[dropcap]C[/dropcap]uando Ernesto Huertas, más conocido como Tiko Tiko, inscribía el viernes 18 de noviembre su candidatura a asambleísta, muchos recordamos una de sus canciones más emblemáticas de la década de los 80, esa que evoca la magia del circo y lo divertido que es disfrutar de los payasos y sus bufonadas. Lo tragicómico es que el proceso electoral 2017, se ha convertido en eso, un circo.
Uno esperaría que un proceso electoral se fundamente en la presentación de candidatos serios y capaces para curules que implica acciones y funciones que influyen directamente en la vida de la población de una nación. Pero en Ecuador estamos inmersos en un circo de arrabales, en donde Tiko Tiko es el único payaso de profesión de entre muchos aprendices (de payasos y de asambleístas) que decidieron lanzarse a la política ecuatoriana por, según ellos, amor a la patria y no, como según dice Don Day, figura de pantalla de Ecuavisa, por interés y a cambio de una cantidad específica de dinero.
La población ante esto ha reaccionado de dos maneras: ha entrado en un estado de asombro, frustración y enojo; y ha comenzado a preguntarse (por enésima vez) por qué continúa esta aberración en la política del país.
La primera reacción no tiene justificativo y en cierto sentido es hipócrita ya que este fenómeno no es nuevo. Lo que no se puede negar es que se ha exacerbado aún más en los últimos años (y seguirá empeorando). Desde hace veinte años los ímprobos han sido la regla, solo que antes, en lugar de ser “talentos de pantalla” teníamos una mayor diversidad, como cantantes, presentadores de noticias, reinas de belleza (de eventos nacionales y locales, como por ejemplo la ex-reina del Yamor), animadores de programas de concurso y futbolistas. Por eso sorprende que la población se asombre (al punto de entrar en un estado de shock comatoso) de las nuevas figuras de la farándula ecuatoriana “bien intencionadas” que aspiran alcanzar poder político a costilla de su fama. Esta sorpresa es incomprensible cuando en Guayaquil la primera mujer que ha sido vicealcalde es Doménica Tabacchi, quien antes de su carrera política su única experiencia era ser presentadora de noticias, o Jimmy Jairala, Prefecto del Guayas y dirigente de su propio partido político, quien también era presentador de noticias antes de entrar a la política, o Macarena Valarezo quien antes de ser concejal (y lanzar improperios clasistas a diestra y siniestra) fue reina de belleza (y de hecho también fue “talento de television”). Y de hecho, los ejemplos de quienes llegaron a puestos apalancándose en su fama mediática en elecciones anteriores sobran.
Lo que sí es aceptable es preguntarnos por qué se da este fenómeno en nuestro país (aunque nos lo preguntamos en cada proceso electoral). Para responderlo hay dos posibles explicaciones que no son mutuamente excluyentes.
