Cómo no va a desencadenar las más bajas pulsiones un nuevo asalto escénico de Delfín Quishpe si Ecuador es un país de amargados. Muere Juan Gabriel y a quienes lo lamentan les corresponde un ejército de corregidores que recriminan lo que consideran un fanatismo repentino. Cuándo han demostrado la más mínima consideración por ese cantante como para que ahora vengan a condolerse, dicen los corregidores, juangabrielinos certificados desde las primeras horas, se entiende. No solo reprimen el derecho de cualquiera a condolerse por lo que le venga en gana: lo hacen con la suficiencia de los barras bravas.

Se anuncia un concierto de Metallica y los rockeros de cepa, los únicos que merece no solo el mundo del rock sino el mundo, aparecen furibundos para decir a los otros, herejes, inmerecidos, que cómo así la algarabía, que de cuándo acá. En un país donde los grandes espectáculos se cuentan con tres dedos en un año, hay valientes dedicados a censurar el goce de los demás. Y todavía hay quienes sostienen que la música une y que el lenguaje universal y que el alimento del alma y que lo que no pueden expresar las palabras lo expresan los sonidos y todas esas cursilerías que quizá tuvieran sentido si la música fuera sólo éter y no un asunto de los hombres, de los sistemas, de las políticas, de los mercados.

Los agravios que ha recibido Delfín Quishpe desde que presentó su nueva canción, una versión de Cuando pase el temblor de Soda Stereo, no revelan nada nuevo: apenas confirman la calaña esquizofrénica, odiadora y racista de la que también está hecho el Ecuador. Cuando Quishpe apareció hace diez años con la canción Torres Gemelas y rápidamente se convirtió en un fenómeno mediático, los ya despiadados comentarios permitían, pese a todo, identificar una cierta preocupación por el debate abierto entre las cuestiones de la llamada alta cultura y las de la cultura popular, por la relación entre estéticas y globalización, por las nuevas hibridaciones musicales y las plataformas emergentes de difusión para los productos culturales. En medio del linchamiento virtual, la academia y los medios, parsimoniosamente, encontraron ribetes enriquecedores para leer el fenómeno. Pero lo que hoy se lanza sobre Delfín Quishpe, con la irrefrenable anuencia de las redes sociales y la inacción del periodismo, no permite sino reconocer un repliegue en la comprensión de la cultura y el espectáculo en ese país mestizo, una deriva hacia la violencia simbólica más ensañada —que no está exenta de traducirse en violencia física—, y una confirmación de la bipolaridad que reina como energía social, aunque en este caso no se trate necesariamente de bipolaridad política sino de algo que cae en el plano de lo humano.

Porque, ¿cómo ven el mundo quienes llaman a Delfín Quishpe “indio atrevido”, “vergüenza nacional”, “mamarracho que intenta ser interesante” los que dicen “quiero a este tipo muerto”, “que se le aplique la justicia indígena”, o los que piden “su cabeza hecha una tzantza a cambio de cervezas”? ¿No es eso algo que los devela como individuos con apenas dos coordenadas? Bueno, malo. Bonito, feo. Indio, blanco. Aquí, allá.

¿Cómo ven el mundo ustedes, auténticos del rock, duros del rap, genios del jazz, personitas sin nada que agregar pero muy afrentosas, sino desde la pequeñez de su dualidad, desde sus cuatro metros cuadrados de experiencia, desde su poca curiosidad por lo que no es de la tribu? Las manos en cuerno y la lengua afuera, los puños arriba. ¿Así ven el horizonte, desde el sectarismo más ramplón? ¿El calentamiento global y el decrecimiento económico, todo y cualquier cosa explicado desde su prisma heavy metal, desde sus parámetros del buen gusto, desde lo que consideran auténticamente ecuatoriano? ¿Qué dicen cuando dicen “qué vergüenza, van a creer que todos los ecuatorianos somos así? ¿Así cómo? ¿Populares, confiados, sencillos, orgullosos de sus orígenes y complacidos por vivir cómodamente de un trabajo que les apasiona, como Delfín Quishpe? Qué va, si eso tuvieran ustedes, serían felices: lo que les amarga y les vergüenza es que el rostro más conocido del Ecuador en el mundo del espectáculo es el de un indígena. De eso se trata todo, no de un asunto musical o de una ofensa a la memoria de una estrella, como también sostienen algunos esencialistas stereo. Se trata de la negación con la que no soportan vivir, del peso de no poder declararse blancos en el censo sin sentir un mínimo remordimiento cívico. ¿Y lo multicultural y lo pluriétnico y la mayor biodiversidad del mundo y todos los eslóganes que abrazan cuando piensan que su país es, efectivamente, la pequeña potencia que muchos como ustedes creen que es? ¿Todo eso se les cae cuando Delfín Quishpe salta de nuevo al ruedo y les da una lección de verdadero trabajo independiente y acapara la atención de todos, incluso la de ustedes, sibaritas de la cultura?

