El hombre viste un uniforme militar. Está parado en la vereda de la Avenida 6 de Diciembre, a pocos metros del Agrupamiento de Comunicaciones y Guerra Electrónica del Ejército Ecuatoriano. Un muro pintado de blanco rodea al recinto. En el palimpsesto de graffiti que se forma sobre los bloques de hormigón se distingue un pene y varias esvásticas. El hombre extiende su brazo con el pulgar levantado al ver que un taxi amarillo se aproxima. Las nubes cubren las montañas del noroccidente de la ciudad, pero el sol del mediodía cae perpendicular sobre su gorra de camuflaje. Escapando de sus rayos, él apura el paso y entra al vehículo cuando este se detiene junto a la vereda.

—¡Chuta! —exclama cuando se fija en el cabello largo y en el blazer entallado de la conductora— Ya le hice parar… Ahora me toca ir. A La Prensa, por favor.

—¿Por qué le toca? —pregunta ella, sabiendo perfectamente el motivo.

—Verá… Yo nunca me subo en un carro que conduce una mujer —le dice el hombre y se seca el sudor de la frente con la manga del uniforme—. Yo desconfío de la mujer que conduce.

La taxista ha oído a muchos de sus pasajeros decir cosas similares. Ya no se lo toma a mal, sabe que también hay personas que prefieren que su conductor sea mujer. Si al día pierde una carrera por su género, ese mismo día gana otra por la misma razón. “Vamos con la señora, ella nos está representando en el volante a las mujeres” y “Aquí, entre mujercitas, estamos más seguras”, son algunas de las cosas que le han dicho.

—¿Y su esposa le hizo algo para que desconfíe así de las mujeres? —pregunta ella y se prepara para arrancar el vehículo.

—¡No, no, no! Sino que no conducen bien —responde él, como revelando una verdad obvia y universal.

Quito está en los Andes, a 2800 metros sobre el nivel del mar. Sus casas y calles trepan hasta las laderas de la hoya que la contiene. En esa faja urbana de aproximadamente cincuenta kilómetros de longitud y ocho de ancho hay cerca de dos millones y medio de habitantes y 450 mil vehículos. Es decir, casi uno por cada cuatro habitantes.

Martha Calahorrano, la mujer que llevó al militar al que no le gusta cómo conducen las mujeres, maneja, desde hace tres años, uno de los cerca de 15 mil taxis que operan legalmente en la ciudad (según cifras de la Agencia Metropolitana de Tránsito). La compañía a la que ella pertenece tiene ochenta accionistas. Tres, incluyéndola, son mujeres. Todas prefieren “martillar” en la noche. Martha lo hace desde las siete de la noche hasta la medianoche y le gusta moverse por el norte de la ciudad. Ahora se dirige a uno de los puntos calientes para recoger pasajeros. Antes de presionar el acelerador con la punta de su zapato tipo ballet, mira por el retrovisor y chequea los espejos laterales.

Da retro y saca a su Chevrolet Aveo del parqueadero del Centro Comercial Aeropuerto. Le entrega unas monedas al guardia. Él la despide con un “gracias, niña”. Martha tiene 56 años y es abuela. Viste pantalones stretch blancos y una blusa de tela ligera. Está acostumbrada a que guardias, policías metropolitanos, pasajeros y otros taxistas le digan “princesa”, “reina”, “mamita” y “mija”. También le dicen “señora”, pero suelen ser mujeres y hombres jóvenes quienes usan ese término. “De retorno, central”, le susurra a su radio Motorola.

El Centro Comercial Aeropuerto está coronado por un letrero de neón rojo —“Supermaxi”— y se encuentra frente al antiguo aeropuerto de Quito, al que cada media hora, y hasta medianoche, llegan busetas con pasajeros desde el nuevo aeropuerto de Tababela, ubicado a unos 30 minutos de viaje por carretera. El taxi de Martha no es el único que espera afuera del estacionamiento del lugar. Hay tres vehículos adelante suyo.

