Sin los  pobladores no habrá reconstrucción después del terremoto


El terremoto de abril de 2016 no solo abrió la tierra de Manabí y Esmeraldas: con el sacudón se destaparon inequidades, se evidenciaron los problemas sociales arraigados desde hace mucho y la precariedad de todo nuestro entorno construido. Quizás lo peor de todo es que se consolidó una suerte de mentalidad de la pobreza (aquella en que, por la escasez que se percibe alrededor, hace que nos aferremos a lo poco que tenemos, aterrados por miedo a perderlo y perpetuando el ciclo de la miseria en el proceso), nuestro talón de Aquiles y causa de muchos problemas que incluso antes del terremoto no recibían atención.

A mí me tocó ver Canoa dos meses después de la tragedia que se llevó treinta y siete vidas en una parroquia de alrededor de nueve mil. Encontré un asentamiento deshecho con más de las dos terceras partes de sus edificios destruidos o derrocados, con tres covachas semi-ocupadas de un total de casi cincuenta a lo largo del malecón, que denotan la ausencia de turismo y una economía poco dinámica, con una población que vive en condiciones precarias y con graves problemas ambientales en calles de tierra sin veredas, alcantarillado o agua potable y aguas estancadas a lo largo del colector que cruza el pueblo. Lo aterrador  es que todo eso no lo trajo el terremoto. Canoa es solo uno más de tantas poblaciones costeras que tenemos que reparar con mucho más que nuevas edificaciones.

Nuestras playas han crecido desde hace décadas en zonas que debieron ser de protección ecológica. Los estuarios de ríos y dunas de protección han sido sitios favoritos de expansión urbana y los proyectos de iluminados ingenieros para encauzar en concreto y a la fuerza las escorrentías y canales de desfogue son recurrentes a lo largo del litoral como ocurre en la propia Canoa y en Puerto López, por mencionar solo dos. Las poblaciones playeras se asientan en bombas de tiempo ecológicas. Cuando nos dimos cuenta de que existían, después del terremoto, a lo máximo que atinamos ha sido llevar casitas de caña para mejorar en algo la calidad de vida de los damnificados.

Pero ellos siguen en refugios. Y si miramos la historia, hay señales de alerta: para que el último de los damnificados del huracán Andrew (que golpeó la Florida en 1992) saliera de su refugio temporal pasaron diecisiete años. Aún hoy, residentes de Nueva Orleans siguen con sus vidas alteradas luego del huracán Katrina de 2005.

El problema de la vida en refugios se repite desde los campos de Siria, a los de Lille en Francia, y ahora los de Manabí y Esmeraldas: hacinamiento, encierro, condiciones precarias de higiene y asentamiento son una promesa lúgubre de violencia, exclusión y problemas de salud pública que van a ser más costosos que la reconstrucción física.

No todos estamos alineados con el deseo de los afectados, que deberían tener la última palabra: La intención de los voluntarios es lograr que los refugiados salgan a edificaciones propias y con mejores condiciones. La del gobierno, todo indica, es que la propaganda nos convenza de que ya se han encargado de todo y que perdamos interés en cuestionar la calidad de vida en los refugios. La de los refugiados es volver a su vida y criar a sus hijos en paz. Esa disonancia de propósitos podría generar trabajos descoordinados, resultados pobres y muy poca gobernanza. No hay demasiado tiempo para resolver estos desacuerdos: mientras discutimos qué solución es la idónea y quién debe administrarla, la violencia se exacerba, los embarazos no deseados están a pocos meses de llegar a término y las enfermedades a punto de transformarse en epidemias.

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Las soluciones no son fáciles y no pueden —no deben— ser propuestas por una persona. Lo que podemos ofrecer son estrategias y alternativas. La que pongo a consideración aquí se origina en la experiencia de una ciudad a casi cinco mil kilómetros al norte del del Ecuador, al borde del lago Michigan.

Detroit fue fundada por los franceses como puesto de comercio de pieles. Luego pasó a dominio de los Estados Unidos y su historia reciente empieza en 1805 con un gran incendio que la destruyó casi totalmente. El nuevo plan fue elaborado por el magistrado Augustus Woodward. Detroit tuvo un crecimiento muy importante como nodo industrial y sirvió como paso para los esclavos que escapaban a Canadá por el puente ferroviario que cruza el estrecho hasta Windsor, Ontario. A partir del invento de la línea de producción por parte de Henry Ford, el cluster automotriz permitió que la economía y nivel de vida de la ciudad crecieran exponencialmente.

A partir del final de la Segunda Guerra Mundial, el progresivo ahorcamiento de las industrias conseguido por el cabildeo de uniones laborales como la poderosa United Auto Workers y el advenimiento de vehículos y partes más baratas venidas de Japón estancó la economía de Detroit. La huida de los segmentos más ricos de la población hacia suburbios ricos y las mega autopistas alrededor del centro que les servían aislaron la ciudad, minaron la base fiscal y por lo tanto los recursos municipales y causaron un declive poblacional sostenido desde la década de los cincuenta. En 2013 ocurrió el hecho sin precedentes de que la ciudad se declaró en bancarrota para liquidar activos, cubrir deudas y llenar el tanque de ambulancias y motobombas estacionadas sin poder moverse. La medida tuvo efectos: 2015 fue el primer año en cincuenta y seis que Detroit no decreció. Pero los esfuerzos institucionales de reconstrucción son costosos, lentos y por lo tanto imperceptibles a escala humana: la infraestructura está y los edificios se repararon, pero la economía en escala metropolitana no arranca. Por otro lado, en cada cuadra hay nuevos pequeños negocios —comerciales, manufactureros, agrícolas, gastronómicos o de servicios— que, sumados, son el cimiento del renacimiento urbano de Detroit. La ciudad atrae cada vez más empresas, más emprendedores y más mentes creativas para seguir pensándola y desarrollándola. La relajación de regulaciones y reducción de costos para pequeños negocios ha sido una de las claves de este retorno. Allí es donde conectan nuestras dos historias.