Son ustedes los que se ponen la tricolor con orgullo y cantan mano al pecho el himno nacional, ese que creen el segundo más bello del mundo, pero que cuando el delantero dispara afuera no dudan en gritarle negro hijo de puta y cagarse de risa con el valiente de al lado, con esa socarronería y esas ínfulas que son las mismas que les permiten insultar a Delfín Quishpe y solo a él, porque si el personaje fuera otro, cualquiera con la piel más clara cuya música podrían incluso detestar, no se atreverían a pedir su cabeza hecha una tzantza. Pero Delfín Quishpe aparece cada tanto y entonces son capaces de escupir su veneno.

Sepan que a Delfín Quishpe su veneno le tiene sin cuidado. Si le importara, hace mucho que habría desaparecido de la escena, porque el bullying que personas como ustedes le han aplicado desde que empezó su carrera bastaría para quebrarle a cualquiera. Cuántos de ustedes ya se habrían quebrado por una fracción de ese desprecio, y eso que son tan aguerridos. Delfín Quishpe ha seguido trabajando, en silencio, sin aspavientos, con verdadero espíritu autónomo y una autogestión que en ocasiones, cuando viaja a lugares adonde ustedes nunca han llegado, se reduce a dos personas, él y su esposa, una mini empresa familiar, un trabajo en comunidad con los que ama, como ya quisieran tantos. Autonomía, independencia, autogestión, grandes valores con los que se llenan la boca pero que también se les deshacen apenas sus nombres no aparecen entre los favorecidos de los fondos concursables, o cuando se les niegan recursos públicos para sus proyectos, que creen únicos. Entonces despotrican contra todo: el Estado, el sistema, los procedimientos, los colegas, ¡el movimiento!

Cuéntenme si Delfín Quishpe ha esperado hasta recibir dinero de los contribuyentes para avanzar en su carrera. Sería muy justo si lo recibió. A cuántos se les ha dado tanto para hacer tan poco.

Delfín Quishpe ve más allá del cerco que a ustedes les limita, por eso se asocia con gente de afuera mientras en su país lo detestan. Eso también les enardece, ¿no? ¿Qué, porque es indígena debe permanecer anclado a la llacta? Claro, así piensan, por eso dicen que en lugar de hacer covers de grupos extranjeros debería ponerse a versionar a artistas de su lindo Ecuador. Eso, mírate el ombligo, písate la cola. Así de minúsculos son sus razonamientos.

Mientras ustedes siguen a la masa, Delfín Quishpe se asume como el creador del tecno-folcklor-andino, y como dueño del invento, se esmera por mejorarlo. Mientras ustedes se parecen a todos los que son como ustedes, una endogamia de hombres duros y señoritas afines, Delfín Quishpe es él, un performer que se construyó un mundo.

Ya mismo pasan los 15 minutos de infamia contra Delfín Quishpe. Entonces podrán volver a su pasatiempo usual, el de disparar desde su envidiable acervo contra hipsters, reguetoneros, Paulo Coelho y Arjona, porque ustedes son de esos, snobs, corderitos de las modas de Facebook. Por cierto, ¿cómo son sus días? ¿Encienden la radio y les ataca Arjona? ¿Prenden el televisor y lo que hay son videos de él? ¿Así? ¿Tanto sufren? ¡Entonces no prendan la radio ni el televisor! Sean consecuentes con su rebeldía, compórtense como los antisistema, anárquicos, renegados que dicen ser. Háganlo, y asuman con eso una postura política, plantéenle una disputa a la hegemonía de la información desde el anticonsumismo, manténganse conectados a la exquisitez de sus dispositivos móviles, regodéense en la comunidad de elegidos. Apaguen, entonces, la radio y el televisor si tanta basura les inoculan a la fuerza, e intenten abrir un libro, que tanto bien les hará para que entiendan la insignificancia que somos en el Universo.

Fotografía Santiago Rosero.