Los choferes han abandonado sus asientos y, apoyados en los capós, observan si algún nuevo transporte llega. Todos quieren empacar en sus taxis a las familias que vuelven de Miami cargadas de bolsas del Duty Free y que probablemente van a la González Suárez, al Quito Tenis, a Bellavista o a otros barrios bien iluminados, con edificios inteligentes y camellones cargados de árboles y césped, donde los perros de la zona hacen sus necesidades. También son abordados con entusiasmo los turistas extranjeros —que usualmente llegan en camiseta de manga corta y sandalias— y cuyos hoteles suelen estar en los edificios coloniales del Centro Histórico, a más de cinco dólares de distancia-taxímetro.

Mientras Martha busca posibles pasajeros, dos ráfagas de fuegos artificiales, una verde y otra blanca,  revientan en el cielo. No es algo inusual en Quito. Un equipo local gana un encuentro de fútbol, estallido. Fiestas de alguna institución pública o partido político, estallido. Feriados varios, estallido. Una mujer de pelo corto y bufanda se acerca al auto. Lleva un bolso de mano y luce cansada. Cuando entra al asiento de pasajeros se escucha el tintineo ahogado de las monedas que aprieta en las manos.

—A los conjuntos San Felipe, por favor.

A veces, el aire entre la cabina del conductor y el asiento de pasajeros se espesa y solo permite un intercambio básico de información. Esta es una de esas veces. Al menos, hasta unas pocas cuadras antes de llegar a su destino, cuando la mujer despega la nuca del asiento y rompe su mutismo.

—¿Usted trabaja las noches? —le pregunta a Martha,

—Sí.

—¿Hasta qué hora?

—Hasta las doce.

—Umm… me parece más peligroso por la noche.

La mujer vuelve a pegar la nuca al asiento y solo se incorpora cuando el taxi se detiene frente a un conjunto residencial de ladrillo visto y muy iluminado por fuera.

—Servida, señorita —le dice Martha antes de recomendarle que abra la puerta con cuidado.

Desde que arrancó la Regularización del Servicio de Taxi en el 2011, las mujeres taxistas dejaron de ser avistamientos anecdóticos y se convirtieron en una minoría visible. Sin embargo, su género aún causa sorpresa en muchos pasajeros.

La Ordenanza Municipal 0047, emitida durante ese proceso, demandaba que las operadoras creadas durante la regularización incluyeran un mínimo del 5% de mujeres, en calidad de conductoras y/o accionistas. Las que existían antes no debieron cumplir este requisito para obtener su permiso de operación.

De vuelta en el antiguo aeropuerto, Martha revisa su celular. Tiene como protector de pantalla una foto de su nieta de cuatro meses. Por las mañanas cuida a su madre de 102 años y cocina para sus dos hijos menores, de 18 y 20 años (tiene dos más, ambos casados). Su rutina es así desde que se separó hace tres años. Explica que a pesar del maltrato psicológico, físico y verbal que recibió durante su matrimonio, le tomó mucho tiempo llegar a esa decisión. De hecho, el taxi que maneja fue comprado con un préstamo que ella pidió para que su esposo emprendiera un negocio propio. Pero él nunca lo usó.

Afuera hace frío y una nueva tanda de buses provenientes de Tababela llega. Martha saca la cabeza por la ventana: “Pssst… ¿taxi?”. Está en una zona que ella no considera peligrosa. No necesita colocar los seguros ni subir las ventanillas.

Una familia joven —padre, madre y una niña con botas rojas— entra al auto.

—A la Gaspar de Villarroel —dice el padre, con acento venezolano.

El camino está despejado y Martha lo disfruta. No hay embotellamientos ni bocinas graznando en bandada. El frío hace que los espacios públicos se vacíen. El hecho de que en viernes y sábados los locales de diversión cierran a las 02:00 en lugares considerados no turísticos, y a la 03:00 en los turísticos, contribuye a que el pulso nocturno de Quito sea bajo.

La iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cuyo techo metálico parece un sombrero mexicano, y una pizzería Domino’s comparten la esquina que inaugura el tramo empinado de la Gaspar de Villarroel. Las pocas casas antiguas que aún no han sido tumbadas se codean con edificios cuyas plantas bajas funcionan como panaderías, consultorios médicos y tiendas.

—Nos deja donde está el aviso, a la derecha —dice el hombre.

El vehículo se detiene junto a  un letrero de “No estacionar” y la familia desciende.

Martha no vuelve al antiguo aeropuerto. Decide “martillar” en la Estación Norte “Río Coca” de la Ecovía. Ese sistema de buses acordeónicos opera todos los días, desde las 06:00 hasta las 22:00, y recorre la ciudad de norte a sur. Martha se estaciona detrás de dos taxis “de color”, como se les conoce a las unidades que operan ilegalmente. Es una técnica que adopta seguido: quienes salen de la estación se aproximan a esos vehículos, pero al ver que detrás hay un taxi legal, deciden subirse a este último. Pocos segundos después, un hombre ancho, de barba y overol azul se para junto a la puerta de pasajeros. La abre. Cuando termina de acomodarse en el asiento, el olor a alcohol ya se ha regado por toda la cabina.

    —A la Gaviria —dice efusivamente.

Martha titubea, usualmente no lleva a borrachos, pero el hombre fue más rápido que su olfato. Finalmente arranca, más por inercia que por decisión.

—¡Pero no voy a pagarle los tres dólares! —dice él ni bien se termina de acomodar en el asiento.

—Señor, yo le cobro lo que marque el taxímetro.

—No voy a pagar los tres dólares —reitera—. Yo le pago dos… Yo soy hincha de El Nacional.

La Gaviria no está lejos, pero el recorrido se hace largo. Los taxis de la compañía de Martha son ejecutivos. Es decir, no recogen pasajeros en las calles, sino solo a través de una operadora telefónica, por lo que no tienen las cámaras de vídeo ni el botón de auxilio que son parte del kit de seguridad que el gobierno central y la Agencia Nacional de Tránsito han instalado en los taxis convencionales del país. Pero tiene su radio y sabe que en caso de toparse con un pasajero sospechoso, solo debe decir “10-6-1, central” para pedir que la compañía le haga un seguimiento de seguridad. El hombre, sin embargo, después de balbucear algo que suena a “vengo de un poco de Rock ‘n Roll y respeto”, se limita a guardar silencio y a ver, a través de la ventanilla, los pollos asados que giran lentamente en las vitrinas de la 6 de Diciembre y Gaviria.

—¡Chútica! Ya llegamos, ¡aquí no más es!

Martha detiene el taxi junto a una vereda poco iluminada.

—Cóbrele, mi reina bella —dice el hombre, que de repente adopta un tono de coquetería, y le da un billete de cinco dólares—. ¿Eran tres? ¿No?

Martha le entrega el cambio.

—Me llamo Mario —le dice a Martha, cuando finalmente logra girar la manija en la dirección correcta y abre la puerta—. ¿Cómo se llama usted?

Martha no responde en ese momento. Pero, una vez que el mundo del hombre borracho y el de ella quedan separados por la puerta metálica del taxi, suelta una carcajada. La tensión que acumuló durante la carrera se evapora. No es la primera vez que un pasajero, sobrio o borracho, coquetea con ella y la pone incómoda. Si le piden su número de teléfono, ella les da uno falso. Le gusta conversar con gente, le gusta su trabajo, pero tiene claro para qué lo hace. Luego de terminar de pagar las cuotas de los préstamos con lo que se compró su auto y una casa en Marianitas —en el extremo norte de la ciudad—, su plan es llevar de vacaciones a sus hijos menores a Colombia o Cuba.  “Si trabajara ocho horas en una empresa, mis hijos, mi familia, estarían solos –dice–. No tendría tiempo para ellos”.