La primera, los líderes políticos le han perdido el respeto a la población ecuatoriana y poseen una sed de poder ilimitado. Estos dos factores en su conjunto los lleva a pensar que el fin justifica los medios, aunque esto implique ofender y aprovecharse de la población y con esto afectar al sistema político ecuatoriano. Por lo tanto, se puede inferir que cuando a los líderes políticos les toca escoger candidatos de elección popular les conviene (y les es racional) tener en sus listas a famosillos. Esto porque a la clase dirigente de la política ecuatoriana no le interesa que los miembros de su organización política sean sujetos pensantes que aporten al desarrollo de la ideología de su organización y la consecuente búsqueda de fines políticos estructurados en pro de encaminar al país hacia una vía específica de desarrollo (la que ellos creen mejor). ¡No!, ellos no buscan aliados sino peones, gente que acepte a rajatabla lo que se les ordena, gente que se allane a su poder. Por lo tanto, la gente de la farándula es perfecta para este objetivo: ellos buscan —de manera incesante y obscena— figurar todo el tiempo, y están dispuestos a hacer lo que sea por este fin (y acatar órdenes no es tan complicado). El intercambio es barato y justo: entregan su voluntad (y conciencia) a cambio de estar vigente en la boca del público (pues para los famosillos no somos votantes, seguimos y seguiremos siendo público). En este caso existe una alineación de las motivaciones de los dirigentes políticos y la gente de la farándula, los primeros buscan borregos aceptantes y humanos no pensantes, y los segundos, más notoriedad a cualquier costo (incluso en detrimento de su imagen o reputación). A esta ventaja de sumisión por parte de la gente de la farándula, hay que sumarle la ventaja a la exposición mediática que ellos poseen lo que los hace más confiables a los ojos de la población que los conocen porque activan el sentimiento de familiaridad en las masas, lo que incrementa la probabilidad de su aprobación en comparación a alguien desconocido. Por todas las razones expuestas, la estrategia de escoger a gente famosa para candidatos es racional (y tiene mucho sentido bajo la perspectiva de rendimientos políticos) para los dirigentes políticos, siempre y cuando (para toda teoría se necesita de supuestos) estos no consideren importante los argumentos éticos y que por ende poco o nada les importe el bienestar de la ciudadanía.
La segunda razón que explica este fenómeno, está resumida en las palabras de Platón: “Uno de los castigos por rehusarte a participar en política, es que terminarás siendo gobernado por hombres inferiores a ti”. Muchos son, han sido y serán las personas capacitadas (con pergaminos académicos y profesionales intachables, respetables y portentosos) que se les ha propuesto participar en la política ecuatoriana y se han rehusado a hacerlo. Son estas mismas personas quienes se quejan de cómo la política ecuatoriana es (ha sido y será) un circo. Esta es una contradicción pues cuando ellos recibieron la oportunidad, le dieron la espalda y se quedaron cómodamente en el borde especulando sobre el destino del país y criticando a aquellos que decidieron participar. El argumento de esta élite capacitada es que se puede servir al país desde muchos campos y no necesariamente desde la política, y “hacer país cada uno desde su trinchera”. Esperan que el mundo cambie desde la comodidad de “su trinchera” sin hacer nada, pero pese a eso se dan el lujo de quejarse de la calidad de los candidatos. Olvidan que el mundo no es de quienes planean, piensan o esperan pacientemente, sino de los que actúan. Existen también aquellos que poseen inseguridades más trascendentales y le huyen a la política bajo el argumento de que es sucia, y es mejor no ensuciarse. Este razonamiento tiene dos implicaciones: primero, que la persona que la argumenta es maleable y sabe que bajo la tentación adecuada es posible que se convierta en alguien “sucio”, y segundo, que dicha persona se ha adaptado al status quo y por ende cree que es mejor evitar el esfuerzo de cambiarlo (pero aun así reprocha esta realidad como mecanismo de alivio psicológico y con esto mantener tranquila su conciencia). Y, finalmente, están los que simplemente dudan de su capacidad, probando cierto lo que dijo Bertrand Russell, que “El problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas”. En conclusión, los ineptos nos gobiernan porque los aptos viven lleno de inseguridades y miedos, son cómodos y perezosos y prefieren vivir quejándose antes que sacrificarse para cambiar la situación.
El problema de que cada proceso electoral sea como un proceso de reclutamientos de payasos para una nueva temporada circense, es de todos nosotros. Pero en mayor medida la responsabilidad de esta aberración recae en dos grupos: los dirigentes políticos inmorales que quieren obtener poder a toda costa, y la población competente y preparada —cobarde y cómoda— que aun sabiendo que los cambios parten de acciones colectivas, esfuerzo y sacrificio prefieren criticar y gemir por la realidad antes que cambiarla, y con esto pecan de omisión convirtiéndose en cómplices mudos. Cómplices de la tragedia política de nuestro país, una que existe desde la vuelta a la democracia en 1979 y que basada en la tendencia de ahora nunca cambiará.