El ya famosísimo artículo de Anne-Dominique Correa para El Telégrafo me recordó a mi adolescencia. Como ella, yo también publiqué algunos de mis ensayos de la universidad en la sección de blogs de El Comercio y, probablemente también como ella, me sorprendí e incomodé con muchas de las beligerantes reacciones de los lectores. Por sobre todo, sus argumentos me hicieron acuerdo a lo que en ese entonces yo también sentía sobre la ola de izquierdas en la que nos zambullimos: que Europa y los Estados Unidos no tenían autoridad moral para a hablarnos de democracia y que la justicia social debía ser la primera prioridad de un gobierno progresista. Ahora, no lo niego, sigo pensando más o menos así, pero con diferencias marcadas por la experiencia, la historia y la superación de mi adolescencia. En ese sentido —y para entender qué pasó con el fervor del 2007— la teoría que esboza Correa refleja la naturaleza perennemente adolescente de gobiernos obsesionados con sacar el dedo a sus mayores.

Otro momento que me recordó mi adolescencia: la reunión entre Trump y el presidente mexicano Enrique Peña Nieto. La imagen de un Peña Nieto sumiso y entreguista ante su bully gringo me remitió al emocionante efecto de Chávez llamando a Bush “el diablo”, o de Correa negociando la base de Manta por una base ecuatoriana en Miami.  Ese era su primer e inmediato encanto: después de siglos de ser el jardín trasero, ya no nos íbamos a dejar. “Déjame en paz, papá. Ya soy un adulto”. La crítica de Anne-Domique, en ese sentido, parte del mismo imperativo de entonces contra la histórica doble moral de las potencias occidentales contra el Sur global. Es una rebeldía impulsiva pero basada en una realidad histórica. ¿Quiénes son los Estados Unidos —que han sacado y puesto dictadores a su antojo— para descartar procesos regionales de gran apoyo popular?

La adolescencia es quizás una de las etapas más críticas del desarrollo individual. Es un proceso de cambio físico y psicológico drástico y a menudo incómodo. Nos empezamos a definir como individuos, personas independientes, autónomas. La presión es horrible: iniciamos nuestra vida e interés sexual a la vez que sudamos más de la cuenta y nuestras caras se cubren de espinillas incómodas y desagradables. Nuestra voz se desafina. También es una etapa de plasticidad cerebral intensa que según la doctora e investigadora Louise Hayes puede llegar a durar de los doce hasta los veinticuatro años. Pero esto es lo más pertinente: A diferencia de otros mamíferos, son los adolescentes los que, en su necesidad de independencia, rechazan a sus padres. No al revés.

El rechazo adolescente, entonces, es necesario y natural. No siempre ocurre de la misma manera, pero es una transición común para la madurez. Necesitamos de la edad del burro, pero no podemos quedarnos ahí. Hablando sobre México, Enrique Krauze hace un análisis relevante para el resto de América Latina. Para él somos, en efecto, democracias adolescentes. Cita a George Orwell para definir la democracia como una “práctica electoral equitativa y transparente”, por un lado y, por otro, “una cultura de la convivencia y plena legalidad en la que se respeta al individuo y se ejercen las libertades políticas esenciales: expresión, pensamiento, organización.” Para Krauze, aunque la primera parte de la definición de Orwell —la práctica electoral— está más o menos desarrollada, la cultura democrática de México sigue “vociferante e irresponsable, emocional y no inteligente”.

Pasa lo mismo en Ecuador. El advenimiento de Correa, todas sus elecciones ganadas y el respeto general por sus triunfos en las urnas, significó, sin duda, un fortalecimiento de nuestra práctica electoral. Incluso el “revés” de Alianza País en las elecciones seccionales del 2014 mostraron un electorado maduro capaz de mandar un mensaje al oficialismo sin pasar al otro extremo. Aunque el grito de “Fuera Correa Fuera” aupó las marchas  de la oposición en 2015, figuras políticas como Lasso, Páez y Nebot se cuidaron mucho de no hablar de sacar a Correa del poder, a pesar de la paranoia gubernamental. Al Presidente, decían, lo sacarían en las urnas.

En cultura democrática, sin embargo, no hemos madurado. El oficialismo se estancó en la rebeldía adolescente que, en cierta manera, avivó su enorme apoyo popular en 2007. Las críticas de Correa —como Chávez y Morales— al imperialismo yanqui eran importantes y necesarias, pero se quedaron ahí y, con ellos, se quedó gran parte de la izquierda. No continuamos con el proceso de maduración y desarrollo que debe seguirle al rechazo de los adolescentes hacia la autoridad, sus padres, sus maestros. El Ecuador es como un adulto de treinta años quejándose de cuán poco cool son nuestros viejos. El artículo de Anne-Dominique refleja una visión común entre una izquierda que, paradójicamente, sigue viendo al norte para definirse. “Inglatera es una monarquía, así que no vamos a dejar que una publicación de allá nos diga cuán imperfectas son nuestras democracias.” Y san se acabó.

Anne-Dominique no está sola. Para Noam Chomsky, el intelectual más citado del mundo, las democracias de los gobiernos progresistas latinoamericanos son más sanas que el sistema político estadounidense. Para él, de hecho, Estados Unidos no es una democracia. Así, en su obstinación y ganas de mostrar las falencias del sistema capitalista de su país, a Chomsky le tomó más de diez años reconocer los abusos del gobierno chavista. Incluso desde entonces se ha mantenido tibio en su crítica. Cuando se trata de Venezuela, su lucidez no es la misma con la que critica el imperialismo norteamericano.

En miras a las elecciones del 2017 es importante pensar sobre los procesos históricos que resultaron en el gobierno de hoy. El correísmo fue parte de un movimiento regional que emocionó a la izquierda, a movimientos sociales, a feministas, a sindicatos y a ecologistas. Nos rebelamos, le sacamos el dedo a Estados Unidos. Al igual que la preocupaciones de Anne-Dominique sobre como miden nuestras democracias, ese discurso fue importante y necesario, pero nos quedamos en eso. Ahora ya hay que madurar.