Según la Encuesta del Uso del Tiempo 2012, realizada por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos y la Comisión de Transición hacia el Consejo de las Mujeres y la Igualdad de Género, las mujeres ecuatorianas dedican un 46% de su tiempo al trabajo (remunerado o no) y un 54% a actividades personales. Por su lado, los hombres destinan un 40% a lo primero y un 60% a lo segundo. Manejar su propio taxi no solo le da a Martha mayor control de su tiempo, también le permite tener una situación financiera relativamente estable. “Este es un trabajo digno, bien reconocido económicamente –dice–. ¿Dónde más voy a ganar mil dólares al mes?”

Pero manejar un taxi propio no solo significa tener una mayor libertad para disponer del tiempo propio e ingresos suficientes. Significa también estar inmersa en un espacio público que, como explica Susana Wappenstein, profesora e investigadora del departamento de Sociología y Estudios de Género de FLACSO Ecuador, está mayormente ocupado por hombres. Manejar un taxi significa estar en ese espacio público pero, a la vez, estar aislada. Sí eres sujeto de un agresión verbal o de algún tipo de acoso por parte de un pasajero, significa estar dentro de una caja metálica y tener menos posibilidades de reaccionar, de defenderte, de pedir auxilio o de escapar.

§

Sandra Cadena no es parte de una operadora de taxis. Es decir, no trabaja legalmente. Si algún policía metropolitano la detiene, dice que los pasajeros que lleva son parientes o amigos. “Mientras no vean que tengo una Motorola, no sospechan”.

Conduce un Hyundai Getz dorado y la mayoría de sus clientes son mujeres. Desde hace dos meses, su esposo la ayuda con algunas carreras. Él, después de 21 años de trabajar en la misma empresa, se quedó sin empleo.

Cuatro años atrás, Sandra sí trabajaba en una operadora y estaba cerca de la dirección desde donde un cliente pidió una unidad. Tomó la radio e indicó que atendería el llamado. Un hombre de alrededor de cuarenta años —jean, camiseta y saco— se subió al asiento del copiloto. Sandra ya lo había llevado en una ocasión anterior, pero le extrañó que eligiera sentarse junto a ella. Sabía que era arquitecto y que tenía dos hijas. El arquitecto le pidió que lo llevara a Tambillo, una parroquia rural fuera del territorio que Sandra cubría. La conversación empezó con lugares comunes: el clima, los hijos, el tráfico. Luego, el arquitecto aventuró un monólogo sobre la impericia en la cama y la vejez de su esposa, sobre sus preferencias sexuales —masturbación y sexo oral antes de la penetración— y sobre cómo él era un hombre que no se andaba con rodeos y que proponía a las chicas que le gustaban que fueran a un motel. Antes de poner su mano sobre la de Sandra, que estaba en la palanca de cambios, agregó que su esposa no lo entendía, que era fría y que él era “fogoso”.

—Quiero conocerle más –dijo el arquitecto–. Como le conté, yo no invito un café, voy directo al plan.

Sandra no supo qué decir. Su primer impulso fue detener el vehículo. Cuando pudo articular, le advirtió que lo dejaría ahí, en medio del camino. Estaba nerviosa.

—Este rato se me baja —dijo, levantando los seguros e intentando sonar firme.

—Ok, ok… Veo que usted no es fácil —respondió el hombre, pero no se movió del asiento.

Después de decirle que se comportara y que no dijera una sola palabra más, Sandra lo llevó hasta Tambillo. Pero cuando el hombre se bajó del auto, ella aún luchaba por controlarse, y se le olvidó indicarle el costo de la carrera. El arquitecto tampoco preguntó y se bajó sin pagar.

