Conozco bien a los militantes de la izquierda masturbatoria. Fui a la universidad con muchos de ellos, y he tomado, cantado y comido ceviche con ellos. Pueden ser buenos amigos: la izquierda masturbatoria es bien intencionada. Sin embargo, de tanta autogratificación política, esta izquierda carece de sentido estratégico, practicidad y, con frecuencia, de disciplina política. Les gusta el sermoneo políticamente correcto, pero no están dispuestos a hacer los sacrificios y las concesiones que toda movilización seria exige. También pueden ser muy inteligentes: hace unos días, el filósofo Slavoj Zizek dijo que él votaría por el magnate republicano Donald Trump, quien “lo horroriza”, pero que es mejor que Hillary Clinton “el verdadero peligro”.  Para Zizek — un europeo blanco— la violencia y el odio que Trump ha generado dentro de su país contra la gente negra, latina y musulmán es, digamos, un pie de página. Lo que importa para él es como Trump podría patear el sistema político de su país.

Una aclaración: no tengo nada en contra de la masturbación ni física, ni mental (como cuando Zizek habla por tres horas sobre la dimensión Lacaniana de Kung Fu Panda). Me parece saludable, natural y necesaria. Soy fan. Sin embargo, creo que la tendencia al onanismo fantasioso de cierta izquierda puede ser un lastre serio para muchas causas cuando es confundido con activismo u organización social comprometida.

A diferencia de Zizek, el lingüista anarcosindicalista Noam Chomsky entiende la importancia de votar por el “mal menor”: en Estados Unidos las elecciones funcionan a través del Colegio Electoral, “el cuerpo de compromisarios electos encargado de elegir al Presidente y al Vicepresidente”. Cada estado tiene un número fijo de electores. Cuando un candidato gana un estado, se lleva todos los votos de ese estado. Así, mientras hay estados históricamente demócratas o azules, hay estados que votan siempre rojo, que es el color de los republicanos y no de los comunistas. Los resultados de los estados conocidos como swing states son determinantes: pueden irse por uno o por otro.

Junto al compositor y politólogo John Halle, Chomsky elaboró un ensayo de ocho puntos explicando cómo el voto por el mal menor debe ser visto como una táctica coyuntural. Su primer punto es que el voto no debería ser visto como una forma de expresión personal o de juicio moral. Después ahonda en lo que distingue a Trump de Clinton: “Uno de los candidatos, Trump, niega la existencia del calentamiento global, quiere aumentar el uso de combustibles fósiles, y desmantelar las regulaciones ambientales”. La lista es larga. “Trump ha prometido deportar once millones de inmigrantes mexicanos, ha ofrecido protección a quienes asaltan a manifestantes afroamericanos en sus mítines, está muy abierto al uso de armas nucleares y apoya prohibir la entrada de musulmanes a los Estados Unidos”. Para Halle y Chomsky queda claro que la posibilidad de Trump sería absolutamente nefasta. “Quiere aumentar el gasto militar y reducir los impuestos a los más ricos, así acabando con lo poco que queda de seguridad social.” No solo el sufrimiento de la población marginada y oprimida sería mayor con Trump: la izquierda tendría que reconocer el haber alcahueteado —a través del voto— la llegada de un fascista autoritario al poder. Así compartirían la responsabilidad con el magnate. Chomsky y Halle piensan a futuro: Esa se convertiría en una acusación válida de “operativos corporativistas” contra la izquierda, la cual perdería adeptos y, con toda razón, legitimidad.

La masturbación política de Zizek sobre Trump tiene antecedentes. Los marxistas hablaban de “agudizar las contradicciones capitalistas” para crear las condiciones para una revolución. En Estados Unidos, una de las fantasías onanistas es que será Trump quien inspire esa revolución magnífica y apoteósica que cambiará el país radicalmente, forzando a la maquinaria gubernamental gringa a reinventarse. La otra es que votar por candidatos de un tercer partido es —a días de la elección nacional y en estados clave como Ohio o Florida— una decisión política relevante ante la posibilidad de que un fascista autoritario como Trump llegue a la Casa Blanca. Curiosamente, las coaliciones que conforman esta izquierda son en gran parte gente de  clase media y blanca.

¿Por qué es su blanquitud y estrato económico importante? En Estados Unidos, las comunidades históricamente mejor organizadas han sido las comunidades afrodescendientes y latinas. No queda sino revisar sus logros históricos y la disciplina con la que han formado movimientos exitosos para entenderlo. Desde el movimiento contra la ley Jim Crow, hasta el movimiento por los derechos civiles en la década de los sesenta y Black Lives Matter en 2013, las comunidades negras han logrado formar movimientos nacionales de largo aliento. Entre otras cosas, estas comunidades han aprendido cómo navegar el sistema electoral de manera efectiva: votando en bloque. Ese voto no ha sido siempre considerado lo suficientemente radical o progresista por radicales blancos que nunca han tenido que combatir realidades como Jim Crow, el sistema de segregación legal en contra de la gente negra. Un ejemplo claro es la importancia que todavía tienen las iglesias evangélicas —horror de horrores para el progresismo— para la organización comunitaria del sur negro.

