La capital del Ecuador aparece tan religiosa cuando uno camina por sus calles estrechas y encuentra una iglesia en cada cuadra del centro histórico. Pero por las noches los quiteños, tan correctos en las mañanas, sacamos nuestro lado más lujurioso. “Muchos políticos, docentes, periodistas y hasta curas pasaron por este parque”—escribe Cabral sobre El Ejido — “Gente que se catalogaba como normal y buscaba placer en las noches y en el día no dudaban en tildar de anormales a quienes les complacieron.”
Quito fue como un imán para las personas travestis. En otras provincias se creía que era una ciudad cosmopolita y tolerante, y por eso migraban a ella. En sus pueblos y ciudades la vida era difícil, que pensaban que en la capital todo podía ser mejor. Pero Quito era —¿es?— hipócrita y hostil: la única diferencia era que sus familias no las juzgaban porque no las veían.
Conseguir casa, trabajo, seguridad era un reto. Al final, tenían que vivir en las periferias, en lugares donde la delincuencia era la regla. Cuando alquilaban una casa, no era raro que los vecinos en los barrios se movilizan contra “los asentamientos de homosexuales.” Los únicos trabajos a los que podían acceder eran dos: la prostitución y, tiempo más tarde, la peluquería. Había que sobrevivir.
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Las noches quiteñas eran frías y violentas. Muertes, torturas, detenciones arbitrarias y masivas, violaciones, insultos, desprotección. Una noche Angelita Carrasco fue atacada por una turba de borrachos en el parque de Santa Clara. La desvistieron, la patearon, sangró. Pidió auxilio. Un patrullero de Policía escuchó los gritos. Un agente se bajó, vio que era un travesti y le dijo “retírate maricón de mierda.”
Martha Sánchez, afroesmeraldeña, estaba a la espera de un cliente en una esquina de un barrio residencial. De repente cayó fulminada. Un vecino le disparó. Murió como un perro. Nadie investigó.
En una noche de redadas, unos policías se llevaron a unos travestis en un camión. En lugares desolados y apartados de Quito, los violaron. “iniciaban una clasificación de los más jóvenes y bonitos para ser conducidos hacia los matorrales donde iban a consumar sus actos de lujuria. Los travestis siempre han tenido que soportar agentes malolientes, viejos y mal hablados que, luego de saciar sus instintos, les dejaban en libertad y abandonados en el lugar.” escribe Cabral.
A quienes detenían, los llevaban a la ‘largartera’ (nombre común del Centro de Detención Provisional). Ahí eran violados y obligados a pagar favores sexuales a guías penitenciarios y presos. Muchas murieron cuando, por los golpes y por la infección, se reventaban sus implantes mamarios. Al final, a nadie le importó, “maricones no más son.”
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El libro de Alberto Cabral se lanzó el 23 de noviembre de 2017. Tuve el honor de ser una de las personas invitadas para comentarlo. Aquel día llegué temprano. Luis Ángel Saavedra esperaba conmigo al autor
— ¿Cómo saludar a un travesti? ¿Le doy un beso o la mano?”
— Depende, me respondió Luigi, si viene como Purita Pelayo con beso y si viene como Alberto Cabral le das la mano.
Llegó como Purita, y cuando nos presentaron me estiró la mano.
Por Los fantasmas se cabrearon circulan decenas de travestis, sus historias, sus sueños, sus soledades, sus rutinas, sus cansancios, sus esperanzas. Sobre todo, su dolor por la discriminación y las violaciones sistemáticas y generalizadas a sus derechos.
Pero el libro no es solo un collage de seres nocturnos. También es un grito, un llamado de atención, una memoria. Cuando denunciaban las violaciones a sus derechos, los pocos grupos de GLBTI que existían en los años 90 no los escuchaban. Decían que los hacían quedar mal. Las organizaciones de derechos humanos tampoco registraban sus denuncias, salvo la recordada hermana Laura, que trabajaba en la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos (CEDHU), y que siempre tuvo oídos para ellos.
Pero la sociedad calló. “Nadie volteó a mirar la cruel realidad en la que vivían los travestis”, escribe Cabral. Eran los marginados entre los marginados. El libro denuncia el silencio, la indiferencia, el desprecio, el patriarcalismo, la homofobia, la impunidad.
El libro también cuenta el origen y las peripecias de la primera organización de travestis: Coccinelli. Bautizada en honor a una persona francesa travesti, actriz, vedette y cantante, que decidió cambiarse de sexo y enfrentarse a los prejuicios sociales, y que en los años setenta visitó Guayaquil, donde se presentó en el teatro Nueve de Octubre.
El objetivo de la Coccinelli, según cuenta Cabral, era la lucha por la libertad y tolerancia, “como un derecho inalienable de su existencia, además de denunciar y buscar sanciones contra los depredadores de la igualdad ciudadana.” Fueron solidarios con otros grupos. Salieron a la Plaza Grande y acompañaron a don Pedro Restrepo en la búsqueda de justicia y de sus hijos, desaparecidos en 1988 por un escuadrón policial.
Hicieron marchas, protestaron públicamente, pidieron respeto. Uno de hitos más importantes de su lucha fue el 27 de agosto de 1997. El Tribunal Constitucional declaró la inconstitucionalidad del delito de homosexualidad. Si bien las persecuciones policiales disminuyeron, y varios logros se han producido estos años —como la cedulación, uniones de hecho, derechos específicos— en el libro se reconoce que aún existe discriminación y exclusión, abusos en cárceles, deprecio, marginalidad. “Todavía hay barreras que romper”, dice Cabral.
Los fantasmas se cabrearon demuestra que solo se pueden lograr cambios si hay organización y protesta. Nada se concede. Al final, cuando podemos apreciar el dolor y la soledad que viven tantas personas que se arriesgan por reafirmar su identidad, nos damos cuenta que todos somos víctimas, que todos perdemos, que todo puede ser mejor si nos proponemos. No deberíamos esperar que esos seres, como sugiere el título del libro, sean fantasmas ni se cabreen por nuestro desprecio o indiferencia.