Sandra recuerda ese episodio mientras maneja por la Autopista General Rumiñahui. Si las vías del Distrito Metropolitano de Quito son un sistema circulatorio, esa autopista es un torniquete. La gente de Conocoto y del Valle de Los Chillos que se dirige a la “ciudad” a trabajar, se convierte, dentro de sus autos o en los buses públicos, en coágulos que avanzan lentamente.  Sandra aprovecha que los vehículos que están por delante suyo no se mueven. Toma el Samsung blanco que tiene sobre las piernas y revisa su cuenta de Instagram. Le pone me gusta a un vídeo que muestra cómo pintarse un diseño verde fosforescente en las uñas.

Sandra tiene un copete ochentero y el pelo recogido con un moño púrpura. No lleva maquillaje. Esta mañana se despertó a las 04:30 y no alcanzó a arreglarse. Lo hará mientras espera a algún pasajero. Eso sí, sus uñas largas están cubiertas por una gruesa capa de esmalte rojo sobre la que se ven varios puntitos blancos. El volante parece ser timoneado por una bandada de coleópteros. “Son naturales –aclara con orgullo–. Solo esta que se me rompió es de acrílico”.

Atravesar la autopista es la única forma de llegar a su destino. Debe dejar a Bachita, una mujer de 78 años, en una clínica de osteoporosis en la Avenida Eloy Alfaro, en el centro-norte de la ciudad. Durante la hora pico, hacer ese trayecto puede tomarle poco más de una hora. Pero es temprano aún (las 06:15) y el nudo que se formó al inicio de la carretera se afloja. Sandra acelera. Media hora después deja en la puerta de la clínica a Bachita, quien le paga 12 dólares y le da la bendición al despedirse. “Soy como una hija para ella —explica—, es mi cliente regular”, y se dirige a retirar a su próxima pasajera, en el barrio La Gasca.

Sandra trabajaba a medio tiempo en la compañía de taxis de la que era cliente el arquitecto que no se anda con rodeos. Por las tardes hacía recorridos escolares. Su plan era ahorrar para comprar una furgoneta y dedicarse solo a lo último. Para financiar el proyecto, ella y su esposo habían vendido el Kia Carens que Sandra manejaba. Pero entonces llegó el cáncer. “Me hicieron una mastectomía radical –dice–. Encontraron metástasis en los ganglios, fue agresivo”. Sandra tenía 37 años.  “Lo que vendimos del carro —dice–, lo gastamos en mi tratamiento”. Después de terminar su radioterapia, Sandra se reincorporó a la compañía, primero como operadora telefónica —debía aún resguardarse del sol— y luego, también como conductora.

La avenida La Gasca es una lengua empinada de asfalto que parece terminar en el Rucu Pichincha –el pedazo filoso de cordillera que flanquea a Quito por el Occidente. En 1975, un aluvión bajó por esta vía aterrando a los habitantes de las pequeñas casas de techos tejados que abundaban en sus transversales y que en los últimos años han sido derribadas para construir edificios de pocos pisos, tipo cajón.

Hoy en La Gasca hay un rompevelocidades en casi cada cuadra. El Hyundai Getz se detiene en un semáforo y un hombre canoso, con arrugas bronceadas en la frente y el cuello, le enseña a Sandra el abanico de CDs y DVDs piratas que sostiene en su mano. La única carátula que se distingue es la de La Era del Hielo 5, película que está a días de estrenarse en el paísElla mueve el índice de su mano derecha de un lado a otro en señal de negativa. Toda la música que necesita está en un USB conectado a la radio del tablero (ahora suena una cumbia gaucha). Tampoco acepta los servicios de los muchachos limpiavidrios que abundan en la ciudad. Ella guarda su propia franela en la gaveta, junto a un body splash de Victoria’s Secret.

