Una mañana de enero de 2016, un hombre llegó al puesto de flores que está frente a la estación del metro del barrio de Brixton, en el sur de Londres, y le pidió al vendedor un ramo de rosas. “Una libra y cincuenta peniques”, le dijo Simon Zucconi, que hacía veinte años se paraba bajo un toldo de arandelas verdes a vender sus flores. El hombre le agradeció, cruzó la calle, y las puso sobre frente al mural que el artista Jimmy C pintó en 2013 sobre una de las paredes de la peatonal de Tunstall Road en honor al hijo ilustre de Brixton: David Robert Jones. El Duque Blanco. Aladdin Sane. Ziggy Stardust —David Bowie.

Una hora y media antes, a las seis, en medio de la oscuridad y el frío del invierno británico, de camino al depósito donde guarda sus rosas y cactus, sus margaritas y astromelias, Zucconi pasó por el mural. Vio a un hombre de gorra y guantes, de silencio y de pie frente  al rostro de Bowie transfigurado en el de Aladdin Sane (cruzado por un rayo de locura —a-lad-insane), rodeado de esferas de colores que flotan sobre un fondo naranja: el músico que había lanzado Blackstar, su último disco, apenas dos días antes (en su cumpleaños 68), había muerto de cáncer en Nueva York, a una hora en la que la mayoría de la buena gente de Brixton aún dormía.

Pero para los londinenses —y en especial para los habitantes de Brixton— era una pérdida tan cercana que en pocas horas Zucconi había vendido todas sus flores, y en la peatonal de Tunstall Road casi no se podía caminar porque las ofrendas florales cubrían la mitad del asfalto, y la otra mitad estaba llena de agradecidos fans de Bowie que empezaron a escribir mensajes de gratitud en el mural. Cuando se quedaron sin espacio, la gente se movió, tan natural como un paso de baile de la estrella de rock, a los ventanales de la tienda departamental sobre cuyo dorso está la obra de Jimmy C. No pidieron permisos, ni hubo quién se los impidiera. Tuvieron que pasar algunos días hasta que algún administrador con más sentido mercantil que poético pegara un cartel de amabilidad inglesa pidiéndole a la gente que no usara sus vidrios para sus mensajes de amor y despedida.

Fueron los funerales espontáneos de uno de los más grandes talentos musicales contemporáneos. Zucconi no lo sabía, pero había visto, quizá, al primer doliente bowiniano en llegar al mural en el barrio en el que, en 1947, nació David Robert Jones. 

muerte de David Bowie

Una mujer despide a Bowie al pie del mural en Brixton la noche del 11 de enero de 2016. Fotografía de José María León Cabrera para GK

§

El cine Ritzy, como Bowie, es un símbolo de Brixton, que es un símbolo de Londres. Brixton (parte distrito de Lambeth) fue el primer barrio inglés que tuvo un mercado callejero iluminado por electricidad. A finales del siglo diecinueve era el futuro hecho presente: Electric Avenue, Electric Lane, la bombilla era la reina en un barrio sin la majestad windsoriana de otros célebres sitios londinenses. Su cinema abrió en 1911, bautizado como el Electric Pavillion. Fue uno de los primeros edificios diseñados y construidos para funcionar como sala de proyección de películas. Está en la esquina de Coldharbour Lane una de las avenidas principales de Brixton. Quince años antes, los hermanos Lumière habían proyectado una película por primera vez en la capital inglesa: cuarenta segundos de la vida cotidiana disparados desde un proyector manual. El Electric Pavillion sobrevivió al Blitz alemán, y a tres cambios de nombre  antes de morir en 1976. Volvió de entre los muertos dos años después cuando una cooperativa de vecinos decidió reabrirlo “con el entusiasmo de los completamente ignorantes”, según Pat Foster, quien lideró la reapertura. Se llamó The little bit Ritzy (en inglés, ritzy significa glamoroso) y fue un lugar de culto: cine arte, feminista y gay. En 1984 comenzó a pasar películas más comerciales, perdió su fachada victoriana y la recuperó. Fue versátil como Bowie, aunque no tan universal. El 10 de enero de 2016, el encargado de la marquesina del cine, que da a una pequeña plaza con un árbol en el centro, bajó los estrenos y los reemplazó con una despedida serena:

DAVID BOWIE 
OUR BRIXTON BOY
RIP

Durante las fiestas de fin de año, Londres entra en un estado lisérgico de luces, alcohol y muchedumbre. Enero es la resaca que le sigue. En sus primeras noches, el centro de la ciudad está vacío —apenas unos vagabundos durmiendo en los portales—, sucio —de basura vieja—, y apagado —como si tuviera una migraña por exceso de exposición a focos y música navideña. La gente retoma su vida a paso paquidérmico: vuelve al trabajo, a estudiar, a subir y bajarse de los buses de dos plantas, a ser tragadas por las gargantas profundas de las estaciones del monstruo del metro (the tube) que empiezan a comerse los más de mil doscientos millones de pasajeros con que se alimenta cada año.

Ritzy cinema

El cine Ritzy el 10 de enero de 2016, día en que murió David Bowie. Fotografía de José María León Cabrera para GK.

Pero ese diez de enero, Brixton estaba vivo de nuevo como en un día de diciembre: al atardecer (a eso de las cuatro de la tarde) la gente comenzó a llegar, sin convocatoria, guiados por la gratitud con Bowie. Se quedarían dos días.

