Dos cosas son ciertas sobre México. Una, que es el segundo país con mayor crímenes de homofobia del mundo. Y dos, que veneró a Alberto Aguilera Valadez, Juan Gabriel, el Divo de Juárez, un hombre que con su música desafió el prototipo viril del cantor macho mexicano. Curiosa paradoja. “El arte es femenino”, le dijo a Fernando del Rincón en una entrevista para Univisión que se viralizó poco después de su muerte en agosto de 2016. Cuando del Rincón insistentemente le preguntó si era gay, JuanGa dijo: “No se pregunta lo que se ve.” ¿Pero qué se veía?

Memo Bautista escribió una crónica sobre el homenaje que se le rindió al cantante en el Palacio de Bellas Artes en Ciudad México. En ella llama a Juan Gabriel como “el espejo de México”, porque “a pesar de su pobreza llegó a ser grande”.  En su historia de superación personal se veía un país entero: Juan Gabriel fue el último de diez hermanos. A los cuatro, su madre lo llevó a un orfanato porque no le alcanzaba el dinero para cuidar de él. Allí vivió por ocho años. A los catorce empezó a escribir canciones y las cantaba en bares y restaurantes de Juárez. Cuando llegó a Ciudad de México fue descubierto. Al firmar su primer contrato Alberto Aguilera se convirtió en Juan Gabriel.

Muy pronto, Juan Gabriel se distinguió por la honestidad de su sentimentalismo. No era el hombre con el orgullo roto de las rancheras de Jorge Negrete o José Alfredo Jiménez. Como dice Jaime Bedoya, mientras que, por ejemplo, Negrete y Alfredo Jiménez intentaban “domar” a la legendaria actriz María Félix, Juan Gabriel la veneró. En su canción María de Todas las Marías,  compara “su belleza con la de la madre de Dios.” Para Juan Gabriel la mujer no era la “mentirosa y traicionera” que a los caballeros no queda más que adorar. Al contrario, en sus letras la mujer es fuerza y vitalidad. En cierta forma, las suyas son plegarias hacia la feminidad.

Las canciones de Juan Gabriel son incorregiblemente emotivas. Corta-venas. Su estética abundante en dorados y coloridas referencias al folclore mexicano le hacía juego a los juramentos apoteósicos y la ternura vulnerable de sus letras.  No era alta poesía, pero precisamente de eso brotaba su autenticidad, del lugar común como catarsis. Su género ha sido descrito como camp, un tipo de producción artística relacionada con el kitsch y basada en la exageración de formas de expresión más comunes, vulgares u ostentosas. Quizás por eso era hasta ahora ignorado y despreciado por algunos intelectuales como Nicolás Alvarado, a quien le molestaban las lentejuelas “nacas” (en Ecuador habría dicho “cholas”) del cantante.

Cuando Juan Gabriel dice que el arte es femenino, su entrevistador parece escéptico. “¿No hay un arte masculino?”, pregunta. “Puede ser”, responde Juan Gabriel, sin reparos, seguro de su trascendencia en un país y un continente muy dados a una masculinidad uniforme e insegura. Lo cierto es que su música es una expresión más honesta del amor, el dolor y ternura, sin los aspavientos de las poses viriles del cantor de rancheras. El arte es femenino porque la masculinidad tiende a la máscara, a la negación de nuestros sentimientos.

Un día después de la muerte de Juan Gabriel murió el actor Gene Wilder. Sus interpretaciones en The Producers, Willy Wonka, y El Principito tendían a ser hombres complejos, vulnerables y tiernos cuando John Wayne todavía era el referente cinematográfico de masculinidad. Este mismo año murieron  Prince y David Bowie, artistas también recordados por sus formas creativas de desafiar y revertir la uniformidad masculina. Me voy a poner un poco cursi: En alguna parte del cielo los hombres son más ambiguos, fluidos y sensuales.