Mientras las llantas de su carro encuentran el mejor ángulo para embestir a los chapas acostados, Sandra cuenta que abandonó la compañía, no por el episodio con el arquitecto, sino para tener mayor libertad. Que no podía compartir mucho con su familia, dice. Que en ocasiones tenía que hacer turnos desde las 05:00 hasta las 20:00 durante los fines de semana, y que solo tenía una hora para almorzar. Quería tener más tiempo. Después de renunciar, envío mensajes por WhatsApp a los pasajeros que conoció en la compañía y les puso a disposición su servicio. Ahora la llaman por celular para coordinar las carreras que necesitan.

Tiene varios clientes frecuentes, como Bachita y Dayana —la fisioterapeuta veterinaria a la que está por retirar en una de las transversales de La Gasca—, que eligen su servicio porque se sienten más seguras que si tomaran un taxi o un bus en la calle. Según cifras del Municipio del Distrito Metropolitano, un 67% de mujeres ha recibido agresiones sexuales verbales en unidades de transporte público de la ciudad y un 65% reporta alguna violencia o acoso sexual en los mismos escenarios. Sandra también se siente más segura trabajando de esa manera. “Gente desconocida —dice— yo no cojo”. Como medida adicional evita barrios, tanto del norte como del sur, que considera peligrosos.

§

En la noche no cojo a nadie —dice Gina—. Así se esté muriendo, le dejo que termine de morirse.

Gina Chicaiza tiene 42 años. Usa gafas oscuras y sujeta el volante con su brazo derecho. El izquierdo está empacado en una manga azul con blanco y se asoma por la ventana de su Aveo Emotion. Aunque es una manga del Emelec, un equipo de fútbol guayaquileño, Gina es hincha de El Nacional. Solo la usa para protegerse del sol. Un osito plano, café y con olor a vainilla cuelga del retrovisor y se tambalea. Desde el asiento del copiloto, Aylin Solange, una bebé de siete meses juega con él. Está sentada sobre las piernas de Paola, su madre, que es la hija de 18 años de Gina.

Mientras Gina explica que prefiere llegar segura a su casa que coger pasajeros potencialmente peligrosos a horas muy avanzadas de la noche, el vehículo se mueve por las calles adoquinadas de San Isidro del Inca. En las veredas hay más postes de luz y cables que árboles, y los muros están cubiertos de graffiti. Locales de comida típica llenos de gente —de menestras, chugchucaras y carnes—, bazares y vulcanizadoras se intercalan con las sencillas casas de la zona. Gina es conductora y propietaria de un taxi desde hace casi una década y desde hace seis años es accionista de una operadora en Monteserrín, al norte de la ciudad. De hecho, fue la primera mujer accionista de esa compañía. Ahora son cinco.

Las mujeres que manejan taxis ejecutivos en Quito, como Gina, han aumentando en un 30%, en los últimos tres años, según estima Alex Morales, presidente de la Unión Provincial de Taxis Ejecutivos de Pichincha. Los dirigentes de la Unión de Cooperativas de Transporte de Taxis de Pichincha y de la Unión de Operadoras de Taxis de Pichincha también ven un aumento considerable de mujeres propietarias y conductoras en sus respectivas federaciones, aunque tampoco cuentan con cifras exactas.

Gina se dirige a las Parrilladas Don Pato para almorzar con dos colegas. Una está en el asiento trasero de su taxi. Tiene un piercing sobre la comisura izquierda de la boca y los labios pintados de fucsia. Es Paola Báez y tiene 25 años. Desde hace dos meses es chofer no propietaria de una de las unidades de la operadora; antes manejaba un camión. La otra, que ya las espera afuera del local, es Paola Llumipanta, chofer propietaria de 32 años, que fue migrante ecuatoriana en España por casi una década. Gina la llama cuñada, a pesar de que Paola no está casada con su hermano y de que la relación está en standby. Gina tampoco está casada con el hombre con quien convive desde hace casi 20 años y con quien tiene dos hijos, pero se refiere a él como “mi esposo”.

