Imagina que tu padre fue un preso político. Imagina que, apenas pudo, huyó con su familia hacia un país en el que refugiarse de la persecución. Imagina que, años más tarde, tú, ya adulto, te vuelves un hábil deportista de fútbol. Y eres tan bueno que llegas a jugar en la selección del país que te acogió. Imagina que clasificas a la máxima competencia de naciones de ese deporte. Imagina que te toca jugar contra el país de quienes tanto daño hicieron a tu familia. Imagina que estás en la cancha, con los ojos del mundo puestos en ti —incluyendo los de los opresores de tu familia—. Imagina que marcas el gol que le da victoria a tu equipo. Imagina la venganza simbólica de tu papá y la nación que él ayudó crear. Lo celebras con un gesto desafiante y nacionalista, formando con tus manos el ave del país que te negaron aquellos a quienes derrotas. Eso que imaginas fue realidad para Xherdan Shaqiri y Granit Xhaka, jugadores suizos de origen albano-kosovar cuyos goles le dieron a Suiza una victoria dramática contra Serbia en el Mundial de Rusia 2018. No por primera vez, la política invadió la cancha.

El papá de Xhaka estuvo encarcelado tres años por ser activista por la independencia de Kosovo,  algo que se logró oficialmente en 2008. Shaqiri, en cambio, nació en suelo kosovar y mantiene lazos fuertes con su país de origen. Ambos celebraron sus goles contra Serbia formando con sus manos un águila albanesa. La FIFA les impuso, a cada uno, una multa de 10 mil francos suizos porque considera que esa manifestación de nacionalismo complica la gran fiesta deportiva del nacionalismo.

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La Copa Mundial es una celebración del fútbol y también del patriotismo exacerbado de los países que participan en ella. La calidad del fútbol puede caer muy por debajo de las competencias de clubes, pero el drama generado por el cóctel de deporte e identidad colectiva nos hace olvidar el nivel de partidos como Tunisia contra Panamá. Los ciudadanos hablan de sus selecciones usando la primera personal plural: nosotros, como si fuéramos corresponsables de los logros de los jugadores por el simple hecho de compartir un pasaporte. Antes de los partidos se canta con pasión el himno que nos provocaba hastío y aburrimiento durante los minuto cívicos en el colegio. Hay quienes viajan miles de kilómetros y gastan miles de dólares para sentirse parte, al menos por momentos, de un grupo de jugadores que suelen venir veces de las familias más humildes.

Por un momento fugaz experimentamos cómo se vería un mundo meritocrático en el que la capacidad de un hombre (porque siempre es un hombre) superase las barreras que limitan su avance en la gran mayoría de los demás aspectos de la sociedad. Todas las hipocresías se olvidan: por un tiempo el mundo es ordenado, las personas son fácilmente etiquetadas y reconocibles, porque el deporte es bello, porque el drama es maravilloso, porque la distracción es más que bienvenida. Pobres son los espíritus que no pueden dejarse seducir por a la locura colectiva (y monetaria) del Mundial.  

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Pero en medio del paroxismo nacionalista, la FIFA ha matizado: no le gustan todos los nacionalismos. Por eso sanciona a Xhaka y Shaqiri. Para entender qué nacionalismo es demasiado para el máximo organismo del fútbol mundial, hay que revisar la historia reciente de la península balcánica.

De las cenizas de la guerra civil de Yugoslavia nacieron las naciones de Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia y Herzegovina,  Macedonia, Montenegro, y luego Kosovo. Las fronteras de las nuevas repúblicas se dividieron por líneas lingüísticas, religiosas, y étnicas, pero no todos quedaron felices con los nuevos mapas. Los ultranacionalistas serbios son considerados agresores por sus vecinos,  pero ellos se consideran víctimas de una teoría de conspiración local e internacional para quitarles sus tierras históricas y manchar su nombre.

Su última humillación es la independencia de Kosovo, un ex territorio serbio del tamaño de la provincia de Pichincha con  dos millones de habitantes, independizada hace diez años. Aunque más de cien países reconocen a Kosovo como un Estado, Serbia se niega a hacerlo, y aún se siente dolido: de hecho, el mes pasado a la selección nacional de karate de Kosovo le fue negado su ingreso a Serbia para participar en el campeonato europeo del arte marcial. El incidente es menor, pero la tensión es real.

