Cuando el vicepresidente del Ecuador Jorge Glas llamó histéricas a las asambleístas de oposición que piden un juicio político en su contra, quizá ignoraba la carga sexista del término. O quizá no. Quizá su afán era deslegitimar la postura política de un grupo de mujeres apelando a su falta de racionalidad y sugiriendo sutilmente que “están locas”. No sería la primera vez en la Historia que un hombre desacredita a una mujer por ser mujer.

La palabra histeria viene del griego hystero, que quiere decir útero. En la Antigua Grecia, Hipócrates sugirió que la histeria surgía de un disfunción del útero que provocaba que las mujeres entren en estados catatónicos cuyos síntomas iban desde alucinaciones hasta una líbido sexual elevada. Se pensaba que el útero “errante” se movía dentro de la mujer y que había que volver a colocarlo en su lugar, siguiendo tratamientos que hoy suenan disparatados (como colocar ungüentos de olores fuertes en el estómago para hacer que el útero se desplace hacia arriba). A la histeria la llamaban “asfixia de útero”.

Tomó siglos erradicar esta idea falsa de que la histeria era una condición usual y reservada para las mujeres. Durante los juicios a las brujas de Salem, en el siglo diecisiete en Massachusetts, la premisa era que las mujeres eran más débiles “emocional y espiritualmente”, y por lo tanto más propensas a ser  influenciadas por el Diablo. Se dijo que las mujeres acusadas de brujería mostraban signos de histeria provocada por una entidad diabólica. El nexo entre histeria, el género femenino y lo diabólico o sobrenatural venía de la Edad Media, y continuó siendo una creencia muy arraigada en varias religiones, como el catolicismo y algunas ramas del judaísmo.

En el siglo diecisiete, el doctor inglés Thomas Sydenham escribió un tratado sobre el tema y aseguró que, después de la fiebre, la histeria era la enfermedad más común entre las mujeres. Para entonces, la lista de síntomas era tan extensa, que cualquier malestar que mostrara una mujer —desde falta de autoestima hasta insomnio— podía diagnosticarse como indicio de histeria. Se pensaba que las adultas solteras eran la más propensas a padecerla, ya que se relacionaba a la enfermedad con la falta de una vida sexual normal o activa.

La palabra buscaba normar cómo las mujeres vivían su sexualidad. De hecho, a manera de tratamiento, los doctores utilizaban sus dedos para provocar orgasmos en las pacientes argumentando que era una de las maneras más efectivas de combatir la enfermedad. Un siglo después, el psicoanalista Sigmund Freud revisitó el término y concluyó que la histeria provenía de los deseos sexuales reprimidos o de traumas infantiles ligados a la sexualidad. Se descartó cualquier relación entre la histeria y el útero: pasó de ser un trastorno físico a una aflicción emocional y psicológica que los hombres también podrían padecer, aunque Freud sostenía que las mujeres son más propensas a tener  deseos sexuales insatisfechos —y, por lo tanto, a ser histéricas.

Más allá de su uso en el ámbito médico, histérica tiene una connotación peyorativa que ha sido utilizada para señalar el comportamiento femenino que se sale de la norma o busca combatir el status quo. Junto a epítetos como locairracional o dementehistérica es un término utilizado para silenciar a las mujeres. En 1908, el London Times publicó un editorial en contra de las sufragistas en el que afirmaba: “Uno no necesita estar en contra del sufragio femenino para darse cuenta de que algunas de sus defensoras más violentas sufren de histeria. Usamos el término sin ninguna precisión científica, sino porque es la palabra que se utiliza para definir esta especie de entusiasmo degenerado en excitamiento nervioso”. La palabra en sí sugiere que quien padece de histeria está actuando desde la emoción y no desde la racionalidad. Según el vicepresidente Glas, las asambleístas de oposición que lo llaman a juicio están actuando irracionalmente —algo de lo que muy a menudo se acusa a las mujeres que incomodan al poder.

