**Este texto tiene spoilers desde la primera línea. Si no quieres enterarte de cosas esenciales de la última temporada de House of Cards, no lo leas.

A Frank Underwood lo mató su fiel patiño, Doug Stamper. Lamento el spoiler, pero siento que nadie que no tenga la obligación de escribir un texto sobre el triste final de House of Cards vaya a llegar al episodio 8 de la sexta (y última) temporada de la alguna vez mítica serie de Netflix.

En el 2013, cuando Netflix lanzó la versión americanizada de la serie británica de 1990, el castillo de naipes golpeó a muchos en el mundo como si fuese de concreto macizo. La hija de 16 años de un buen un amigo le dijo, tras ver la primera temporada de intrigas políticas, cabildeos oscuros y turbios que no podía seguir: “Papá, esa serie es el retrato del lado más oscuro del espíritu humano”.

Kevin Spacey —celebrado, aclamado, vigente— volvía a la televisión (aunque a una nueva forma de televisión) para otro drama presidencial. Cinco años antes había protagonizado Recount, una película de HBO sobre la polémica elección del año 2000, en la que George W. Bush venció a Al Gore.

Como casi siempre, Spacey cumplió: encarnó un personaje complejo, tan siniestro como frágil. Robin Wright fue Claire Underwood, una Lady Macbeth contemporánea. Formaban una pareja de iguales: igual de ambiciosos, de despiadados, de fríos, frágiles, erráticos y egoístas. Además, en momentos muy precisos, Frank Underwood rompía la cuarta pared para hablarle directamente a sus espectadores. “Una de las curiosidades formales de House of Cards es la falsa intimidad que desarrollamos con Frank” escribió la crítica de televisión Lili Loofbourow. “Sé que mucha gente detesta los apartados exagerados de Spacey, pero yo los encuentro encantadores no solo por su delivery, sino por el trabajo que hacen”.

Lejos de romper el encanto, el recurso era una advertencia personal, íntima, cercana: todo lo que sucedía era ficticio, pero totalmente posible —tan posible que nos hablaba a la cara. Cuando Spacey se asomaba a lo inverosímil, aparecía Claire para darle sustancia, puntos ciegos, debilidades, a ratos parecía armarlo y desarmarlo. Pero no lo hacía por amor tanto como por la conveniencia ambiciosa. Claire le aportaba, sobre todo, un grado alto de verosimilitud. Creíamos en Frank Underwood porque creíamos en Claire.

Nos prometieron tomarse el poder a toda costa y su promesa se cumplió. Eso era lo atrapante y terrorífico de su oferta: todo era tan creíble que pensábamos que, con un movimiento por aquí y otro por allá, podría suceder en la realidad. La primera temporada nos dejó esa sensación.

Desde la segunda (2014), todo empezó a suceder demasiado rápido. “Mucho más que en la primera temporada, House of Cards se basó en la presunción de que los Underwoods podrían tener suficiente influencia sobre toda una ciudad para dispararse hasta la cima de su jerarquía. El problema es que no sonaba real, lo que importa en un show que, tonalmente, se toma bastante en serio” escribió la crítica de televisión Jen Chaney en Vulture.

Un año más tarde, Donald Trump anunció que sería candidato a la presidencia. La realidad alcanzaba a la ficción y empezaba a sobrepasarla. Para entonces, muchos en América Latina habíamos perdido el interés en la vida del presidente Underwood: las tramas de corrupción y la confrontación partidista y el vaivén del péndulo político resultaba más atrapante. Recuerdo una conversación en que alguien decía que había dejado de ver la serie porque, para ver políticos inescrupulosos capaces de todo, ya tenía a la realidad de su país. House of Cards, le contestó alguien, era al menos más estética. En definitiva, concluyeron los contertulios, era curioso ver cómo los estadounidenses se asombraban con la perspectiva de tener un presidente inescrupuloso en la ficción: los libros de historia de la región estaban (y siguen llenándose) de esos. Si era cierto que Trump tenía posibilidades reales de llegar al poder, los estadounidenses lo habrían conseguido en la realidad.

Quizá fue ahí cuando el hechizo se rompió para siempre: Loofbourow escribió meses antes de que el magnate neoyorquino gane las presidenciales de 2016 “House of cards fue divertida y oscura pero también —y este es el término clave— era relevante. Ya no lo es”. En la serie ya estaba todo demasiado rocambolesco, demasiado intrincado, demasiado inverosímil. La serie había perdido su mayor activo: ya no parecía tan verosímil, pero sobre todo, como dijo Loofbourow, ya no era relevante. “Tome la versión de House of Cards de Isis, ICO: comparada con su horrorífica contraparte del mundo real, ICO parece una broma triste” escribió en marzo de ese año. “las tonterías a las que los Underwood recurrieron para lograr que Claire fuese nominada como Vicepresidenta son mansas frente a los eventos de esta campaña primaria”. Luego vinieron las acusaciones de violencia sexual contra Kevin Spacey. Netflix lo despidió. Era el soplo final para que el castillo de naipes se viniera abajo.

La sexta temporada, a pesar del esfuerzo de Robin Wright por dignificar el final de la serie no alcanza. Rompen tanto la cuarta pared —hasta Doug Stamper lo utiliza— que todo termina en desastre: ya no es la promesa de una realidad cercana, ni tampoco era el retrato de un hombre tan poderoso que podía atravesar, por su sola voluntad, de la ficción a la realidad. Es tan solo una muestra más de que todo encanto, ingenio o fórmula repetida hasta el absurdo termina por perder sentido y convertirse en su propia caricatura.

La escena final, cuando Doug Stamper confiesa haber matado a su jefe por lealtad a su legado y ella lo acuchilla y asesina contiene la única línea verdad de toda la temporada: “No más dolor”, dice la presidenta Hale. No más dolor.