María Alejandra Vicuña se va de la vicepresidencia por la misma puerta por la que entró. Tras once meses de gestión, deja el cargo con un escándalo —otro para el gobierno— porque, según su antiguo colaborador Ángel Sagbay, ella le exigió pagos que iban entre los cien y los mil y tantos dólares a cambio de ser su asesor cuando ella era asambleísta. Tras la difusión de un reportaje de Teleamazonas el viernes 26 de noviembre de 2018, empezaron las horas tensas para Vicuña —y probablemente para Moreno, que pierde por segunda vez en menos de 18 meses de gobierno, a un vicepresidente, ambos enlodados por acusaciones de corrupción.
El lunes 4 de diciembre, al final de la posesión de nuevas autoridades, el presidente Lenín Moreno anunció que la “liberaba” de sus funciones. En un acto que parecía desesperado —y que informó en un tuit que luego borró— Vicuña intentaba subsanar el retiro de apoyo político que Moreno acababa de anunciar. Vicuña dijo que había pedido una licencia sin remuneración hasta el 31 de diciembre. La licencia no alcanzó a hacerse efectiva. Al día siguiente tuvo que renunciar, aunque apenas cinco días antes, vehemente como era, dijo que no lo haría. Que no había razón alguna para hacerlo. Pero el martes se vio sin salida. Sin el apoyo de Moreno, con el inicio de un proceso de juicio político en la Asamblea y con una ciudadanía ávida de respuestas ante la corrupción, Vicuña sólo podía irse.
Antes fue Jorge Glas. A principios de octubre de 2017, cuando no había cumplido ni cinco meses de posesionado, ingresó a la Cárcel 4 de Quito por una orden de prisión preventiva, dentro de la investigación de la trama Odebrecht en Ecuador.
Unos días después, tras declarar ausencia temporal en el cargo, Moreno decidió encargarle las funciones —que había retirado a Glas en agosto de ese mismo año— a la entonces Ministra de Vivienda, María Alejandra Vicuña. Lo que vino después quedó para la historia: la sentencia en contra de Jorge Glas y el nombramiento definitivo de Vicuña, luego de que 70 votos en la Asamblea —el número exacto necesario— la eligieron de una terna que incluía a las entonces ministras de Justicia, Rosana Alvarado, y de Relaciones Exteriores, María Fernanda Espinosa. Las tres, correistas convencidas. Las tres, convertidas en morenistas.
¿Qué nos quedará para la historia de la gestión de María Alejandra Vicuña? Poco o nada. A ella, Moreno le encargó ocuparse de cuatro temas específicos que, al leerlos, parecen más encargo obligado que confianza política.
Entre ellos estaba: hacerse cargo de las políticas relacionadas a la economía popular y solidaria, representarlo ante el Consejo Directivo del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social, presidir el comité a cargo de la reconstrucción de las provincias afectadas por el terremoto de 2016, y dar seguimiento al cumplimiento de los resultados de la consulta popular de febrero de 2018.
Esta última fue quizás una de las primeras responsabilidades que le trajo serios cuestionamientos. Una de las preguntas de la consulta popular era aquella que pretendía —y lo logró— dejar inválida la reelección indefinida, que fue parte de un paquete de enmiendas aprobadas por la Asamblea en diciembre de 2015 e impulsadas por el entonces presidente Rafael Correa. En ese momento, Vicuña era asambleísta de Alianza País, y fue una de las mayores defensoras de la reelección indefinida. Su férrea voluntad de impulsarla dio un giro de 180 grados: la misma vehemencia que usó en la campaña de 2015 para convencer sobre las maravillas de la reelección indefinida, utilizó en 2018 para convencer a los ecuatorianos de eliminarla. Antes ya había acomodado su discurso para permanecer en Alianza País.
En octubre de 2013, algunas asambleístas de la organización proponían debatir la despenalización del aborto en caso de violación, entre ellas, Alejandra Vicuña. Bastó que Rafael Correa dijera que estaba en contra y amenazara con renunciar si se insistía en el tema, para que Vicuña diera marcha atrás. Parecía que tenía claro su objetivo: mimetizarse con la naturaleza para sobrevivir. Como el camaleón o el saltamontes, que son capaces de asemejarse a otros organismos, o a su propio entorno, para obtener alguna ventaja. Comer. Esconderse. Sobrevivir.