Es una palabra que encierra la forma en que se ha dividido el mundo: los hombres son los racionales que toman las decisiones, mientras las mujeres quedan relegadas a un segundo plano para atender sus emociones. No es ninguna novedad que, en medio de un debate político, un hombre intente hacer de menos los argumentos de una mujer sugiriendo que está actuando sin razón o está siendo “demasiado emocional”, histérica o exagerada. Como parte del Comité de Inteligencia del Senado de los Estados Unidos, que investiga la interferencia de Rusia en las elecciones presidenciales de 2016,  la congresista demócrata Kamala Harris ha usado su vasta experiencia profesional para hacer preguntas importantes e  interrogar exhaustivamente a todos los funcionarios llamados a declarar. Gracias a su pasado como fiscal general (fue la primera mujer que obtuvo ese cargo en California), Harris es incisiva y asertiva, una experta en obtener las respuestas que busca. Sin embargo, esto le ha ganado críticas por parte de algunos de sus colegas republicanos, quienes la interrumpen constantemente, y han descrito su comportamiento como histérico.

Algo parecido le pasó a Mary Creagh, una parlamentaria británica, cuando le preguntó al Canciller de Hacienda, Phillip Hammond, si iba a ser capaz de ofrecer certezas a los cientos de miles de negocios británicos que, al estar registrados en Irlanda, se verían afectados por el Brexit. “No seas histérica”, le contestó Hammond. Creagh contó la anécdota en un ensayo publicado en el diario The Guardian, en el que explica por qué el uso de esa palabra es sexista. “Es el primer desorden mental atribuido específicamente a las mujeres” —escribió— “En la época victoriana se utilizaba este diagnóstico para silenciar y encarcelar a las mujeres que no se ajustaban a las normas de comportamiento femenino que ellos consideraban apropiado”.

Pero no hay que ir al Reino Unido para encontrar este comportamiento: hay una larga tradición  en la política ecuatoriana, y dentro del partido oficialista Alianza País en particular, de referirse a sus oponentes políticas en términos sexistas. A lo largo de sus diez años en el poder, Rafael Correa utilizó una retahíla de insultos para referirse a las mujeres que se oponían a sus políticas: neuróticasmajaderasdesquiciadas. A la candidata a la presidencia por el Partido Social Cristiano Cynthia Viteri la mandó a callar y a “hablar de maquillaje, no de economía, porque da vergüenza ajena“. Y Alexis Mera, el secretario jurídico de Correa, llamó mal culeadas a un grupo de asambleístas que buscaban que se discuta la legalización del aborto por violación.

Todos estos comentarios de Correa y Mera tuvieron su momento de rechazo pero, de alguna u otra manera, no afectaron demasiado su popularidad o pusieron en riesgo sus cargos, algo que podría no suceder con el comentario de las histéricas. Esto porque la imagen de Glas se ha visto muy golpeada en los últimos meses por los escándalos que lo rodean: según una encuesta de Quantum, su aceptación ha bajado del 42% al 35% entre mayo y junio. Otro sondeo, de la empresa Numma, muestra que el 52% de los consultados cree que Glas está vinculado a los casos de corrupción.

El Vicepresidente prefiere desviar el tema de conversación en lugar de dar respuestas claras. Sus aliados incluso dicen que es una jugada más de los detractores, como si fuera una guerra AP versus la oposición y no lo que realmente es: Glas versus las mujeres. Cuando Glas usó ese término para referirse a un grupo de asambleístas (incluso remarcó su género con la frase “hay un grupo de asambleístas que dicen cosas perversas de mí, creo que la mayoría son mujeres”) recurrió a un apelativo machista que durante siglos sirvió para silenciarnos. Y lo hizo en una entrevista junto a otros cuatro hombres, y a ninguno se le ocurrió que utilizar esos términos era sexista. Por eso, no sorprenden sus palabras: es un hombre más en la historia. Los comentarios del Vicepresidente demuestran que frente a la imposibilidad de defender su postura con argumentos reales y en franca desesperación mientras la sombra de varios casos de corrupción lo acecha, no tiene otra salida que menospreciar a sus colegas mujeres con un viejo y caduco cliché sexista.