El cielo de Núremberg está empañado. Brotes de nubes lo cubren por aquí y por allá. La cámara las observa desde lo alto, las sobrevuela. La cámara está abordo del avión que lleva a Adolf Hitler al Congreso del Partido Nacionalsocialista. Es 1934. El movimiento es la única potencia política en Alemania y Hitler es el Canciller, el Führer, el líder absoluto del Tercer Reich. Cuando el horizonte de la ciudad aparece en pantalla, la cámara “sale” del avión y la sombra de éste repta por las calles. Planos generales y travellings muestran banderas con la esvástica —insignia del partido y del Reich— colgando de las edificaciones. La gente marcha hacia el aeropuerto. Niños, adolescentes y adultos se asoman a las ventanas y sonríen. Levantan el brazo derecho formando el saludo nazi. Primeros planos exhiben los rostros de mujeres jóvenes atravesados por muecas de euforia contenida; una se moja los labios, otra se los muerde, otra observa expectante. Saben que van a ser cortejadas, que van a ser seducidas.
Cuando el avión aterriza, la burbuja explota. Hitler es recibido por una masa humana con cientos de brazos alzados y con una sola garganta que grita Heil Hitler! y Sieg Heil! Ya en la comitiva de automóviles que va a su hotel, el Führer saluda a su pueblo con el brazo derecho, no estirado sino levantado en un ángulo de unos 45 grados. Luego recibe un ramillete de una mujer que carga a un niña de unos tres años. Ella también lo saluda con su bracito rechoncho alzado.
Leni Riefenstahl —directora, actriz, productora, fotógrafa y editora— es la persona detrás de cámara. Las imágenes son parte de la secuencia inicial del documental El triunfo de la voluntad (Alemania, 1934), hecho por encargo del Führer —esto se dice explícitamente en los créditos de apertura—y su mensaje es claro: Alemania ama a Hitler, Alemania es fuerte, sus enemigos son fuertes, pero Alemania es superior. La raza aria es superior. “Queremos ver un imperio”, “Queremos que este pueblo sea obediente”, “Queremos que este pueblo sea amante de la paz, pero también valiente” son algunas de las frases que Hitler, flanqueado por altos rangos del partido como Joseph Goebbels, ministro para la Ilustración Pública y Propaganda, dice en su primer discurso.
La elección de planos, ángulos y altura y movimientos de cámara refuerza el mensaje propagandístico. Nada de lo que se ve en pantalla es casual, pero tampoco demasiado elaborado. Lo que sí, es efectivo. Las juventudes hitlerianas y los miembros de la guardia de élite del estado nazi, las SS, son explotados mediante primeros planos que realzan sus angulosas facciones arias, y mediante grandes planos generales que los retratan como una maquinaria eficiente, como un cerebro colectivo. Todo es línea recta, todo ángulo es de 90 grados. No hay error ni individualidad. Todo en el desenvolverse de Hitler es estudiado, desde cómo se conduce durante la caravana, primero con sonrisas tímidas y luego con posturas rígidas e imponentes, hasta cómo cambia la entonación y hace pausas en sus discursos.
Él, en su performance, y Riefenstahl, en su película, recurren a fórmulas simples, a imágenes que resultan familiares para la persona común. ¿Hitler con el brazo alzado y flexionado dirigiéndose a la multitud? Júpiter, Zeus, Juno y otros dioses aparecen así en la iconografía grecorromana. El Cristo en Majestad —un ícono del cristianismo que es muy recurrente en frescos, mosaicos, pinturas y esculturas— adopta esa misma postura.
La manera que filma Riefenstahl a Hitler también tiene connotaciones bíblicas. La cámara lo acompaña desde que sobrevuela el cielo de Núremberg, como una deidad que todo lo ve, hasta que desciende a la Tierra, rodeado de gloria y júbilo, y recibido como un auténtico salvador. “Toda propaganda efectiva debe concentrarse en unos pocos puntos esenciales, que deben ser expresados, en la medida posible, en fórmulas estereotipadas”, dice Hitler en Mi Lucha. En ese libro también explica, con remarcable franqueza, quiénes deben ser el blanco de esos esfuerzos. “¿A quién ha de dirigirse la propaganda? ¿A la intelectualidad científica o a las masas, menos formadas” ¡Siempre deberá dirigirse exclusivamente a las masas! La propaganda no está pensada para la intelectualidad o para lo que hoy, desgraciadamente, suele considerarse como tal”.
A lo largo de El triunfo de la voluntad, ese performance del Führer es el plato principal. La manera de documentarlo de Riefenstahl, la vajilla en que se lo sirve. La vajilla luce como luce porque el encargado de la escenografía es Albert Speer, el arquitecto jefe del partido. Construcciones enormes de mármol y piedra, cúpulas precisas y extensas columnas. Si Riefenstahl convirtió la política en cine, Speer convirtió la política en estética, como escribió Lluís Permanyer en La Vanguardia. “Ello, qué duda cabe, contribuyó de manera decisiva a crear una mística que había de dar su fruto cuando un pueblo alemán fascinado pusiera en práctica aquel credo delirante servido por el paranoico peligroso que más audiencia tuvo en la Historia”.
Al final del filme, Hitler pronuncia el famoso discurso en el que proclama que el Tercer Reich duraría mil años. La secuencia inicia con la cámara mostrando el águila imperial (Reichsadler). Luego, desde lo alto, Hitler entrando al Palacio de Congresos de Núremberg seguido por la cúpula nazi. Es la clausura del mitin. La composición es simétrica al milímetro. La multitud está partida en dos, a los costados del encuadre. Hitler avanza por el centro, como Moisés a través de un mar de brazos levantados. Con un lento paneo vertical, de abajo hacia arriba, la cámara reencuadra la acción una y otra vez. Así sigue a la comitiva hasta revelar —a fauces abiertas y en plano general— el escenario completo, un monumental complejo en cuyo fondo reposa la enorme bandera vertical del partido. La santa misa está por empezar.
Después de que los Sieg Heil se extinguen, el Führer hace una maniobra que se convertiría en su firma: guarda silencio por varios segundos, retrasando el clímax que es para la multitud oír hablar a su líder, ser ungida por su verbo. Cuando la expectativa ha sido exacerbada al máximo, Hitler habla. Y en ese punto ya no importa lo que diga, todo ha sido dicho por su performance: la salvación ha llegado a Alemania y él la encarna, y para acceder a ella los alemanes solo deben obedecer. Obedecer ciegamente y no preguntar.