Cuando Bernie Sanders fue candidato para las primarias de su partido, las comunidades latinas y negras se fueron por Clinton. Muchos alegan —de manera racista, de hecho— que esto se debe a que una mayoría de gente negra o latina no sabe realmente quién es ella. “No saben lo que hacen”, dice el masturbador radical del momento. Pero si recordamos el carácter disciplinado y estratégico de la organización política de estas comunidades podemos contextualizar su apoyo en la estrategia del incrementalismo, por un lado, y por otro, en su familiaridad con los Clinton. Después de todo, el voto por Clinton significa una continuación a un clima político en el que el trabajo de los organizadores puede subsistir y desarrollarse — ciertamente con menos riesgos que con Trump. Más que nada, el discurso progresista y políticamente correcto de la candidata puede utilizarse como contrapeso: en la convención del partido demócrata, la coalición de Bernie Sanders pudo ejercer suficiente presión para elaborar la plataforma partidista más progresista de los últimos 85 años. En lugar de emberrincharse como muchos de sus seguidores, Sanders aprovechó de su capital político para influir en la plataforma de Clinton. Ahora Sanders hace campaña por la candidata de su partido sin dejar de repetir que su movimiento Our Revolution estará listo para fiscalizar a la presidenta desde su primer día. Su movimiento ya está haciendo presión para que la demócrata se oponga a la construcción del gasoducto en Standing Rock.

Nadie niega el horrible historial de Clinton. Ha sido la cabeza detrás de las sangrientas intervenciones bélicas de Estados Unidos en Oriente, sus posiciones sobre el ambiente siguen atadas a los grandes intereses extractivistas, defiende el fracking y continua rehusandose a reconocer los derechos de los nativos americanos a defender su tierra en Dakota del Norte. Pero ser estratégicos es una obligación política. Para el ambientalista Bill McKibben, hay que lograr que gane Clinton para después “reprenderla”. La realidad en Estados Unidos es que solamente Trump y Clinton tienen probabilidad de ganar. La movilización seria debe adaptar sus tácticas a este hecho. Un third party a estas alturas no influenciará en nada más que en aumentar las probabilidades de Trump. Además, para que un tercer partido tenga posibilidades hay que organizarse por años, no meramente durante las elecciones. Es un proceso que requiere disciplina y compromiso, no caprichos intempestivos. No votar o, peor aún, votar por Trump esperando algún tipo de apocalipsis sistémico es solamente la prerrogativa de quienes no tienen nada que temer dentro de los Estados Unidos. Es un privilegio que además ignora cómo funciona el autoritarismo: los strongman como Trump socavan y violentan la lucha social, no la enriquecen. Sino preguntémosle a Putin o Assad.

Un lugar común entre la izquierda masturbatoria es que las elecciones no sirven para nada, que están diseñadas para domesticar la participación ciudadana. “Si votar sirviera de algo estaría prohibido”, dicen mil y un grafitis por el mundo. En Estados Unidos, esto se exacerba por la rienda corta con la que los bancos y las trasnacionales montan el sistema electoral. La corrupción es innegable: poco antes de la convención del partido demócrata, filtraciones de Wikileaks revelaron la preferencia del partido por Clinton sobre Sanders. Pero aunque el diagnóstico de la izquierda masturbatoria es correcto  —que la política estadounidense está atada a intereses corporativistas y militaristas— su propuesta queda en nada: o el voto en nulo, o el voto por un partido sin aspiraciones serias o, peor aún, el voto por la derecha más acérrima. Bien les valdría aprender de estrategia de las comunidades de color organizadas en Estados Unidos. Las organizaciones que habitan las trincheras, las que se mueven, actúan, pelean y no sólo teorizan, continuarán peleando. Pero para eso, primero hay que impedir que el autoritarismo fascista llegue al país más poderoso del mundo.

De chico leí alguna vez que la masturbación causaba ceguera. Me preocupé mucho. Pero aunque con el tiempo y la experiencia confirmé que la amenaza de quedar ciego no era más que un mito para asustar pubertos, queda la advertencia de lo que perdemos de vista cuando solamente fantaseamos para autogratificarnos. Hagámoslo en la privacidad de nuestro hogar, imaginemos lo que más nos plazca a solas, pero dejemos a la política lejos de nuestros fetiches de media noche.

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Fotografía de Andy Miah bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0