Hacía frío, llovía y ningún amigo parecía con ganas de salir. Me preparé un café, prendí la tele para ver las noticias y me distraje muy pronto con mi computadora, pero las noticias seguían en el fondo: Colombia se preparaba para un plebiscito, hubo nueve heridos en un choque en Jama, y un corto resumen de lo que pasó hace seis años: el 30 de septiembre de 2010. Enseguida, deportes: “Lesión margina a Jefferson Montero”.

“Esto es grave”, pensé.

No parecía “el día en que triunfó la democracia”. Por primera vez no parecía nada. La retórica, la ceremonia, las interminables peleas en Facebook, la Megan en silencio. Alianza País, sin aspavientos, se distanciaba sigilosa del prócer que pretendió crear, de su hazaña hecha mito y de la apostasía de los otros, de los chapas y de “los mismos de siempre”. ¡Este 30S sería el último 30S! Después de tanta polémica y polarización, Correa terminaría sus diez años de mandato. ¿Y la incansable propaganda? ¿La altivez del triunfo? ¿El regocijo kitsch de una década ganada? Todo fue reservado para el sábado siguiente, durante V Convención Nacional de Alianza PAIS, una fiesta más privada.

El silencio de esta vez nos dice mucho de lo que podemos esperar las próximas elecciones. Por supuesto, la situación económica es difícil pero eso nunca ha impedido que el oficialismo rinda tributo a los hitos que con tanto cuidado forjó. Pero esta vez no hubo propaganda altisonante y así se sintió la primera movida estratégica de Alianza País para afianzar su capital político y expandirse con una nueva figura. “Esta es mi última convención como presidente de la república. En la revolución todos debemos ser necesarios pero nadie debe ser imprescindible”, dijo Correa durante la convención partidista. El viernes no se dijo lo que suele decirse con furia cada treinta de septiembre y el sábado Correa empezó a ceder protagonismo.

La importancia simbólica del 30S para el oficialismo es innegable. Fue, a cuatro años del primer triunfo de Correa en las urnas, una multitudinaria ratificación del apoyo popular que tenía entonces. Antes de eso, en el Ecuador habíamos tenido ocho presidentes en diez años, tres golpes de estado y una crisis que devoró los ahorros de toda la vida de miles de personas. Dentro del contexto ecuatoriano, la continuación de un proceso iniciado electoralmente significaba un antes y un después en nuestra corta historia como “democracia”. La posibilidad progresista parecía sobrevivir y fortalecerse a pesar de sus contradicciones ideológicas, el antagonismo de poderes fácticos y los excesos idiosincráticos de Rafael Correa. Aunque al verlo desabrocharse la camisa y corbata gritando que “lo maten” muchos giramos los ojos molestos: para una mayoría Correa demostraba ser el capataz alfa al que el Ecuador estaba acostumbrado. El 30S le daba fecha y cuerpo a todo un imaginario.

Es por eso que hablar del 30S es hablar de Correa, de su carisma, bravuconería y del mito en el que fue convertido a la fuerza. Necesitados de canciones de victoria, colocaron la fecha en marco dorado para mostrarla a todos. Era el equivalente a una hazaña militar de Rafael, como el triunfo de Ulises en Troya o de Fidel en Bahía de Cochinos. La mitificación de la fecha significaba  la mitificación de Correa y toda su popularidad para la historia.  Un día para tatuarse en el pecho. Lo refleja la imaginería de la propaganda: banderas negras, letra grande y cuadrada, ¡monumental¡ con los colores de la bandera, “el día que triunfó la democracia”, con “que triunfó” subrayado para realzar la dimensión militarista, caballeresca del conflicto.  A la postre, para el concepto “patria”—tan recurrente en el discurso oficialista— es infaltable el componente militarista que a  inicios del siglo XIX se expandía por Europa y las Américas. El estado-nación surgió, entre otras cosas, con la romantización napoleónica de la guerra por la patria.  Con tanto patriotismo en la frente, el oficialismo convirtió al 30S en la fecha mitificada que el lenguaje de su revolución necesitaba.

Ahora Alianza País necesita otro lenguaje. Durante las elecciones seccionales de 2014, la figura de Correa acompañaba las campañas de casi todos sus candidatos. Su presencia se notaba en la tarima y en las pancartas. Aunque después se debatió si ésto ayudó o empeoró las cosas, al candidato por la alcaldía de Quito Augusto Barrera, por ejemplo, lo ponían junto a Correa casi como a un niño con miedo escénico. Cuando compartían tarima, de hecho, Barrera, risueño pero apocado,  desaparecía ante la exuberancia del Presidente. Correa era imponente y, sin lugar a dudas, imprescindible para Alianza País. Esto ha cambiado mucho. Con Lenin Moreno como candidato,  su partido da señales de querer mostrarse distinto, renovado y, por sobre todo, distanciado de Rafael Correa y del imaginario que definió su discurso.

Fijémonos cómo se recuerda esta fecha. Como todo evento histórico, la versión que predominará siempre será la de los poderes coyunturales. Su representación puede ser, en ese sentido, un indicador confiable de la dirección del discurso político gubernamental. Los hechos se reordenarán con facilidad y con ellos la memoria y la opinión popular.  Ahora, al menos,  el silencio oficialista confirma el deterioro y desgaste del imaginario “Rafael”.

Todavía entusiasmado con el gobierno, yo pensaba que al haber ido a reunirse con los policías , Correa mostraba que no se iba a esconder, que no gobernaría cómodamente desde lejos. Luego recuerdo al presidente en la tele enfurecido, mostrando dotes histriónicos y dramáticos que no conocía. Lamparoso, decía yo, resignado. Recuerdo sorprenderme con la cobertura del El País y el New York Times, que decían que Correa estaba de hecho secuestrado en el hospital de la policía. También recuerdo que en el Ecuador se bloquearon los canales no gobiernistas y que el llamado de Ricardo Patiño a “salvar al presidente” sonaba mucho a una invitación a la violencia. Resultó en eso. Recuerdo que así murieron ocho personas y que sus muertes serían explotadas políticamente durante cinco años más.

El viernes fue un día lluvioso y tranquilo. El último 30 de septiembre, un día antes inundado por propaganda, quieto en la capital.  Parecía como si en Alianza País, pase lo que pase, estuvieran listos para el final de una trova que les tuvo cantando por casi diez años. Y que ahora, como diría T.S. Elliot, se acaba, no con un estallar, sino con un sollozo.