§

Brixton no es un barrio sencillo. En 1981, Margaret Thatcher estaba en el poder y el desempleo volaba alto en el Reino Unido: al final del año llegaría a 3 millones de personas, la cifra más alta en medio siglo. Cuando un hombre negro fue arrestado por la Policía, el cóctel de frustración, marginación racial y la falta de trabajo en Brixton —una amalgama de comunidades de ascendencia caribeña, africana y latina— explotó. Tres días de protestas, más de cien carros de policía quemados, 300 heridos y decenas de detenidos. Para entonces, casi la mitad de todos los delitos violentos del distrito de Lambeth sucedían en Brixton.

Una década después, los reclutadores del extremismo islámico empezaron a acechar la mezquita de Brixton. Abdullah al-Faisal, uno de los ideólogos del terrorismo islamista, fue su imam en 1991. Richard Reid (que quiso detonar una bomba que llevaba en el zapato en un avión), Zacarias Moussaoui (que planificó los ataques del 9-11), Mohammad Sidique Khan (que voló un bus en 2007 en el centro de Londres) fueron todos sus discípulos. Al-Faisal no duró más de un año en la mezquita del barrio, me dice AbdulHaq al-Ashanti. “En nuestra mezquita siempre hemos querido ayudar a los jóvenes con problemas porque sabemos que la otra opción que les queda es el extremismo. El gobierno los ha olvidado”.

En los últimos años, Brixton se ha gentrificado, y sus bares, mercados callejeros, salas de concierto y su arte callejero outsider se ha ido moviendo hacia el centro: es uno de los corazones de la movida independiente londinense. Aun así, todavía hay noches violentas. El primer recuerdo que tengo de Brixton es ir caminando al mercado —tal vez uno de los lugares de más alta densidad de alimentos de todo el mundo— y toparme con una venta de drogas sacada de un cliché: un rincón oscuro y alejado, comprador asustado, vendedor intimidante, testigo que mira hacia otro lado y sigue su camino. Ese es el barrio de la infancia de Bowie. En esencia, no ha cambiado. El Ritzy —donde su mamá, Margaret Mary Peggy fue acomodadora— está ahí. La casa #40 de Stansfield Road sigue en pie. Cuando murió, alguien pegó un afiche con su fecha de nacimiento y muerte en uno y escribió en tinta negra: My home.

donde vivió David Bowie

Uno de los muros de la casa en que vivió David Bowie en su infancia en Brixton marcado por un fanático. Fotografía de José María León para GK

§

La del 11 de enero no fue una de las noches agitadas de Brixton. Fue sobrecogedora y cálida a pesar de los diez grados. Llovía ligeramente y en el árbol de la pequeña plaza frente al Ritzy, pelado invernal, aún colgaban unas luces led de sus ramas. Los fans de Bowie habían ido y venido desde las primeras horas de la noticia de su muerte, y el puesto de flores de Simon Zucconi había cerrado una hora más tarde de lo habitual. La peregrinación era del kiosko de Zucconi al mural —donde la gente dejaba las flores, encendía velas, y pedía silencio a quienes hablaban muy alto o se reían— y de ahí a la plaza al pie del Ritzy. Ahí, bajo la marquesina, la gente empezó a cantar Starman. Alguien lo grabó desde la terraza del cine y la página Consequences of sound subió un video de la parte en que la gente corea There’s a starman waiting in the sky He’s told us not to blow it, Cause he knows it’s all worthwhile He told me: Let the children lose it Let the children use it Let all the children boogie.

No era tanto un tributo, sino un reconocimiento: Bowie era el hombre de las estrellas que profetizó. Ya jamás bajaría a la Tierra, aunque quisiera. No lo haría porque sabe que no podríamos soportarlo. Está allá arriba, esperando para siempre, diciéndonos que no lo arruinemos porque él sabe que vale la pena.

La noche del 13 de enero, una niña de unos ocho años escribió en un costado de la pared: “Gracias por mostrarme la música, David”. Unos segundos antes, su mamá había escrito su propio mensaje de gratitud. Además de las flores, había botellas de vino y cerveza vacías, y a pesar del olor rancio que emanaban, no parecían fuera de lugar. Pensé que Bowie siempre me pareció consecuente y contradictorio. Alienígena y mundanal. Una muestra de la cotidianeidad y del talento excepcional. Era como si, mientras duraba su música, nos podíamos ver como éramos y como queríamos ser. Por eso días, un amigo me pidió que le consiguiera el suplemento del diario The Guardian en honor del gran músico inglés. Su pedido llegó tarde: estaba agotado desde muy temprano el 12 de enero, pero su conversación me hizo pensar en todas las versiones y posibilidades de ese espejo y telescopio que fue David Bowie cuando me dijo “Me pasaba que el man no era solo el que me hacía bailar o reducir su música a un ‘qué bueno’. Me pasaba que yo quería ser como él por unos minutos de mi vida”.

David Bowie

Una niña deja un mensaje en el mural de David Bowie en el barrio de Brixton en Londres el 12 de enero de 2012. Fotografía de José María León Cabrera para GK

Una semana después de la muerte de Bowie, el municipio del distrito de Lambeth puso una pequeña placa junto al mural de Jimmy C: “Pedimos comedidamente que pongan sus mensajes y dedicatorias en los bordes del mural y no sobre David o las esferas, para que este bello mural pueda ser disfrutado por todos en los años por venir. Gracias por su cooperación”. Para ese entonces, al pie del mural, las flores, las velas, las fotos y las botellas se habían multiplicado tanto que había que turnarse para pasar por el estrecho espacio que quedaba para caminar: era una primavera breve en medio del invierno, en uno de los barrios más complejos, coloridos y vivos de Londres.