Este año, la reunión del Foro Económico Mundial fue un poco extraña: el líder de la República Popular de China y secretario general del comité central del partido comunista, Xi Jinping, fue a Davos —el pueblo en los Alpes suizos donde cada año se reúnen los más poderosos del planeta y la sociedad civil— no a difundir propaganda sobre la lucha del proletariado, sino como un evangelista de los beneficios de la globalización. Xi Jinping estaba contrarrestando el discurso proteccionista y nacionalista del líder del país líder del capitalismo moderno, Donald Trump. Tomemos un momento para digerir aquella idea: los comunistas ahora defienden el comercio libre y los capitalistas le dan la espalda. “El proteccionismo es el equivalente a quedarse en un dormitorio para protegerse del viento y la lluvia,” dijo el mandatario asiático. “Pero también te bloqueas del sol y la luz.” En el extraño mundo de 2017, los defensores del comercio vienen de un país comunista.

Desde fuera, el Foro Económico Mundial podría parecer una organización responsable de implementar teorías de conspiración, pero la verdad es menos sensacionalista. Lo sé porque trabajé ahí durante un par de años. Su evento principal, la reunión anual en Davos, reúne dos mil quinientas personas poderosas de los sectores privado y público y de la sociedad civil (por lo general, se distribuyen las entradas 40-40-20). El sector privado paga la cuenta: una empresa debe pagar entre doscientos cincuenta mil a un millón de dólares para ser miembros de la organización y, además, deben pagar para asistir a los eventos. El sector público y la sociedad civil pagan sus propios costos de viaje y hospedaje, pero entran gratis. Un exministro sudafricano una vez me dio una queja “cuando era ministro tenía chofer y todo pagado. Ahora como empresa me toca pagar para ir y debo caminar a todo lado”.  La lista de invitados también incluye celebridades, aunque su presencia es minimizada para evitar dar la impresión que los empresarios iban a chupar con Bono. 

En adición a los dos mil quinientos invitados, alrededor de veinte mil personas van sin entradas para tener reuniones en la zona que rodea el centro de conferencias. Es en esa periferia donde está el doble propósito de Davos: algunos empresarios van por su eficiencia, porque si manejan negocios globales pueden reunirse con aliados y reguladores de todos lados en un solo lugar. Algunos hasta pagan la entrada pero nunca aparecen en el evento principal. Uno me dijo “Puedo hacer el equivalente de tres meses de negocio en una semana en Davos”. Otros van para participar en las conversaciones que tienden a incluir una mezcla de expertos y académicos, jefes de Estado y empresarios reconocidos. Algunos eventos son públicos y grabados, y otros son privados pero siguen las chatham house rules —reglas que dictan que puedes reportar qué se habló pero no quién lo dijo. Otras reuniones son privadas y completamente off the record, y tienden a ser más entretenidas: yo una vez vi al Presidente de Panamá, Ricardo Martinelli, insistir que la oposición en su país era financiada por el gobierno de Hugo Chávez y que las denuncias de corrupción en su contra fueron inventos de la izquierda global. Hoy, Martinelli vive en exilio en Miami: Él y sus hijos están acusados de recibir coimas de distintos actores, incluyendo del famoso Odebrecht. Pero, en sí, el Foro Económico Mundial se enfoca más en ser una plataforma de diálogo que proponer una ideología específica. Además, tiende a ser proeuropa, creer en fronteras abiertas, comercio libre, y se preocupa por la inestabilidad que podría generar el cambio climático. Más que nada, refleja los valores del fundador y actual gerente, Klaus Schwab, pero ni él ni sus lugartenientes son promotores de una visión neoliberal del mundo: el Foro promociona la idea de maximizar la libertad individual con un Estado que asegure el bienestar de todos los ciudadanos. Schwab, un economista tecnócrata, era niño en la alemania nazi y teme que la desigualdad económica crea las condiciones para el tipo de populismo que ahora vemos con Donald Trump. 

El año pasado el ambiente en Davos fue optimista: el nuevo joven primer ministro canadiense, Justin Trudeau, fue la estrella del evento, representando una voz refrescante que desafiaba las narrativas demagogas y racistas que promovía el cierre de las fronteras a los víctimas del avance de ISIS en Siria, Libia, e Iraq. Este año, en cambio, Justin Trudeau no fue, y tampoco había representación de la saliente ni la entrante administración norteamericana. En Europa, la Primer Ministra Británica Theresa May declaró su deseo de realizar un “hard Brexit” —una salida dura de la Unión Europea. En los Estados Unidos del presidente Trump —una pesadilla del año pasado convertida en realidad de este año— se preparaba para tomar las riendas del último superpoder del mundo. El Davos optimista del 2016 se convirtió en una novela de Hunter S. Thompson: Fear and Loathing in The Swiss Alps

A ese ambiente enrarecido llegó un comunista a dar lecciones de apertura. 

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Se ha vuelto casi de moda decir que el mundo se retira de las fuerzas de globalización, pero nos tenemos que preguntar, ¿hacia qué nos retiramos? Poco después de Davos se reunieron los líderes de la derecha extrema de Europa, animados con la idea de poner fin a su existencia en la periferia y entusiasmados con la idea de ocupar el centro del debate político. “¡Ayer un nuevo Estados Unidos, y hoy un nuevo Europa!” dijo Geert Wilders el político racista holandés. “Será el año de la primavera patriótica” dijo Marine Le Pen, líder de la derecha extrema francesa. 

