Una mañana de noviembre de 2015, uno de los taitas (mayores en su idioma) de la comunidad siona de San José de Wisuyá, en la provincia de Sucumbíos, escuchó ruidos extraños en la selva no muy lejos de su casa. Cuando fue a ver qué pasaba, encontró una cuadrilla de obreros y maquinaria desbrozando el bosque para hacer una vía de acceso.“Estaba todo tumbado cerca de su casa. No le dijeron nada”, dice uno de los dirigentes de la comunidad, ubicada en la ribera ecuatoriana del Putumayo, el río amazónico que separa a Ecuador de Colombia.
Los trabajadores no le dieron explicaciones pero ese descubrimiento se convertiría en el inicio del reclamo siona contra las compañías petroleras Amerisur Resources (británica que opera en Colombia) y PetroAmazonas (estatal ecuatoriana de exploración y explotación) a las que acusan de daños ambientales que tienen, incluso, consecuencias espirituales. Más de dos años después de que los Siona denunciaran la violación de su territorio, ni el Ministerio del Ambiente ni la Defensoría del Pueblo del Ecuador han resuelto su caso.
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Amerisur Resources es una empresa británica que opera en Colombia desde 2003. Uno de los campos que explota se llama Platanillo y se ubica en el departamento del Putumayo, limítrofe con el Ecuador y con una larga historia de violencia armada. Según María Espinosa, defensora de Derechos Humanos y asesora legal de los Siona en su reclamo, inicialmente Amerisur sacaba el crudo de Platanillo en tanqueros hacia instalaciones de bombeo en los municipios de Mocoa y Neiva en Colombia. Cada despacho hacia Mocoa significaba un recorrido hacia el norte de más de 150 kilómetros. Si el destino era Neiva, el viaje superaba los 400 kilómetros.
Una fuente que pidió mantener la reserva de su identidad, dice que eran viajes difíciles: para pasar, los tanqueros debían pagar una ‘vacuna’ —el impuesto paraestatal que cobran los grupos armados colombianos para mantener una convivencia relativamente pacífica en las zonas en las que operan—. Con el tiempo, las ‘vacunas’ se encarecieron y, según la fuente que pidió anonimato, cuando Amerisur se negó a pagarlas, varios tanqueros fueron incendiados. Contactada por para confirmar esta versión, Amerisur Resources nunca contestó.
Espinosa dice que, además, esa forma de transporte “no era rentable debido a la insuficiente capacidad de los tanqueros y de los tanques de almacenamiento”. Fue entonces cuando Amerisur tuvo una idea: le propuso a PetroAmazonas construir un oleoducto que cruzara por debajo del río Putumayo, emergiera del lado ecuatoriano y bombeara su crudo por la red de distribución del Ecuador.
“Las tuberías ecuatorianas están aprovechadas en un 70 %”, dice Espinosa. Según el convenio que firmaron ambas empresas el 11 de junio de 2015, la tubería sería una ampliación de la Red de Oleoductos del Distrito Amazónico (RODA) que opera PetroAmazonas. Amerisur la construiría a ambos lados de la frontera, y se la entregaría a PetroAmazonas en el lado ecuatoriano. El crudo extraído en Platanillo por la compañía británica llegaría a la estación Lago Agrio, central del Sistema del Oleoducto Transecuatoriano (SOTE) o a la estación Amazonas del Oleoducto de Crudos Pesados (OCP). Por el uso del RODA, Amerisur le pagaría a PetroAmazonas una tarifa de 1,09 dólares por cada barril de petróleo.
Era una solución más rentable que seguir embarcando el crudo en tanqueros o construir una tubería dentro de los límites colombianos. “Debido a los actores armados no había condiciones en Colombia para la construcción del oleoducto. Era más rentable para la empresa cruzar de forma subterránea por el río Putumayo, salir a tierra por el lado ecuatoriano y trasladar la producción al Ecuador”, dice Espinosa.
En el convenio entre ambas empresas, PetroAmazonas asumía como su obligación “las relaciones con las comunidades locales”. Debía, además, conseguir todas las licencias que la legislación ecuatoriana le exigiera, entre ellas, la licencia ambiental —el permiso que el Ministerio de Ambiente otorga previo a la ejecución de cualquier proyecto para prevenir, mitigar o corregir los efectos ambientales imprevistos que se produjeran.
El día en que el taita encontró a los trabajadores de Amerisur tumbando árboles ancestrales y adentrándose en el territorio que los Siona consideran sagrado, la construcción del oleoducto no tenía ese permiso.
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Amerisur nunca contestó los pedidos para una entrevista. Tampoco lo hizo PetroAmazonas. Dice María Espinosa que el argumento de la petrolera británica es que el terreno donde emerge la tubería no le pertenece a la comunidad y que tendrían la autorización privada del dueño del terreno. “Ahí hay una gran discusión. La comunidad no tiene un título de propiedad como tal porque nadie en la zona lo tiene”. Según comenta, al ser una zona de frontera hay una serie de limitaciones y en 2010, sin consulta previa, el territorio siona fue incluido en un bosque protector llamado Triángulo de Cuembí. Las comunidades Siona y también Kichwa asentadas en la zona, se oponen a este tipo de declaratorias porque interfieren con sus prácticas culturales ancestrales. Según la Federación de Organizaciones de la Nacionalidad Kichwa de Sucumbíos (Fonakise), esta declaratoria limitaría “las actividades tradicionales que las comunidades indígenas realizan en sus territorios”.
Espinosa dice que, a pesar de que no existe una delimitación formal, “sus límites están trazados y acordados con las comunidades vecinas. Existe el plan de vida del pueblo Siona que delimita cartográficamente el territorio”. Según ella, Amerisur habría conseguido una autorización para el proyecto por parte de la comunidad de Chíparos, vecina de San José de Wisuyá. En Chíparos viven mestizos, kichwas y algunas familias siona desplazadas por la violencia del lado colombiano. Con esa autorización, dice Espinosa, la petrolera británica entró al territorio Siona, algo para lo que no tenía permiso. “Quienes entregan los permisos son personas mestizas que limitan con el territorio ancestral Siona”.
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Para obtener una licencia ambiental hay que presentar un estudio de impacto ambiental. Y para aprobar el estudio de impacto ambiental hay que pasar, por mandato de la Constitución del Ecuador, por un proceso de consulta previa. Esa consulta previa es el derecho de “las comunas, comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas a ser informadas y consultadas en un plazo razonable, sobre planes y programas de prospección, explotación y comercialización de recursos no renovables que se encuentren en sus tierras y que puedan afectarles ambiental o culturalmente; participar en los beneficios que esos proyectos reporten y recibir indemnizaciones por los perjuicios sociales, culturales y ambientales que les causen”.
Cuando vieron su bosque talado, los Siona presentaron una denuncia en el Ministerio del Ambiente, que abrió un expediente por la tala ilegal. El 15 de marzo de 2016, Jorge Salazar, técnico de la Dirección Provincial de Sucumbíos del Ministerio, hizo una inspección en el territorio indígena de la comunidad San José de Wisuyá para determinar si existía la tala de bosque nativo denunciada. El propósito de la visita era levantar información de las condiciones ambientales del lugar afectado, evaluar el cumplimiento de las normas ambientales y elaborar un informe que conocerían los afectados (los Siona) y el sujeto de control (PetroAmazonas).
Un mes después, Salazar presentó el informe 0209-2016 con ocho conclusiones, en las que encontró incumplimientos a las normativas ambientales vigentes. “El proyecto ‘Ampliación del Roda para la Evacuación de Crudo desde el Campo Platanillo hasta la Estación VHR Bloque 58’, no cuenta con licencia ambiental otorgada por el Ministerio del Ambiente”. PetroAmazonas admitiría el 24 de mayo de 2016 ante la Defensoría del Pueblo —una de las dependencias ante las cuales los Siona denunciaron la incursión en su territorio— que la consulta previa se había hecho recién entre el 23 de noviembre de 2015 y el 22 de enero de 2016, cuando ya el oleoducto estaba en construcción. En abril de ese último año, la tubería comenzó a bombear el crudo de un lado de la frontera a otro.
Dos años más tarde, en mayo de 2018, mediante un oficio el Ministerio del Ambiente confirmó que solo hasta el 29 de enero de 2016 se había aprobado el estudio de impacto ambiental de la ampliación del RODA. Tras esa aprobación y según la comunicación, se otorgó “mediante resolución No. 31-SUIA del 4 de febrero del 2016 la Licencia Ambiental para la Evacuación de crudo desde el Campo Platanillo hasta la Estación VHR Bloque 58, ubicado en la provincia de Sucumbíos”.
Otra de las conclusiones de la inspección de Salazar era que se había removido un área de 3000 metros cuadrados de bosque primario dentro del territorio comunidad de San José de Wisuya. El informe además advertía de la alteración del paisaje por la “implantación de infraestructura ajenas al entorno”.
Dicho reporte fue impugnado por PetroAmazonas y elevado a la sede nacional del Ministerio del Ambiente, en Quito. Ahí reposa en alguna gaveta burocrática, pendiente de resolución. Sin embargo, esta decisión podría estar un poco más cerca: el 23 de mayo de este año, una delegación de San José de Wisuyá se reunió con el subsecretario de Calidad Ambiental, Jorge Jurado.
Sentados en una mesa con forma de U, Jurado —un hombre de voz gruesa y barba marxista— escuchó a los Siona. Además del subsecretario, estaban en la sala Jéssica Coronel Carvajal, directora Forestal, y los responsables jurídicos del Ministerio, encargados —por delegación del ministro— de resolver de forma definitiva el caso. Una cámara filmaba la conversación.
Los dirigentes de la comunidad y Espinosa expusieron su denuncia y su queja por la demora en una solución. Según Espinosa, Amerisur ha dicho que remedió el daño causado al talar el bosque mediante una reforestación, pero que su supuesta remediación era inefectiva: de las 150 especies que plantaron en la reforestación, el 70% no eran endémicas de la zona. Además, “no se corresponden con las condiciones inmateriales y el valor espiritual” de las que fueron deforestadas. Los Siona dijeron que la petrolera nunca les consultó cuáles especies debía plantar. Para ellos, el daño ha sido doble.
Los funcionarios jurídicos del Ministerio explicaron que había dos procesos contra PetroAmazonas por violaciones ambientales en territorio siona: uno por tala ilegal y otro por violación a normas de calidad ambiental. Los dos tienen ya resoluciones de primera instancia. En el primero, la petrolera fue condenada a pagar una multa insignificante de 40 dólares por talar ilegalmente y, además, 9000 dólares por costos de reparación. En el otro, PetroAmazonas había sido condenada a pagar 73 000 dólares en multas. Ambos expedientes están apelados por la petrolera.
Los funcionarios explicaron, también, que la compañía se había acogido a lo que llamaron un “licenciamiento expost”, es decir, una licencia después de iniciadas las obras. María Espinosa interrumpió la exposición de una de las abogadas del Ministerio para preguntarle si se abriría un proceso por haber iniciado una obra sin licencia ambiental. La abogada le dijo que solo se podía juzgar si existía un daño.
La conversación se enmarañó en un ir y venir de argumentos legales y técnicos. Espinosa decía que era ilógico empezar una obra sin licencia ambiental, conseguirla después y salir impune; que el solo hecho de iniciar un proyecto sin cumplir con este requisito debía ser sancionado. Las funcionarias argumentaban que solo podían actuar con base en las denuncias existentes pero que se podía abrir una investigación para determinar por qué los funcionarios de esa época no habían actuado con mayor celeridad. El subsecretario Jurado zanjó la confrontación diciendo que lo que decía Espinosa tenía sentido, y que espera que los dos expedientes apelados se resuelvan en los próximos 15 días. Desde entonces, el reloj no ha detenido su marcha.
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A inicios de 2016, además de recurrir al Ministerio de Ambiente, los Siona acudieron a la Defensoría del Pueblo para que los patrocinara legalmente en su reclamo contra las petroleras. La Defensoría del Pueblo es —según su Misión— la institución que promueve y protege “los derechos de las personas, comunidades, pueblos, nacionalidades y colectivos que habitan en el país, de las ecuatorianas y ecuatorianos en el exterior, y los Derechos de la Naturaleza”.
Sin embargo, María Espinosa dice que eso no se cumplió en el caso de San José de Wisuyá: “la Defensoría del Pueblo de Lago Agrio no atendió la denuncia. La comunidad se vio obligada a trasladar su queja a Quito, ante la Defensoría nacional que es la que ha llevado el trámite durante más de dos años”. Según dice, el trámite ante la Defensoría del Pueblo en Quito tampoco ha prosperado. “Es un expediente grande porque nosotros hemos solicitado varias diligencias y pedido varios documentos”, argumenta. En octubre de 2017 la Defensoría les dijo que era importante contar con un informe antropológico que demostrara los daños, “pero nos dijo que no tenía plata para hacer el informe, que si la comunidad podía cubrir el perito podía hacerse. Afortundamente, la comunidad lo pagó y el informe se entregó hace un mes”.
El 3 de mayo de 2018, la Defensoría del Pueblo cambió de titular: salió Ramiro Rivadeneira y fue reemplazado por Gina Benavides, una respetada activista de Derechos Humanos. Relevaron también algunos funcionarios. Todo este revolcón se debe a uno de los cambios implementados por el Consejo de Participación Ciudadana transitorio del Ecuador, un organismo creado por aprobación de la Consulta Popular del 4 de febrero de 2018.
En esa consulta Ecuador votó a favor de las siete preguntas propuestas por el presidente Lenín Moreno. Una de ellas, quizá la más polémica de todas, buscaba destituir al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS), el organismo que designa a las autoridades de los órganos de control del Ecuador. El anterior Consejo había sido criticado por organizaciones de la sociedad civil y ciertos actores políticos por nombrar para esos cargos a personas cercanas al partido de gobierno, Alianza País, entonces liderado por el presidente Rafael Correa; lo que ponía en duda su independencia. Con la aprobación de la Consulta, el anterior CPCCS fue cesado y el nuevo entró en funciones sin perder tiempo: una de sus decisiones fue evaluar y destituir a Ramiro Rivadeneira por considerar que había incumplido sus obligaciones como Defensor.
Después del agitado cambio, la nueva defensora, Gina Benavides, trajo un nuevo equipo de trabajo y 15 días más tarde los Siona estaban sentados en la Defensoría del Pueblo, en Quito. Se reunieron con el defensor adjunto de Derechos Humanos y de la Naturaleza, Francisco Hurtado Caicedo, a quien le dijeron que el pueblo Siona vivía “en abandono estatal”. Hurtado les pidió disculpas en nombre de la entidad y dijo que, en este caso, la institución no había cumplido con su deber desde 2015. También aseguró que habrá reparaciones y que estas debían ser formuladas por el propio pueblo Siona, “el único que puede expresar y evaluar los daños”.
Las reuniones que los Siona tuvieron con la Defensoría del Pueblo y con el Ministerio del Ambiente en mayo de 2018 son esperanzadoras, pero aún no hay resultados concretos.
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Retomando el informe de Jorge Salazar, técnico de la Dirección Provincial de Sucumbíos del Ministerio del Ambiente, este dio cuenta del que es, quizá, el mayor daño inmaterial que habrían sufrido los Siona: se talaron plantas de uso medicinal “según las prácticas culturales de la comunidad San José de Wisuyá”.
Los Siona, como muchas otras nacionalidades indígenas que viven en el Ecuador, han compaginado la autoridad ancestral con la política. La primera la ejercen los mayores de las comunidades, y la segunda está en manos de autoridades electas que sirven de vínculo con el Estado.
Los mayores guían con sus saberes ancestrales a las autoridades políticas. Por eso, el daño causado por el oleoducto transfronterizo excede lo ambiental. Las petroleras acabaron con plantas que se utilizan para preparar una infusión medicinal con la planta de yagé (o ayahuasca). “Cuando tomamos el sagrado yagé es para mirar y darnos cuenta”, explica el taita Pablo Manihuaje, máxima autoridad de San José de Wisuyá. “Entonces, por ejemplo, tenemos un gobernador al que nosotros le damos una limpieza y un conocimiento más para que vaya protegido, para que tenga buena energía, para que hable bien de lo que necesitamos en nuestra vida, en nuestro territorio”.
Manihuaje también asegura que el ruido de las máquinas interfiere en sus ritos. “Necesitamos silencio para concentrarnos y que nuestros espíritus se vayan caminando por el espacio, recorriendo el territorio, dándose cuenta de cómo está. Así adquirimos el conocimiento de lo que hay, de lo que hubo, de nuestra riqueza, nuestros animales, nuestra pesca, nuestros ríos y nuestras semillas para poderle servir a la humanidad”.
Además, los trabajos de Amerisur habrían contaminado una fuente de agua que utilizaban para preparar el yagé, la cual, al parecer habrían taponado con desechos de la construcción del oleoducto. “Ahora baja un agua sucia, que produce una medicina defectuosa”, dice uno de los dirigentes de la comunidad. “Esto impide que los taitas puedan tomar el yagé. Cuando el agua está contaminada no hay visiones, nos quedamos en la oscuridad. Nos cortan la energía del sagrado remedio”.
Ya han pasado dos años desde esa contaminación. Dos años en que el taita Felinto Piaguaje no ha podido preparar ni beber el yagé sagrado. Dos años en que el reclamo Siona se ha perdido en los vericuetos de las marañas burocráticas. Dos años sin respuestas del Ministerio de Ambiente, ni de la Defensoría del Pueblo, ni de las compañías AmeriSur y PetroAmazonas. Por ahora están corriendo los 15 días que el subsecretario Jurado dio para que se resuelvan los dos expedientes en el Ministerio de Ambiente.
Sin embargo, aunque se resolvieran en ese plazo y los dictámenes ministeriales fuesen favorables a los Siona, las petroleras podrían impugnarlos ante una Corte y luego tener recursos jurídicos extraordinarios. La espera de los Siona por una reparación definitiva al daño que denuncian podría tardar aún mucho más.
*Este artículo fue publicado originalmente en Mongabay Latam