La caída en desgracia de Alianza País, el partido político del expresidente Rafael Correa, es aún más difícil de entender porque sus lesiones son autoinfligidas. Después de volverse el movimiento político ecuatoriano más exitoso de la democracia moderna, si el partido  de la lista 35 termina en el cementerio del Consejo Nacional Electoral —junto con las docenas de partidos políticos y movimientos descartados por falta de organización o interés—, la autopsia revelará que fue un suicidio.

Diez años de gobierno serían un ciclo natural en cualquier democracia. Y sería normal si una nueva voz, de otra banda, lograse elaborar una narrativa que capta la atención del electorado. Sin embargo,  Alianza País intentó conservar el poder a través de una paradoja aparente: la candidatura de Lenín Moreno y Alianza País fue presentada como la encarnación del cambio y la continuidad a la vez. Y le sirvió para volver a ganar la presidencia y tener una mayoría legislativa: desde abril de 2017, Alianza País parecía encaminado a profundizar su huella en la historia ecuatoriana al gobernar cuatro años sin ningún rival político que le causara preocupación. Y, a pesar de éstas condiciones favorables, el partido parece enrumbado a la autodestrucción.

Lenín Moreno ha elaborado un discurso que le ha hecho, al menos durante sus primeros 3 meses de gobierno, el Presidente más popular en los últimos 28 años. Su discurso es simple: durante la década de bonanza hubo avances pero también excesos que merecen ser investigados, y sus responsables procesados, caiga quien caiga. Siendo estratégicos, el partido oficialista debería ver las acciones de Lenin como una oportunidad de consolidar su papel como cambio y continuidad a la vez. Siguiendo el ejemplo de Lenin, los voceros del partido podrían admitir que hubo corrupción, y apoyar y motivar su erradicación.

Pero esa no ha sido la respuesta de las figuras principales de Alianza País. Inspirados por el nuevo líder de la oposición, el tuitero del ático belga, Rafael Correa, los duros del partido verderflex ven la estrategia de Lenin no como una oportunidad de escribir un nuevo capítulo, sino una amenaza a la leyenda del primero. Gabriela Rivadeneira y Ricardo Patiño, personajes emblemáticos del gobierno anterior, se fueron a Bélgica y regresaron con municiones verbales para la nueva guerra civil, abiertamente cuestionando a Moreno —algo impensable bajo el mandato de Correa. Patiño encabezó las primeras renuncias de alto perfil del gobierno, cuando anunció que junto a Virgilio Hernández y Paola Pabón, dejaban el gobierno por un sentido de militancia con la autodenominada Revolución Ciudadana. El partido político conocido por su disciplina interna empieza a derrumbarse: el actual vicepresidente, investigado por la Fiscalía, criticó públicamente a su binomio. La insubordinación le costó sus funciones y el uso del avión presidencial. Mientras sus compañeros renunciaron por “principios”, él inexplicablemente sigue en su cargo sin funciones y sin conformidad por la dirección de la administración.

Mientras esto sucede al interior del partido de gobierno, Lenín intenta ganarse la confianza de la vasta mayoría de ecuatorianos. Los dirigentes de Alianza País, buscan complacer a su base —cada vez más pequeña: basta ver el apoyo que recibió el vicepresidente Jorge Glas en las afueras de la Asamblea Nacional, el día en que el legislativo aprobó su enjuiciamiento penal “Apenas unas diez personas gritaba en favor de Glas. Uno llevaba un cartel que decía ‘Vicepresidente te apoyamos. Creemos en tu inocencia. Fuera las ratas de CREO’.”—escribió María Sol Borja en una crónica sobre la jornada— “Frente a ellos, un grupo similar, cargaba unas figuras de esponja que emulaban unas ratas grises, y gritaban consignas en contra de Glas y País. En poco tiempo, la calle quedó desierta”. Era la pintura del nuevo estado de las cosas. Un contraste a los masivos y ratos intimidantes mítines y celebraciones de Alianza País del pasado.

Sin una reconciliación, el único fin de la batalla pública entre Alianza País y su líder Lenin Moreno es una ruptura, que podría manifestarse como una “muerte cruzada”: aquél dispositivo constitucional que permite llamar a nuevas elecciones. Si se llegara a una disolución del gobierno de Moreno, el potencial fin de Alianza País sería un autogol. Si damos validez a las encuestas más recientes, Alianza País necesita a Moreno más que de lo que Moreno necesita a Alianza País.

Y, aunque hace un tiempo podría haber sonado impensable, el regreso de Correa no garantiza una victoria electoral. Rafael Correa nunca ha ganado una elección jugando a la defensiva, y su oponente tiene los vientos en su favor: Moreno entendió que el país se cansó de diez años de la política como conflicto constante, y ha ofrecido una gestión del poder que reemplaza la bronca con diálogo. Rafael Correa nunca tuvo un rival que podría competir con él en las urnas. Ahora sí.

En adición, mientras haya nuevas revelaciones de corrupción habrá más munición para usar en contra de quienes parecen indiferentes a la corrupción. Una campaña electoral sería el escenario más propicio para que  Moreno pinte  a Rafael Correa como el gran defensor de la corrupción —una narrativa que podría perdurar en el largo plazo. Después de ser quien define a todos los demás, Rafael Correa corre el riesgo de ser definido por otros. Sin un aparato mediático para resonar sus proclamaciones, encontrará difícil desarrollar un argumento que venza a las pruebas de corrupción, sobre todo si Jorge Glas es condenado.

 

Para Alianza País, un partido político tan acostumbrado a controlar la narrativa política, proteger una interpretación del pasado se ha vuelto más importante que escribir una historia del futuro. De David y Goliat se vuelve Paraíso Perdido,  porque el partido que logró electoralmente ser el cambio y la continuidad al mismo tiempo, internamente no está dispuesto a aceptar renovarse ni renacer y adaptarse a las demandas del nuevo electorado. Tampoco parece acostumbrado a dejar que la justicia procese a quienes cometieron actos de corrupción. Estancada en el pasado, como la figura trágica de una obra de Shakespeare, Alianza País cumple su profecía sin poder ejercer el autocontrol suficiente para detenerlo. Después de usar su espada fina para condenar a tantos partidos políticos a la irrelevancia, como el MPD, Ruptura de los 22, PRIAN, para nombrar algunos, tal vez la última víctima de Alianza País no será el asesinato simbólico de un adversario político, sino un suicidio prolongado y público. Seguramente su tumba será la más grande y de sus cenizas se levantarán imitadores, cada uno tratando de recapturar el trono abandonado por quienes llegaron a la tierra prometida pero rehusaron entrar.   El pasado no volverá, decían. Lo que olvidaron fue entender que su presente se volvería, inevitablemente, pretérito. Y en ese contexto cada día que pasa parece que no, que el pasado —del que Alianza País es guionista, narrador y protagonista— no volverá.