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Canoa y los pueblos de la costa van a esperar años: hasta que el Ministerio de Educación reactive las escuelas al 100 por ciento, hasta que el Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda (Miduvi) y los municipios planifiquen y construyan soluciones habitacionales, alcantarillado y redes de agua, y hasta que Obras Públicas habilite totalmente las carreteras y telecomunicaciones dañadas. Pasará un tiempo también hasta que la ayuda de los voluntarios llegue a todas partes e impacte a todos los damnificados.

Una estrategia adecuada podría alinear los objetivos de cada sector. El principal es que se permita a los residentes reinventarse por sí solos. Los voluntarios y organizaciones no gubernamentales tienen un gran compromiso, agilidad en sus procesos y capacidad de acción. El gobierno tiene a su disposición un pool de talento gigantesco de urbanistas, arquitectos, ingenieros ambientales, economistas urbanos y abogados especializados para generar guías de mejores prácticas urbanas y ambientales, para construir capacidades locales y preparar a la población para el reto de dejar la precariedad y construirse sólidamente como sociedad. Sin embargo, el impacto de voluntarios y gobierno tardará en materializarse. Es necesario generar una estrategia de plazo inmediato para aprovechar la emergencia: promover el intercambio de conocimiento con la zona de desastre y liberar cargas y costos que motiven el surgimiento de nuevas pequeñas empresas de impacto social.

La meta debe ser atraer talento de fuera y que se quede, polinizando al talento local y propiciando una espiral de desarrollo de inteligencia colectiva que vaya más allá de la labor de reconstrucción física. Siguiendo lecciones de renacimiento urbano como Detroit, la manera de atraerlo puede ser la implementación de un paquete de incentivos que apunte a fortalecer la economía de la gente y el intercambio con la región, el país y el mundo, que comparta conocimiento y no solo promueva la venta de cerveza y alquiler de carpas en la playa. Cada forma de ayuda que ha llegado a Manabí y Esmeraldas tiene algo que aportar, dentro del objetivo común de que los habitantes de cada ciudad, pueblo y comuna puedan trabajar, prosperar y buscar su propia felicidad.

A escala regional: las acciones por parte del gobierno nacional y los gobiernos locales deben contemplar algunos factores dentro de una ley económica urgente que simplifique la normativa, empezando por los códigos de arquitectura y urbanismo locales y del sistema de licencias de construcción con el fin de aprobar por derecho aquellas edificaciones que cumplan con la normativa. Se debe restablecer, además, la norma que permitía la donación directa del 25% del impuesto a la renta a gobiernos locales y replantear la normativa para crear, liquidar empresas y flexibilizar las leyes laborales. Además de los incentivos normativos, se podría reducir el Impuesto a la Renta a una tasa única de 10% y generar incentivos fiscales para empresas de todo el país que inviertan en la construcción de infraestructura y equipamiento en la zona de desastre.

Los voluntarios juegan un papel clave: trabajan muy de cerca en el campo, lo hacen por su propia motivación y con un inmenso compromiso. Su aporte es uno que la burocracia por su naturaleza jamás podrá hacer: devuelven autoestima a poblaciones históricamente alejadas del desarrollo tecnológico, ambiental, económico y productivo del resto del país. Realizan una labor que no es política sino humanitaria y lo hacen con compromiso y mucho cariño. Precisamente por no ser política, el impacto sería mayor si el enfoque es llevar su apoyo a los lugares que más lo necesitan. En su comprensible ansiedad por ayudar y reivindicar a poblaciones maltratadas se cuelan polémicas con entidades gubernamentales o privadas que desvían su labor. Conocer los propios alcances y asumir los propios límites puede hacer mucho más fructífera la reconstrucción en el nicho que mejor manejan voluntarios y ONGs.

En el lugar más importante están los pobladores. Ellos tienen el peso mayor de la reconstrucción sobre sus hombros. Los cuestionamientos a la labor del gobierno y a metodologías distintas de ayuda privada, la polémica entre públicos, privados y ONGs que surgen de las históricas suspicacia y desconfianza ecuatorianas suceden muy lejos. Aquí los problemas cotidianos son el estancamiento de aguas por soluciones de ingeniería incompatibles, la construcción inacabada y seguramente inservible del sistema de alcantarillado que nueve años después no termina y no sirve, la falta de agua potable y la precariedad de una economía insostenible ambientalmente y concentrada en el borde de playa, y —tal vez más importante— la desconexión y la desidia. De un pozo similar salió Detroit por la suma de pequeñas acciones individuales. Las poblaciones de la zona del desastre lo pueden hacer también.

El ruido que hicieron algunos políticos sobre la necesidad de declarar a Manabí como zona franca debe materializarse y venir acompañado de un cuestionamiento profundo de la manera en que regulamos las relaciones urbanas y económicas en el Ecuador. