En las últimas semanas se publicaron en la prensa noticias sobre presuntos actos de violación, abuso sexual y tortura cometidos por sacerdotes contra niños y adolescentes. En menos de un mes, dos casos —uno en Cuenca y otro en Guayaquil— han traído luz a una situación que durante años ha permanecido en la impunidad. En parte, gracias a una aparente situación de encubrimiento desde las autoridades civiles y funcionarios de la Iglesia que, al parecer, ya conocían las situaciones.
En el caso del cura Intriago, cuya historia fue reportada en este medio, espeluznan varias cuestiones, que sorpresivamente no han sido investigadas y sancionadas con la rigurosidad que estos hechos exigían. Primero, el hecho de que el modus operandi del presunto agresor consistiría en identificar y separar a jóvenes con problemas familiares o emocionales para quienes Intriago se convertía en una suerte de figura paterna —alguien a quien admiraban, en quien confiaban, y a quien, a falta de mejor guía, seguían casi de manera incuestionable— representa un abuso de confianza. Este es un factor agravante como también es la relación de subordinación entre Intriago y los muchachos. Segundo, los relatos reportados por GK dan cuenta de que, lejos de ser conductas puntuales y excepcionales, las agresiones cometidas por el religioso constituirían actos premeditados, planificados y calculados, y para su ejecución, el factor “confianza” —que en él depositaban los muchachos— era decisivo al momento de asegurar que sus perversas prácticas no sean siquiera cuestionadas, mucho menos denunciadas.
La posición de la Iglesia en este asunto es, por lo menos, vergonzosa. Escudándose detrás de la existencia de un proceso “canónico” en curso, decidieron mantener silencio, cuando su deber legal (por no decir moral), era poner en conocimiento de las autoridades penales del Ecuador los hechos apenas los conocieron. Por si eso fuera poco, ahora, inmersos en un escándalo ya imposible de ocultar, aún protegen al presunto agresor con eufemismos, llamando “conducta inapropiada” a una cuestión que claramente es un delito: agresión sexual y tortura contra adolescentes especialmente vulnerables.
El relato también preocupa porque señala que las autoridades nacionales civiles, desde 2016, conocían de los abusos cometidos por Intriago, y que hasta la fecha ninguna investigación ha sido debidamente adelantada. Y cuando digo “investigación”, no me refiero al mero trámite formal de abrir un expediente y dejarlo archivado por ahí, sino a la real ejecución de actos encaminados a la búsqueda de la verdad, la transparencia, la obtención de justicia y la no repetición. En este caso, la falta de acciones contundentes y concretas por parte de las autoridades de la justicia ordinaria, no solo aseguraron que hasta hoy Intriago no haya enfrentado un juicio, sino que posiblemente, hasta hayan permitido que estos actos —no “impropios” sino “delincuenciales”— se sigan repitiendo.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido enfática en señalar que es un deber ineludible el Estado iniciar, de oficio, investigaciones en casos de tortura y agresión sexual, desde el momento que se enteran que hechos de esta naturaleza se han dado. El deber de investigar, indicó la CorteIDH desde su primera sentencia en el Caso Velázquez. Rodríguez v. Honduras (donde se responsabilizó al Estado hondureño por la detención y posterior desaparición de Ángel Manfredo Velásquez) es una obligación “de medio”, que se verifica cuando efectivamente las autoridades logran demostrar que llevaron a cabo todas las gestiones y buenos oficios para traer luz a la situación violatoria de derechos.
En el caso Villagrán Morales y otros (conocido como el caso de “Los Niños de la Calle”, donde hubo tortura y asesinato de niños de la calle por parte de policías), la Corte señaló que las violaciones al derecho a la integridad personal se agravan cuando las víctimas son niños o adolescentes, debido a su especial situación de vulnerabilidad. Señaló, además, que, “se debe constatar la especial gravedad que reviste el que pueda atribuirse a un Estado Parte en dicha Convención el cargo de haber aplicado o tolerado en su territorio una práctica sistemática de violencia contra niños en situación de riesgo. Cuando los Estados violan, en esos términos, los derechos de los niños en situación de riesgo, los hacen víctimas de una doble agresión”. Si bien no todos los adolescentes abusados por Intriago no tenían problemas económicos, su situación de especial vulnerabilidad se daba por su fragilidad emocional y por estar inmersos en situaciones familiares posiblemente dolorosas y conflictivas. Por tanto, requerían medidas especiales de protección.
Entre las medidas de protección que el Estado debe asegurar a los niños y adolescentes, está prevenir que ningún niño sea sometido a tortura, tratos crueles y degradantes, y a contar con un proceso legal adecuado para tutelar sus derechos cuando han sido conculcados. En el asunto de “Los Niños Privados de Libertad en el Complejo FEBEM” (relacionado al tratamiento de niños privados de libertad en custodia del Estado, en Brasil), la Corte aclaró que “tales obligaciones se imponen no sólo en relación con el poder del Estado sino también frente a actuaciones de terceros particulares”, por ejemplo, un sacerdote como Intriago, y la estructura eclesiástica que lo protege.
En la consulta popular de febrero de 2018, los ecuatorianos decidimos terminar con la impunidad en los delitos sexuales contra niños, niñas y adolescentes, volviéndolos imprescriptibles. Ello, porque posiblemente, era el paso del tiempo, y la demora de las víctimas en entender lo que les había pasado y denunciar, lo que impedía su posterior investigación y sanción. Ahora, las víctimas de este caso, y muchos otros que posiblemente lograron ocultarse gracias a las ventajas de la figura de la prescripción, podrán ser conocidos por las autoridades de turno, y estará en sus manos asegurar que en este, un Estado laico, las leyes se apliquen para todos por igual, incluyendo quienes visten sotanas. El estatus clerical, ni blinda, ni extrae a un posible abusador de niños de la justicia ordinaria, y como todos los ecuatorianos, deberán responder ante las cortes y ante la sociedad, y de ser necesario, deberán ser sancionados con la rigurosidad que merecen la gravedad de sus acciones.