Hace unos días, mientras viajabamos en un tren de Berlín, la nostalgia nos tomó por asalto. Yo llevaba días tratando de terminar un perfil que David Remnick, el editor de The New Yorker, había escrito sobre Leonard Cohen pero seguía regresando a una parte del texto que me destrozaba el corazón. Era un cruce de mails entre Cohen y Marianne Ihlen, la noruega que, en palabras de Remnick, “se convirtió para sus fans en aquella antigua figura: la musa”. Un amigo de Ihlen le había dicho a Cohen que Marianne (presente en Bird on the Wire, Hey, That’s No Way to Say Goodbye y So Long, Marianne) estaba enferma de cáncer. Cohen le escribió un email, de inmediato:

Well Marianne, it’s come to this time when we are really so old and our bodies are falling apart and I think I will follow you very soon. Know that I am so close behind you that if you stretch out your hand, I think you can reach mine. And you know that I’ve always loved you for your beauty and your wisdom, but I don’t need to say anything more about that because you know all about that. But now, I just want to wish you a very good journey. Goodbye old friend. Endless love, see you down the road.

No sé si Cohen era una paradoja o, simplemente, estaba completo. Tal vez lo único completo en el mundo son las paradojas. Sus palabras, que parecen frágiles, contrastaban con su voz grave. Su canción más conocida, Hallelujah, mezcla sexo y religión. Alan Light en su libro The Holy or the Broken habla de esa fusión. “Salvó la palabra hallelujah de ser solo religiosa”, dijo el reverendo Nick Baines, obispo de Croydon, en el documental radial de la la BBC. En el segundo párrafo de la canción, Cohen canta: “ Well your faith was strong but you needed proof/  You saw her bathing on the roof/ Her beauty and the moonlight overthrew ya/ She tied you to her kitchen chair/ And she broke your throne and she cut your hair/ And from your lips she drew the Hallelujah”. Cohen, paradójico, nació judío pero lo buscó todo: “Cualquier cosa, catolicismo, budismo, LSD, me apunto a cualquier cosa que funcione”. En los 60s estudió cienciología, y —según Remnick— en los últimos años de su vida pasó muchas mañanas de Sabbath y noches de lunes en Ohr HaTorah, una sinagoga de Los Ángeles, hablando de los textos de la Kábala con el rabino. “Hasta he bailado y cantado con los Hare Krishna —sin túnica, no me les uní, pero estaba tratando todo”, le dijo a Remnick. En los 90s se consagró monje zen y se recluyó en un monasterio donde lo llamaron Jikan (el silencioso). Cohen sabía que también había palabras —quizá las mejores— en el silencio.

El mundo estridente en el que vivimos, que tiene un ruido para todo (al que llama opinión), ha olvidado toda la música y toda la poesía que habita en el silencio. Por eso le tememos, por eso no nos callamos. Pero Cohen no. Sabía que hay cosas que ya no precisan ser dichas para existir, para ser ciertas (but I don’t need to say anything more about that because you know all about that). Dos días después de que Cohen le escribiera a Marianne Ihlen, le contestaron de Noruega con la noticia de otro silencio (perpetuo, profundo):

Dear Leonard

Marianne slept slowly out of this life yesterday evening. Totally at ease, surrounded by close friends.

Your letter came when she still could talk and laugh in full consciousness. When we read it aloud, she smiled as only Marianne can. She lifted her hand, when you said you were right behind, close enough to reach her.

It gave her deep peace of mind that you knew her condition. And your blessing for the journey gave her extra strength. . . . In her last hour I held her hand and hummed “Bird on the Wire,” while she was breathing so lightly. And when we left the room, after her soul had flown out of the window for new adventures, we kissed her head and whispered your everlasting words.

So long, Marianne . . .

Con esa línea de puntos suspensivos nos topamos en Berlín, una ciudad donde la nostalgia no se esconde: camina erguida, sin pudor en lo que queda del muro, en el memorial de los judíos muertos, en los interminables senderos del gran parque del Tiergarten. Pero no pensamos que la encontraríamos en el aislamiento aparente del transporte público sentada cara a cara con nosotros, traída de la mano de Leonard Cohen y sus palabras frágiles, lanzándonos toda la belleza y toda la poesía de la correspondencia de los amantes, la cercanía de la muerte y la serenidad sin estridencias de Cohen y su amor irreversible, irremediable e imposible por Marianne Ihlen. Entonces, hicimos lo único decente que podíamos hacer: llorar.

Hoy, a breves semanas de esa tarde de otoño, Leonard Cohen ha alcanzado la mano de Marianne Ihlen. Y al mundo solo le queda una cosa decente por hacer.

So long, Leonard…