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La segunda mujer en ocupar el cargo —la primera fue Rosalía Arteaga en 1996 con Abdalá Bucaram como Presidente— mantuvo un perfil poco mediático.
Los periodistas no olvidaremos su metida de pata, cuando al día siguiente del secuestro del equipo periodístico de diario El Comercio, se presentó en el plantón en la Plaza Grande, en donde familiares, compañeros y amigos de los tres secuestrados, exigían su liberación. “El equipo de comunicación que fue secuestrado de El Telégrafo”, dijo con un megáfono. Al unísono la prensa le corrigió: “¡De El Comercio!”. Las críticas le llovieron.
El chat de prensa de la Vicepresidencia de Vicuña, tampoco se caracterizaba por ser popular entre los periodistas. Tenía poca información de interés periodístico. Se enviaban reiterados boletines de prensa de actividades como la firma de un convenio con la Universidad de la Rioja —cuestionada por algunos académicos y representantes del sector universitario— para otorgar 210 becas a ecuatorianos o la invitación a la rueda de negocios para exponer la oferta productiva de las organizaciones de la Economía Popular y Solidaria a los principales representantes de las cadenas hoteleras del país.
Tan simbólicos eran varios de los eventos a los que asistía, que caían en el ridículo: “La Vicepresidenta de la República participó en la inauguración del Acuerdo Nacional para la Gobernabilidad, impulsado por la Presidenta de la Asamblea Nacional, Elizabeth Cabezas”. Como si la gobernabilidad se pudiese acordar en una reunión de ocho horas. Como si la presidenta de uno de los órganos más cuestionados, precisamente por los actos de corrupción que se denunciaron con el escándalo de los diezmos (al menos 10 exasambleístas y asambleístas en funciones tienen procesos abiertos en la Fiscalía por supuestos cobros indebidos a colaboradores) fuera la indicada para convocar a la gobernabilidad. Como si la presencia de una Vicepresidenta con funciones casi invisibles ante la opinión pública, tuviera alguna relevancia en ese intento vano.
Tan desapercibidos pasaban sus convocatorias —e incluso lo que decía ante la prensa— que poco o nada se supo de las declaraciones que hizo en un conversatorio con medios de comunicación el 17 de octubre.
Como política que se adelanta a lo que pueda pasar, respondía ante una pregunta sobre los cobros indebidos por parte de varios legisladores: “Los cobros abusivos que rayan en la extorsión por parte de los asambleístas o ex asambleístas son repudiables y tienen que ser sancionados. Nadie puede tocar el salario de tu equipo de trabajo. Por otro lado está el aporte voluntario de los militantes. Lo digo con conocimiento de causa porque he sido militante”. Su respuesta, mes y medio después, se oye con la certeza de quien se cree intocable. Verla en su contexto parece hoy incluso cruel. Las palabras que en ese momento no significaban nada, hoy cobran su real dimensión.
En octubre, parecía que Vicuña se quedaría hasta el 2021. Se va mucho antes. Y la forma en que lo hizo le quita la imagen de patriotismo y entrega que intentó construir en su carta de renuncia, en la que pretende posicionarse como una mujer política de relevancia nacional.
Más recordadas que sus acciones como vicepresidenta estarán el nombramiento de su padre, Leonardo Vicuña, presidente de Alianza Bolivariana Alfarista (organización para la que supuestamente iban las contribuciones pedidas por su hija), como presidente del directorio del Banco del Pacifico, entre diciembre de 2017 y noviembre de 2018, tiempo que casi coincide con el período de Vicuña en la vicepresidencia. Se recordará también su salida: la renuncia obligada y el inicio de una investigación no solamente en la fiscalía sino también dentro de la Universidad de Guayaquil, ante las denuncias de supuestas irregularidades en la obtención del título de maestría.
¿Qué le deja al país la ahora ex vicepresidenta? La amarga sensación de que, para estar en política, hay que saber mimetizarse. La desconfianza en quienes ejercen la política desde el espectro público. El descontento por una figura cuyas funciones parecen meramente decorativas. La preocupación de ver un país con representantes investigados —o sentenciados— por casos de corrupción. Eso es lo que deja. No la imagen que pretendió construir en sus últimos minutos frente al poder. La mujer luchadora de izquierda, comprometida con su país, sacrificada por la institucionalidad. Esa no ha existido más que en su propia imaginación.