disminuido. El silencio ha leudado y ocupa mucho más de la casa que antes.
Antes de empezar, todo el equipo se toma de las manos. Los que están en la planta alta se estiran para no perder el contacto con los que están abajo, agarrándose de las piernas, las manos, la extremidad que alcance para no perder la conexión. Cordero da las últimas indicaciones. “Que tengamos un gran proceso. Vienen días emocionantes. Espero que los disfruten como todos nosotros”. Cuando Cordero da la orden, un grito creciente y comunal es la señal de que esto va a suceder, que no hay marcha atrás:
Uno
dos
tres
cuatro
cinco
seis
siete
¡Mierda!
El último abrazo y los pasantes corren a sus sitios. Cordero da un paso hacia atrás, cruza los brazos y se pone a la sombra. Todo queda en silencio.
Antes de tomar su posición, Fajardo se sienta brevemente en un mueble de la sala. Empieza a encogerse sobre su estómago hasta que se pone la frente casi en las rodillas. Cuando se levanta está clarísimo: la existencia de Alejandro Fajardo ha quedado suspendida. Ese hombre que está sentado ahí se llama José María. Y más vale tener cuidado de él.
Pronto aprenderemos de lo que es capaz.
§
La pasada toma más tiempo de lo esperado.
Algunos errores en la comunicación, hijos de la desaparición del módem, obligan a parar, repetir, a reiniciar algunas escenas. El tocadisco provisional no suena en el momento que tiene que sonar, suena un timbre que no debe sonar, Álvaro y Rosa conversan junto a la cocina, cuando debieron llevar la acción a la sala.
A medida que pasen los días, todo irá cobrando forma. No solo en un sentido material —los platos se llenarán con comida real, el encargado de la iluminación habrá entendido mejor a la casa—, pero también Rosa será cada día más Rosa, los Torres nos evocarán todos los decenales matrimonios infelices que conocemos en la realidad que sucede fuera del Muñoz Mariño.
Las jornadas se harán más largas, habrá momentos de tensión. Mueckay dirá que se ha perdido un guante de su personaje de fumigador, y los productores les recordarán que son responsables de su vestuario. Naranjo dirá que sí, pero que la ropa tiene que estar planchada, y eso no hacen ellos. Cordero solo intervendrá para dejar una frase conciliatoria a medias “A ver, no nos pongamos en…”. Teba zanjará la discusión diciendo que todo lo que hacen y piden es para ayudar a los actores. Luis Mueckay dirá que no dirá más, y la obra será ensayada una y otra vez, una y otra, y otra, y otra durante días y días.
El domingo antes del estreno, el ajetreo preparatorio de aquella tarde de sábado no existe más, pero hay otras urgencias. La señal de internet sigue dando problemas, un par de cosas se han roto, otras han sido reemplazadas. El cuarto de Álvaro y el de los señores Torres está amoblado. La casa es cada vez más casa y menos museo. El silencio llenará los espacios cada vez más rápido, como si conociera ya el tiempo que le toma ocupar la casa.
Tras la escena final del ensayo la casa queda a oscuras. Fajardo y Carla acaban de protagonizarla y se abrazan, como si necesitaran de la fuerza y el calor del otro para volver de sus personajes. El enjambre de pasantes, reconvertido en público, ya no volará agitado —apenas respirarán. Y todo quedará en silencio.