He leído, con imperdonable retraso, La distancia que nos separa de Renato Cisneros. El libro es un relato descarnado de una búsqueda personal, íntima, del periodista peruano: descifrar quién fue Luis Federico el Gaucho Cisneros, su padre, general de división, represor, enamoradizo, y uno de los personajes trascendentales de los últimos cuarenta años del Perú. La búsqueda de Renato Cisneros es, precisamente, dar con aquel hombre detrás del personaje complejo (a ratos brutal, a ratos frágil, capaz de frases de amor como de amenazas de muerte) que fue su papá.

Renato, quinto hijo del Gaucho, segundo varón, fedatario de una estirpe partida por los amores de su padre, cuenta el viaje personal de intentar desenmarañar a ese hombre muerto en 1995. Cisneros hace un ejercicio de memoria, documental y sentimental, que parece tener una sola regla: contarlo todo. El relato está atravesado por la subjetividad del recuerdo, pero cuando asume la narración en presente de cosas que sucedieron en la década de 1930 o de 1970, o cualquier momento de eso que llamamos pasado, todo parece suceder en el instante en que se lee.

Es el retrato del novio compulsivo, del padre severo, del general de división, del ministro del interior y de Guerra, del candidato a legislador, del represor de disidentes, del clausurador de medios, del amigo de Videla, Suarez Mason, Pinochet, del padre que Renato amó. No es la negación del padre en favor de la corrección política; tampoco es su romantización y la justificación de sus excesos. Es Cisneros mirándose en el espejo armado de miles de fragmentos de ese otro Cisneros visto a la luz de otros Cisneros que los precedieron.

La distancia que nos separa es, también, un relato vibrante, desesperado del hombre que el célebre y temible Gaucho Cisneros no fue: mago, bailarín de ballet, poeta. Y, quizá, es eso lo que más me ha golpeado del libro de Renato: por encima de la descripción o la búsqueda de quién era su padre, es un ejercicio sobrecogedor de ver —y recoger— todas esas posibilidades que el Gaucho Cisneros no fue.

El Gaucho pudo ser tantos hombres, pudo ser todos ese hombre: pudo haberse casado con su primer amor, cuando casi adolescente dejó la Argentina para regresar al Perú, pero un reglamento militar lo obligó a cumplir cinco años sin variar su estado civil. Pudo haber perseguido la carrera de prestidigitador que empezó con un truco de magia gore, cuando se abrió la mano con un cuchillo en una fiesta infantil. Pudo ser bailarín de ballet, si no hubiese dejado de ir, con la complicidad de su madre, a las clases en Buenos Aires. Pudo, pudo, podría, podría: no somos sino lo que dejamos de ser.

A larga, lo que nos define no es lo que está dentro de la cuadrícula de nuestra existencia, sino todo aquello que, primero por azar, luego por decisiones paternas y maternas, y finalmente por decisión propia, dejamos de ser. Definirnos es marcar los hitos donde terminamos.

La prosa de Cisneros tiene la naturalidad del vuelo de un pájaro o el zarpazo de un león y, al mismo tiempo, la medida rigurosa de un compositor, un químico o un carpintero. No sé bien cómo describir este libro, que se lee de un solo tirón, en una jornada maratónica apenas interrumpida por el sueño, el trabajo propio, los viajes en auto que —desde hace un par de años— me marean y no me dejan leer. Pero a medida que lo he ido leyendo, pienso que si los cachorros de tigre aprendieran a escribir, se hicieran periodistas y decidieran, un día, intentar explicar a esos felinos mayores y tremendos que son sus padres, escribirían como ha escrito Cisneros este La distancia que nos separa: no hay una línea acomodaticia, ni un atisbo de corrección —están vomitadas las entrañas de un hijo que ama a su padre, a pesar del hombre público que fue, de la brecha que por edad, posición, conveniencia, temor, incomprensión creció entre ambos. El libro es el salto magnífico, total, sobre ese abismo del hijo hacia el padre.