La globalización, con todos sus defectos, ponía los derechos del individuo como centro de su Universo. Por el contrario, el patriotismo de la ultraderecha europea y el presidente Trump pretende restablecer la colectividad local como el eje conductor de los asuntos globales. El nuevo colectivismo de los neonacionalistas no es plural: es exclusivo, y está basado en nociones de falso indigenismo que ignora las vastas historias de migración que crearon la Europea (y los Estados Unidos) de hoy. En su lugar, propone la idea que cada país tiene una raza maestra que ha sido maltratada y victimizada por sus grupos minoritarios y políticos débiles. Según los promotores de esta idea, es momento que el pueblo se levanta para retomar su supremacía, deshaciéndose del sentimiento de culpa liberal.  Proponen que la migración es una aberración de algo puro y no la continuación de un proceso constante. Según los políticos neonacionalistas, ellos son meros espejos, vehículos de un mensaje, sin agenda propia. Y a quienes discrepan con ellos, los juzgan y encasillan como parte de una élite desfasada. Para ellos la palabra sagrada al coro de su existencia es “soberanía”. No lo dicen, pero en el mensaje va implícito que se ven a sí mismos como los soberanos. 

Las consecuencias de este discurso son peligrosas porque obliga a los políticos moderados a adoptar discursos radicales para complacer los votantes tentados por la periferia. El Reino Unido amenaza con el colapso económico doméstico y la ruptura de su unión histórica de naciones en el nombre de retomar control de sus fronteras. Angela Merkel, la defectuosa pero significativa voz alemana de razón en Europa, corre riesgos en las próximas elecciones por haber mostrado compasión con los refugiados que escapaban de las atrocidades de ISIS. Donald Trump amenaza una guerra comercial global que producirá mucha pérdida de empleo alrededor del mundo sin, como notó Xi Jinping, poder producir un ganador. De la misma manera que una guerra de comercio entre la provincia de Pichincha y las provincias vecinas nos parecería absurda, también deberíamos rechazar la premisa falsa de Trump de que Estados Unidos puede recuperar su grandeza cerrando sus fronteras, cuando es justamente sus fronteras abiertas que le permite atraer el talento global que dedica su talento y conocimiento al crecimiento de la economía norteamericana.  

El discurso de proteccionismo suena bien, pero como lo demuestran las largas filas de ecuatorianos pasando la frontera colombiana para comprar llantas y electrodomésticos cada fin de semana, la gente vota con sus compras en contra del proteccionismo. 

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Cuando visitas China hay poca arquitectura histórica: cada dinastía destruía los logros de sus antecesores. Aún así hay memoria histórica. Xi Jinping se acuerda, por ejemplo, de cómo la guerra entre nacionalistas y comunistas causó la gran migración hacia Taiwán en 1949. La soberanía de aquella isla sigue siendo un tema sensible para la administración comunista. Xi Jinping era niño en 1958 cuando la propuesta económica de los gobernantes comunistas era “el gran salto adelante”, un experimento nefausto que terminó causando la muerte de alrededor 30 millones de personas, principalmente por hambre. Xi Jinping también ha visto cómo en 35 años China ha reducido el porcentaje de pobreza extrema de 88% de la población a 6.5%, principalmente por liberalizar el comercio. Xi Jinping ha vivido las consecuencias lógicas del nacionalismo que ahora está de moda. Sabe de primera mano que los vientos hacia el colectivismo localista demagógico alejan a los pueblos de la prosperidad. Lo sabe, porque él y su país ha probado todo hasta encontrar su camino estable actual. 

No nos engañemos: China no es necesariamente un modelo a seguir. Aunque se ha abierto, su sistema político está lejos de ser una democracia. El costo de ser un tigre asiático lo ha pagado el medio ambiente, y el veneno que respiran los ciudadanos de las ciudades grandes en China cobrará su cuenta en salud. En muchos casos, el modelo de crecimiento económico ha incluído la explotación laboral, incluyendo niños, bajo el argumento libertario que “cualquier empleo es mejor que ningún empleo”. A pesar de tener un control excesivo sobre los medios de comunicación y el Internet, el partido comunista no ha podido evitar escándalos de corrupción. Tan preocupado está Xi Jinping de la amenaza de la corrupción que ha apostado su mandato doméstico en combatirla. 

No obstante, es refrescante que una voz generalmente callada pero simbólicamente importante alza la bandera de la globalización, aún si es una globalización moderada. Los chinos no son intervencionistas y tampoco promueven los derechos humanos como eje central del orden mundial, pero aún entienden que el mundo debe acercarse y no retirarse a cuevas nacionalistas. 

Lo cierto es que el 2017 comenzó en los Alpes suizos con un choque: la última vez que los países occidentales tuvieron que afrontar un líder nacionalista como Trump y una ola de xenofobia hubo una guerra mundial. La globalización, es decir la integración constante del mundo, es positiva en lo que nos permite deshacernos de clasificaciones falsas de razas supremas y nacionalismos cerrados, inventos diseñados para controlar poblaciones y generar violencia para satisfacer los egos de líderes demagógicos. Pero la globalización no puede representar un vacío neoliberal que nos lleva sin consensos hacia lo desconocido. Los pronunciamientos de un líder comunista en favor de la globalización en Davos —un lugar que los suizos aprecian por las propiedades curativas de su aguas termales— sirven para demostrar que es momento de repensar la globalización con el fin de proponer una alternativa al nacionalismo de Trump, Le Pen, y Maduro, ya que el remedio que ellos proponen es el equivalente de una sangría: un tratamiento descartado por la evidencia científica que promete quitar el veneno pero deja al cuerpo sin vida, y al final, tal vez lo que más necesitamos es un poco de acupuntura.