Bajo el liderazgo de Aung San Suu Kyi, Birmania protagoniza la más reciente masacre en contra de los musulmanes rohingya que habitan en su país. No es la primera vez que los rohingya son víctimas de violaciones a sus derechos humanos, al punto que la ONU los considera uno de los pueblos más perseguidos del mundo, “sin tierra y sin amigos”. Sin embargo, es la primera vez que enfrentan la paradoja de sufrir la persecución bajo la administración de alguien que ha recibido un Nobel de la Paz.
La etnia rohingya ha sido relegada en Birmania y otros países del sudeste asiático desde hace décadas. Y aunque lamentable, la comunidad internacional también ha sido parte de este silencio que acalla una verdad incómoda: una persecución étnica en pleno siglo veintiuno. Según datos de la ACNUR, son cerca de 270 mil refugiados rohingya que han decidido escapar desde el 25 de agosto de 2017. Huyen de la violencia de las Fuerzas Armadas birmanas, que actúan en represalia a los ataques contra puestos de Policía perpetrados por el grupo insurgente Arakan Rohingya Salvation Army.
Aunque la precaria situación de esta minoría se remonta a 1962, el inicio de la actual espiral de violencia surgió en octubre de 2012. Se intensificó en 2015 con la peor crisis de refugiados hasta aquel entonces. Son varias las versiones respecto a los motivos detrás del reciente escalamiento de la violencia que estalló en el estado de Rakhine, donde vive la gran mayoría de rohingyas. Pero ninguna de ellas puede, de ninguna forma, justificar la obscena cantidad de refugiados que ha producido esta crisis humanitaria.
Existe una contraposición de versiones sobre lo que sucede en Birmania: hay amplia información sobre violencia, asesinatos y el incendio de aldeas enteras de rohingya a manos de militares y jóvenes budistas, como lo documentó una reportera de la BBC en Rakhine. Suu Kyi lo ha desmentido. Pero más allá del cruce de acusaciones, hay ciertas verdades incuestionables en la tragedia rohingya.
Los rohingya se enfrentan a una absoluta discriminación y opresión equiparable a las prácticas de un régimen de apartheid. El abuso está amparado, según el Gobierno central, en la Ley de Nacionalidad que no reconoce a los rohingya como una de las 135 etnias que oficialmente conforman Birmania. De esta forma han sido despojados automáticamente de una nacionalidad, convirtiéndolos en una población apátrida, carente de acceso a los derechos más básicos: educación, libre movilidad, acceso a propiedad privada, la potestad y libertad de contraer matrimonio con alguien de otra etnia, e inclusive sus derechos reproductivos al limitar el número de hijos en familias rohingya.
En un país abrumadoramente budista (el 89,8% según el censo de 2014) esta minoría de más o menos un millón de personas es víctima de prácticas que bajo el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, podrían ser considerados crímenes de lesa humanidad. Entre ellos, al menos el de asesinato, deportación o traslado forzoso, persecución étnica y hasta el crimen de apartheid.
Todo esto es aún más terrible si se considera que sucede bajo la tutela de una Premio Nobel de la Paz. Aug San Suu Kyi es la mujer que ostenta el galardón que otorga el parlamento noruego. Es, también, la líder de facto de Birmania. Su aliado Htin Kyaw- ejerce el cargo solo porque ella tiene hijos extranjeros, y eso la inhabilita según la Constitución birmana. En marzo de 2016, fue nombrada ‘superministra’ del gobierno de Kyaw- pero todo el mundo reconoce que ella es quien gobierna mientras que Htin Kyaw es apenas considerado su mano derecha.
Aung San Suu Kyi se convirtió en un símbolo de resistencia pacífica contra el régimen militar del General Ne Win, luego de que, inspirada en Gandhi, emprendiera una lucha de 18 años (11 de los cuales pasó bajo detención domiciliaria), a favor de las libertades de su pueblo y un orden democrático. Tras la victoria electoral de su partido, la Liga Nacional para la Democracia, Aung San Suu Kyi —aquella promesa tan esperada por Birmania— aseguró que su gobierno trabajaría por la adopción de una nueva Constitución y la “reconciliación nacional”.
Pero esas promesas tendrían un costo político que parecía muy alto. Durante la campaña electoral, la Nobel —activa defensora de la no violencia y partidaria del proceso de transición de la Sudáfrica post apartheid— se abstuvo de hacer referencia alguna a la situación de los rohingya: defender a estos musulmanes relegados le habría valido la desaprobación de gran parte de la población budista. Y su llegada al poder se habría truncado.
Parece evidente que el Nobel de la Paz le resultó grande a una Suu Kyi tibia, por decir lo menos, frente a la actual crisis humanitaria en su país. Pero aun si la lideresa estaría dispuesta a mejorar la atroz realidad de los rohingya, se enfrenta a un gran obstáculo: el Ejército birmano que cuenta con el 25% de los escaños parlamentarios, lo que les otorga la potestad de vetar cualquier reforma constitucional impulsada por Suu Kyi y su bloque político.
¿Qué tan leal le será Suu Kyi a su título como Nobel de la Paz? Renunciar al actual gobierno siempre es una opción viable, mucho más si sus acciones contradicen aquello a lo que, supuestamente, le ha dedicado su carrera política y aquello que ella representa. O quizá, para la líder de Birmania, los derechos de los musulmanes rohingya no merecen ser defendidos. Una cruda pero posible realidad.