Hacer comedia te puede poner en el ojo de la tormenta contra tu voluntad. En los camerinos del stand up quiteño los comediantes cuentan historias de señoras ofendidas que se van por un chiste sobre la Virgen, de madres de niños con alguna discapacidad que espera afuera al final del show, o de un grupo de chicas que se levantan en medio de un chiste sobre lo ridícula que es la homofobia para gritarte homofóbico. Porque a veces no importa no entender el chiste si sirve de excusa para levantar tu voz de protesta.  

¿Es acaso tan peligroso el humor que merece voces dispuestas a callarlo cuando alguien o un grupo se siente afectado? Quizá no estamos apuntando nuestros cañones al enemigo adecuado y solo desperdiciando munición.

Una página de Facebook presenta memes de He-Man con mensajes claramente machistas: para algunas personas, las imágenes reafirman el sexismo en que vivimos, son la punta del iceberg de una sociedad enferma y pueden ser peligrosos. Las dos primeras pueden tener algo de sustancia, pero la tercera no. Los memes de He-Man son como la espada de Greyskull: no matan a nadie.

El comediante Chris Rock dijo en una conversación con otros grandes exponentes del stand-up que cuando un chiste no funciona, casi siempre es porque la manera en la que está contado hace que la audiencia no comprenda la premisa inicial. Es decir, si hago una rutina sobre la inocencia de Álvaro Noboa en un bar de Cuenca, muy probablemente escuche la risa del público, pero si lo hago en Ciudad de México me espera un silencio sepulcral. Lástima por ellos que no conocen el potencial cómico de Alvarito.  

De la misma forma, cuando vemos en redes sociales un meme o un chiste que fundamente su humor en estereotipos machistas y lo compartimos estamos aceptando dos cosas: que lo hemos entendido y que nos parece gracioso.

Al hacerlo, nos enfrentamos a un público anónimo que puede aceptarlo o rechazarlo, festejarlo o denostarlo. Puede ser que compartir un He-Man que hable mal de las mujeres sea señal de comportamientos machistas profundamente arraigados en nuestra psiquis. Sin embargo, en el intento de eliminar ese lado tan oscuro de nuestra sociedad, podríamos caer en otro pozo de oscuridad social: el de la censura disfrazada de lo políticamente correcto.

Es probable que estemos llevando ese peligroso velo a algo que no lo merece. Desde la Antigüedad ya se hablaba de la comedia como una imitación inocua de la vida. En La Poética, Aristóteles escribió que “lo cómico es un defecto y una fealdad que no contiene ni dolor ni daño, del mismo modo que la máscara cómica es algo feo y deforme, pero sin dolor”. Esta parodia toma la realidad y la deforma, presentando una nueva creación que está ahí para nuestro deleite, no para nuestro sufrimiento. Por ejemplo, cuando una imagen de un parqueadero lleno de autos chocados tiene como título Parqueadero de un encuentro mundial de mujeres, alguien podría entender la referencia a un falso lugar común: que las mujeres no saben estacionarse. Si ese alguien aún cree que es cierto, se reirá. Pero su risa no lo convertirá en verdadero: es una subjetividad que está sumergida en el campo de lo no-real: el chiste es una ficción cuyo objetivo es hacernos reír.

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Un chiste se alimenta de realidad para transformarlo en humor. En ese proceso se convierte en ficción. No entender que la ficción es, al final, una mentira, deja abierta una puerta por donde pueden entrar los largos dedos de la censura y la prohibición.

La ficción nos ofrece una interpretación de la realidad pero no es la realidad en sí misma: es un reflejo distorsionado que no puede ser equiparado a la verdad. Darío Adanti, uno de los fundadores de la revista satírica Mongolia, lo dice en el prólogo de Disparen al humorista: “Aunque la mentira funcione como metáfora amplificada de la verdad, o descubra una paradoja real, no es defendible porque no es la realidad misma y carece de pruebas a la hora de defenderse.”

El no entender este concepto tan sencillo causó que un grupo terrorista entrara a la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo en 2015 en París y asesinara a 12 personas. En el Ecuador, hace casi 30 años, el caricaturista Pancho Jaime fue asesinado por hacer chistes que incomodaban a los poderosos. Esta misma incapacidad para decodificar al humor como una forma de ficción causó también amenazas de muerte y violentas protestas en 2005 cuando un diario danés publicó una caricatura del rostro del profeta Mohammed (algo prohibido en el Islam).

No se trata de renunciar a la crítica: es muy válido encontrar tintes machistas, racistas o xenofóbicos en el humor y rechazarlos. Pero de ahí hay una pendiente peligrosa hacia la censura y la desaparición de humor que no nos agrade. Esto puede ser inútil y, sobre todo, contraproducente.

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Hay que reconocer la función trasgresora del humor: se alimenta de la realidad para darnos una bofetada con nuestra esencia, con lo que está hecha la sociedad que construimos. La proliferación de memes machistas y que programas como La pareja feliz —que retrata un matrimonio disfuncional y violento— puedan a llegar altos índices de audiencia dicen mucho de lo que somos.

Además, la comedia puede perder esa función catártica tan necesaria para alejar a una sociedad de su completa autodestrucción. Como el carnaval, a través de un chiste, un meme, una caricatura podemos sacar nuestros miedos más oscuros y despojarlos de ese poder que ejerce una especie de sortilegio sobre nosotros. La muerte, las discapacidades, la religión, la política, el rey y el peón, nada ni nadie puede escaparse al humor y si molesta se puede anular el ataque de la manera más fácil: no reírse. Nada asusta más a un comediante que la sala en silencio —lo digo por experiencia propia.

Hace algunas semanas, la académica Cristina Burneo subió una versión LGBTI del escudo nacional. Fue gracioso ver a mucha gente que antes criticaba al movimiento feminista por su falta de tolerancia a los chistes de He-Man poner el grito en el cielo virtual reclamando por la ofensa. Una prueba más de que la piel sensible no depende de ideologías, sino de falta de entendimiento ante aquello que nos hace reír.

O no. Podemos no encontrar la gracia en algo que nos parece ofensivo pero pedir la hoguera para el comediante es desperdiciar fósforos. No confundamos la causa por el síntoma: “la libertad de expresión se mide más por nuestra capacidad de soportar las ofensas que por nuestra capacidad para reprimirlas” dice Adanti. Si enfocáramos más nuestra atención en educar en lugar de prohibir, con el tiempo los memes de un He-Man machista dejarían de existir por la sencilla razón de que no harán reír a nadie.