Cuando recién llegué al Ecuador en el 2003 fui a conocer El Condado. Es un barrio pudiente, en el norte de Quito, que  poco a poco ha perdido su atractivo porque como cada vez hay más carros en la ciudad, toma demasiado tiempo llegar hasta allá. Cada vez se siente como si estuviese más lejos de servicios y lugares céntricos. Alrededor de El Condado hay barrios populares como “la Roldós”. En esa época alguien me confesó su miedo de que algún día los pobres bajasen a invadirlos en una revuelta social. Y hoy cuando veo cómo los moradores de El Condado se han opuesto a la construcción de los QuitoCables, un proyecto de movilidad que pretende conectar aquellos barrios con el sector de La Ofelia a través de un Teleférico, me imagino que algunos imaginan a la clase popular literalmente cayéndoles del cielo. Pensé en esto cuando empecé a leer algunas reacciones en redes sociales a la elección de Lenin Moreno como Presidente: vi mucha gente expresar su frustración con resentimiento social. Leí más de una vez una idea que puede resumirse así: “no sé qué es más triste: que a la mitad de la población no le importa la corrupción, o que la mitad de la población sea ignorante”. Otros decían “por favor, si votaste por Lenín, elimíname de tu lista de contactos. No me interesa tener como amigos a quienes quieran acabar con el país”. Un amigo sospechoso de simpatizar con el oficialismo recibió un mensaje privado de un conocido con quién compartíamos una relación amigable diciéndole que ya no se podía considerarlo su amigo si era correísta (no quedó claro si ese mensaje era para él en particular o para toda su lista de amigos). En las protestas del domingo 2 de abril de 2017, una señora elegante puteaba a una vendedora de chicles sin mayor provocación: “Si todos ustedes votan por los corruptos ¿a quiénes piensan que van a vender sus chicles?” Catorce años después de esa confesión en el Condado, temí que la invasión sucedería pero a la inversa: los ricos, liderado por el agent provocateur Andrés Páez, se tomarían los barrios populares para quemarlo todo, culpándolos por la situación desastrosa del futuro del país.

Por supuesto que estoy exagerando. Sin embargo, las manifestaciones hacia quienes piensan distinto demuestra que el resentimiento social no es un fenómeno meramente unidireccional. Es un veneno que lentamente fue introducido en la sociedad, y ahora se encuentra en su momento de máximo impacto.

Soy el primero en admitir que soy un resentido social. Nací y me crié en un barrio popular. Mis papás eran bachilleres y se esforzaron para que sus hijos sean la primera generación de universitarios de la familia. El resentimiento social siempre estuvo presente en mi vida, pero no se basaba en envidia hacia el otro por su éxito: mi resentimiento nacía de ver cómo las personas acomodadas creían que el mundo era justo, y que los pobres éramos pobres por vagos, y ellos, como personas de bien, merecían lo que tenía porque habían trabajado más duro.

Eso es mentira.

No ver que el sistema social perpetúa la desigualdad (algo que la Unicef ha dicho con claridad), y que quienes salen de la pobreza son la excepción y no la regla, es lo que nos indignaba —nos indigna aún— a muchos. Hay una hipocresía innata en no ver que hay dos sistemas sociales el en Ecuador: el gobierno, y la riqueza heredada. En la segunda las personas pudientes nacen y viven de los subsidios de sus papás, y luego se escandalizan cuando el gobierno da un bono de ciento cincuenta dólares al mes a quién no tuvo la fortuna de nacer en una casa próspera en el continente más desigual del planeta. Pero no es algo que solo sucede en América Latina: la familia más rica de Florencia en 1427 sigue siendo la familia más rica de Florencia en 2017. Hoy soy un empresario de éxito modesto, pero aún me da asco la arrogancia de quienes se creen los protagonistas del partido sin darse cuenta que nacieron ganando 3-0 y entraron en el minuto 90.

Durante diez años Rafael Correa se aprovechó de un resentimiento social ya existente para mantener un discurso de ricos contra pobres. Luego, la oposición lanzó como candidato a alguien que podría ser una caricatura diseñada por el oficialismo: uno de los hombres más ricos del país, Guillermo Lasso, que prometía acabar con la Senescyt y la clase popular escuchaba en esa promesa: “nos va a quitar las becas y la oportunidad de estudiar en la universidad y salir de la pobreza”. A pesar de su discurso sobre la necesidad de eliminar la pobreza, yo —como muchos— dudé de su sinceridad. En mi caso, no me ayudó ver al equipo económico de Lasso posar delante de un cuadro de Ron Paul, un congresista estadounidense famoso por predicar el evangelio del libertarianismo, una filosofía cuya visión económica incluye dejar que las fuerzas del mercado determinen el orden social. Al ver esa foto, pensé si no era mejor anular mi voto, y liberarme de la responsabilidad de haber apoyado la visión económica de aquellos señores jóvenes, capaces, pero potencialmente extremistas.

equipodeLasso

En ésta elección yo no voté por el oficialismo, pero entiendo por qué la gente votó por el oficialismo. No es porque son tontos, ignorantes o tolerantes a la corrupción. Para bien o para mal, Rafael Correa hizo que mucha gente creyera que a él le molesta la desigualdad social al igual que a ellos, y mucha gente salió de la pobreza durante sus diez años en el poder. Rafael Correa también entendió la política de representatividad, mientras que Guillermo Lasso parece no ser consciente de que es el cliché del malo de la película de los años de correísmo, y falló en crear una coalición inclusiva. Las clases populares sospechan de las intenciones de Guillermo Lasso de la misma manera que la clase alta sospecha de las intenciones de Lenín Moreno. Cuando la gente de las clases populares ve en redes sociales las manifestaciones de resentimiento social dirigidas en su contra, sus propios prejuicios, sesgos, y estereotipos son validados.

Tan poderosa fue la acumulación de resentimiento social en la época correísta que ayudó a instalar a su sucesor en Carondelet, a pesar de una débil campaña y las sospechas que acechan a Jorge Glas, su binomio. Rafael Correa dividió a la sociedad en dos, y en lugar de proponer un orden distinto, muchos caen en la trampa de perpetuar la polarización. En vez de buscar achicar la distancia, exigen pureza ideológica de sus amigos virtuales. El chuchaqui de los años del correísmo no se representa en la figura de Lenín Moreno: como las ranas que no saben saltar de la olla hirviendo, nuestra tara es no darnos cuenta de que la sangre está hirviendo. La única salida es rehusar a ser gobernados por un discurso cuyo autor ya se fue, pero cuya leyenda es perpetuada por el sistema.

TuitCorrea

Para apropiarnos de una frase de los últimos diez años: el resentimiento social ya es de todos. Ecuador sólo sale adelante si es que los dieciséis millones remamos en la misma dirección. Hasta mientras, seguiremos poseídos por fantasmas del pasado. En lugar de aislarnos de las voces contrarias, deberíamos sentarnos a escuchar sin pretextos ni nociones de ser dueños de verdades puras. Nunca antes hemos necesitado tanto a esa persona que ve las cosas de una forma distinta.