Durante mi primera —y última— comunión me confesé sin saber mucho lo que significaba pecar. “Me gustan las piernas”, le dije al cura. “Es en lo que pienso antes de dormir”.

No tenía el vocabulario para elaborar más. El cura entendió. Dos Aves Marías y un Padre Nuestro después, me seguían gustando las piernas. Tenía diez años entonces, mi voz era nasal y chillona y yo era el más chiquito y enclenque de mi clase. Odiaba matemáticas, pero me gustaban las piernas de la profesora. Cuando se lo comenté al gordo Robert, mi mejor amigo, me explicó: “Como las de las señoras del Filanbanco”.

Filanbanco se convirtió en el código entre el gordo Robert y yo: hablar de Filanbanco era hablar de piernas, como un guiño verbal y una especie de secreto. Hablábamos de Filanbanco cuando imaginábamos que íbamos a ser de grandes, con quién nos íbamos a casar y cuántos hijos tendríamos. “Sería como Jennifer Aniston”, imaginaba yo pensando en las faldas cortas de Rachel en Friends. El gordo Robert tenía incluso un poemario de Gustavo Adolfo Becquer que queríamos dedicar a las chicas de quienes nos enamorábamos, entre otras cosas, por sus piernas. Su hermano mayor se lo había regalado.

Era cuarto grado. Cuando pasamos a quinto, el gordo Robert y yo fuimos de repente maricones. “Siempre andan juntos”, nos decían. Un día en el recreo se filtró el término “Filanbanco”. Otra mariconada. Entre los chicos, entonces, el Moti del programa televisivo satírico “Ni en Vivo Ni En Directo” se convirtió en el referente para expresar el deseo hacia una mujer. Sucedía entre clases o en recreo: alguien te montaba en la espalda tapándote la cabeza con alguna prenda del uniforme, como lo hacía el Moti con su poncho. “¡Qué rreca! ¡qué rreca!”, gritaban caricaturizando horriblemente el acento serrano del personaje del show, haciendo presión contra tu trasero.

Si aprendí a preguntar sobre mi sexualidad fue por la casa. Mi mamá me forzaba a verbalizar lo que me pasaba, a expresarme y explicar por qué sentía lo que sentía. “Explícame”, me decía viéndome a los ojos. Mientras en la escuela y en el colegio fui aprendiendo a pretender, en la casa se me expuso a un lenguaje para entender lo interno. Era una dinámica complicada, pero que en cierta manera me permitió escapar la depredadora masculinidad de niños intentando ser hombres. Un día me preguntó sobre mi entusiasmo en acompañarla al Filanbanco. Cuando se lo expliqué dijo: “Estás entrando en la pubertad”.

Para Juan Jacobo Velasco, la conversación de camerino —a la que hizo referencia Donald Trump para justificar su confesión de haber acosado a una mujer— tiende a ser el espacio en el que florece el “Trump que todos llevamos dentro”. Tiene razón. El machismo y la misoginia no solo se expresan en políticas sociales, sino por sobre todo en el ámbito privado. Aprendemos desde chiquitos a negar los sentimientos y la expresión —mariconadas— para jugar a ser hombres, sementales alfas o “machos que se respetan” con una dinámica muy repetitiva: la mujer es cosificada y el sexo automatizado. En ese sentido, aunque a menudo el sexo y la mujer son temas protagónicos del intercambio entre “amigotes”, en realidad no se habla de sexo. Ese es el problema.

El lenguaje que describe Juan Jacobo Velasco es un no-lenguaje. Lo vivimos todos: la pantomima, la hipérbole, la proyección del cuerpo masculino según lo dictado por figuras de autoridad. El punto no era expresar algo sobre nuestras experiencias o deseos sino engañarnos, impresionarnos. Tampoco podíamos preguntar o dudar o tener miedo. Si hablábamos de sexo tenía que ser en condiciones específicas, con orgullo maquillado, como hablando de las barras bravas de la Muerte Blanca o la Sur Oscura. Así origina la violencia explícita del discurso del “Trump que llevamos dentro”: en el no-lenguaje de la masculinidad.

Aquel no-lenguaje niega el erotismo, y deja solo pornografía: mientras que la pornografía lo reduce todo al automatismo de la excitación, el erotismo abarca la complejidad de la sexualidad, la imaginación, las experiencias y las caricias. El erotismo se distingue por el encuentro con la humanidad de la otra persona. Por eso hay que centrarlo en la conversación sobre una masculinidad diferente, porque es precisamente lo que se erradica con el no-lenguaje machista: una sexualidad complicada, divertida, instintiva, humana.

Los cuerpos se desean físicamente, eso es innegable. Pero el deseo no es lo mismo que la objetivización, que reduce la totalidad del otro a un objeto. En mi caso fue importante  haber podido expresar el tema Filanbanco —¡las piernas de Jennifer Aniston!— para poder analizarlo y contextualizarlo. Era necesario identificar lo que ocurría con mi cuerpo para dar sentido a ese deseo y entenderlo como una pequeña parte de la atracción hacia otros. No hubo una negación de esas sensaciones sino un registro más amplio de su significado. Pude hacerlo porque me extendieron un lenguaje intencional para ello. Según el filósofo Martin Heidegger, no somos nosotros quienes hablamos el lenguaje, sino es lenguaje quien nos habla a nosotros. ¿Qué hacer con los amigotes que participan de los mismos tropos machistas de siempre? Siempre hay otros lenguajes.