Las paredes de las Parrilladas Don Pato son celestes y las sillas, verdes limón. Una bachata suena a todo volumen. Las mujeres se sientan y ordenan. La hija de Gina y su bebé se demoran un poco más en acomodarse. Paola Llumipanta, explica que aprendió a conducir en España. Hace dos años volvió al país, pero aún no se acostumbra a la manera en que la gente de Quito maneja.

— Que aquí un hombre baje la ventana y te grite ‘¡Torpe!’ o ‘¡Mujer tenías que ser!’ es difícil –dice–. Ese tipo de frases a una le hieren.

Esos insultos, explica Susana Wappenstein, equivalen a los comentarios sexuales que una mujer puede recibir sobre su apariencia cuando camina por la calle. “Es lo mismo –dice–. Se basa en el principio de que alguien tiene el derecho a insultar a la mujer por su condición de mujer”.

A Gina esos comentarios no la lastiman. Ella cree en la retaliación. Después de ordenar una parrillada de carne con papás y ensalada –intenta dejar el arroz para bajar de peso–, cuenta lo que otro taxista le dijo cuando ambos se detuvieron frente a un mismo semáforo en la Avenida Amazonas.

—¡Chuta!, ahora todo mundo está dejando de cocinar para venir a manejar —le espetó el hombre a través de la ventanilla abierta.

—¡Anda dile a tu moza que vaya a cocinar, porque yo ya dejé cocinando! —respondió Gina.

Piercing Paola y Paola, la que extraña España, lanzan una carcajada. La hija de Gina sonríe en silencio. Se ha sonrojado. Su madre quiere que ella también saque una licencia profesional y le ayude a manejar el taxi. Quiere que estudie, sí. Pero también quiere que pueda tener una fuente de ingresos para mantener a Aylin Solange, pues el padre de la niña no está en el panorama.

La parrillada de Gina y las de las demás llegan junto con una jarra de jugo de mora y cinco vasos. Piercing Paola pincha una salchicha con su tenedor, provocando que sude gruesas gotas de aceite. Está algo distraída. Les cuenta a sus amigas que las últimas semanas no han sido buenas. Que ser chofer y no propietaria no es un buen negocio porque todos los días, independientemente de cuánto gane, debe darle al dueño del taxi 25 dólares y correr, además, con los gastos diarios de gasolina.

—Nunca quise manejar un taxi —explica antes de comerse el pedazo de salchicha que cuelga de su tenedor—. Puse un anuncio en OLX —una web de avisos clasificados— para buscar un trabajo conduciendo. Hay muchas empresas que necesitan choferes Lo que pasa es que trabajo no hay y solo me llamaban para manejar taxis

 —Es duro, dice Gina.

—Quiero un trabajo donde me puedan asegurar, donde tenga un sueldo fijo —dice Piercing Paola—. Aquí, un día te va bien, un día te va mal y otro día te va pésimo. Así ganara 600 dólares al mes en total, ganar dinero a diario no es lo mismo. Te acabas todo en un día.

—Es verdad eso —dice Paola, la que extraña España—. Uno intenta ahorrar para pagar sus deudas, pero luego ve algo que le gusta o que necesita y se gasta.

Piercing Paola prefiere manejar camiones. Cuenta que hace poco dejó su hoja de vida en una multinacional que buscaba choferes. En la garita de la empresa, el guardia le confirmó que una contratación estaba en marcha y que el requisito principal era tener una licencia profesional tipo C. También le dijo que era política de la empresa no contratar mujeres para ese trabajo. De todos modos, Piercing Paola dejó su hoja de vida y la fotocopia de su licencia tipo C.

—Ni así tuviera una licencia superior a la que ellos requieren, me dejarían trabajar —dice.

—Ni así tuvieras licencia de avión te dejarían —sentencia Gina.