La sanción contra los dos jugadores suizos se impuso porque fue una ‘provocación’ porque su mensaje podría considerarse ofensivo. La FIFA dijo que estudió el gesto para entender su significado. Por un lado, la águila tiene su mayor asociación con la bandera de Albania, país vecino de Kosovo y ha sido símbolo de resistencia desde el siglo dieciocho. Luego, fue adoptada por la población albanés de Kosovo durante su lucha  independentista contra Serbia. Finalmente, algunos lo asocian con el concepto de la Gran Albania, un país teórico que unifica las poblaciones albaneses en varios países —Albania, Macedonia, Grecia, y Serbia. Después del partido Xhaka aclaró que “el gesto es para todas las personas que me han apoyado, no es algo en contra del otro equipo. Era un partido emocional”.

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Aquí es donde reside la hipocresía de la FIFA. La Copa Mundial en sí es un homenaje al nacionalismo, pero se considera ‘ofensivo’ la muestra de nacionalismo de Xhaka y Shaqiri porque el suyo puede considerarse una provocación a las personas que no reconocen lo que más de cien países ya aceptan.

La idea que los jugadores provocan la violencia de los demás sigue la misma lógica que dice que una mujer provoca al violador por llevar falda. Según estas formas de pensar,  la víctima incita a la violencia y el violento es incapaz de controlar sus impulsos.

Además, los ultranacionalistas son fáciles de provocar. Durante años. varios políticos y celebridades serbios han pedido la exclusión del jugador Adem Ljajic porque rehúsa cantar el himno nacional de Serbia. Ljajic es parte de la comunidad minoritaria musulmán de Serbia. y dice que su decisión de no cantar obedece a sus creencias privadas.

Serbia no es la única selección que sufre de interferencias políticas: incluido en la generación dorada de jugadores españoles —que han ganado todo, incluyendo una copa mundial— está Gerard Piqué, defensa titular español y comprometido independentista catalán. Abucheado e insultado por una sección de la hinchada española, Piqué ofreció su renuncia pero fue disuadido por sus compañeros de equipo. “Ser pro-catalán no significa ser antiespañol”, dijo a los medios.

Es poco probable que la sanción de la FIFA produzca cualquier arrepentimiento en los dos jugadores suizos. No es secreto que Suiza no es un favorito para ganar el Mundial: jugar contra Serbia y ganar de forma dramática con goles de los Xhaka y Shaqiri debe representar un gran hito en sus carreras. Ambos acumulan una fortuna considerable, tras sus pasos por grandes equipos europeos, por lo que la multa no les representa ningún dolor de cabeza. Además, es probable que su federación les reembolse el pago.

Pero, sobre todo, no hay nada objetivamente ofensivo en su celebración. Si hubieran mostrado el dedo medio a la audiencia, como hizo Robbie Williams en la ceremonia de apertura, se podría entender una sanción. Si hubiesen hecho un gesto que sugiera violencia contra los aficionados del equipo rival también se podría justificar. Pero las únicas personas ofendidas por el gesto son aquellos que no quieren reconocer la independencia de Kosovo, muchos de los cuales niegan reconocer la historia de violencia cometida contra albaneses por el Estado serbio.

Puede que haya gente ofendida por las oraciones públicas de Mohamed Salah de Egipto o de Chicharito Hernández de México. Puede que haya personas que se ofendan por el símbolo de los brazos cruzados de Wakanda, un país ficticio africano basado en el movimiento de empoderamiento negro y adoptado por jugadores como el inglés Jesse Lingard y el francés Paul Pogba como celebración. Sancionar a los jugadores suizos sin ser hipócritas exige una revisión de cualquier celebración que generase una remota relación con cualquier cosa fuera del fútbol.

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La FIFA ha armado una fiesta de fútbol en la que nos invita a brindar con el trago de nacionalismo. Todo está bien en moderación porque mejora la farra y aumenta el significado de los sucesos, pero sin controlar su consumo se puede armar un desmadre. Aunque parece que todos están invitados, es obvio que el nacionalismo de Kosovo no es bienvenido en la fiesta.

A pesar de que las celebraciones de los jugadores de nacionalidad suiza pero étnicamente albaneses representan el espíritu del evento de logros individuales reinterpretados como victorias colectivas, la respuesta oficial de sancionarlos demuestra lo difícil que es entregarse al espíritu del evento sin causar problemas.  Jugadores con lealtades múltiples o creencias políticas personales también complican nuestra capacidad de imaginar un mundo en que cada uno encaja fácilmente en las etiquetas simplistas que la FIFA usa para organizar su evento. El fútbol es lindo, y con el trago del nacionalismo mejor, pero el mundo también es complejo, y los individuos aún más. La FIFA no debería dañar la fiesta agregando más hipocresía de la que ya hay.