Luis, el hombre con el que Piercing Paola empezó una relación hace tres meses, llega cuando ya solo quedan hojas de lechuga en los platos. Minutos antes, las mujeres hablaban de algunos de sus colegas de la operadora. Uno de ellos había adoptado recientemente la costumbre de mandarle besos volados a Gina (los cuales ella considera inocentes, siempre y cuando no le siga el juego). Otro, comentó Piercing Paola, la había llamado “mi amor”.

—Par de fieros —había sentenciado Gina.

Piercing Paola se había reído, pero aclaró que todos sus colegas hombres han sido amables desde que empezó a trabajar en la compañía.

Mientras Luis espera que la parrillada que ordenó llegue a la mesa, recuerda una de las historias de Piercing Paola. A las cuatro de la tarde ella circulaba por la Gaspar de Villarroel y cuatro albañiles le pidieron que los llevara a “La Comuna”. La Comuna Santa Clara de Millán, un asentamiento indígena de descendientes de los Quitu-Cara, está en las laderas del Pichincha y desde hace 103 años es una entidad jurídica con autonomía territorial. Es decir, tiene su propio cabildo. Ahora, pequeñas farmacias, panaderías, zapaterías, ferreterías y viviendas salpican sus angostas calles. Piercing Paola no tenía idea de cómo llegar al lugar. “Tranquila, mujer —le dijo uno de los albañiles—, yo le voy dirigiendo”.

Y entonces ella percibió el aliento a alcohol del hombre y notó que los cuatro estaban borrachos. No sabe muy bien por qué, pero arrancó el vehículo. Luego tomó disimuladamente su teléfono y le escribió a Luis por WhatsApp.

Paola: Hola, mi amor. Me estoy yendo a La Comuna con cuatro borrachos. No me di cuenta de que estaban borrachos y me da miedo.

Luis: ¿Dónde estas? ¡Envíame la locación por GPS!

—¡Hay códigos de seguridad para eso! —les reprende Gina— ¡Con la Motorola!

El intercambio de mensajes llegó hasta ahí. Piercing Paola escuchó que uno de ellos amenazaba por teléfono a alguien por haber robado el celular de un amigo. Con el mismo disimulo con el que le escribió a Luis, escondió el teléfono debajo de sus muslos por miedo a que se lo roben.

Luis tuerce los ojos y explica lo preocupado que estaba:

—¡Yo le llamaba constantemente y ella no respondía!

En la entrada de La Comuna, los borrachos vieron que a ella le costaba andar por una calle tan empinada y decidieron divertirse a sus expensas. No le dijeron que ya habían llegado a su destino y le pidieron que continuara subiendo. Cuando ya se rieron lo suficiente, le indicaron que diera la vuelta y que los dejara varias cuadras más abajo. “Para que se le quite el miedo, mijita”, fue la respuesta que uno de ellos le dio cuando les preguntó por qué le hicieron subir innecesariamente la cuesta.

Las mujeres guardan silencio por unos segundos y se miran entre ellas. Finalmente estallan en carcajadas. Luis intenta contenerse, pero termina alimentando el coro de risas. Gina pide otra jarra de jugo de mora y un niño de unos 12 años retira los platos vacíos de la mesa y luego le sirve a Luis su parrillada. La hija de Gina toma a Aylin Solange, quien no ha lanzado ningún ruido significativo durante el almuerzo, y sale al Aveo Emotion a esperar. Sabe que las anécdotas recién empiezan (ya las ha escuchado antes). Sabe que las Paolas y su madre tienen demasiadas historias. Y que esas historias solo cobran sentido cuando salen de los confines de sus taxis y son compartidas entre amigas. Entre otras mujeres que han encontrado en ese oficio un medio para materializar sus emprendimientos. Un medio aún inusual ante la vista de muchos, pero un medio con el cual ellas son dueñas de su tiempo y, a la vez, del mismo espacio público que por mucho tiempo se negó a darles cabida.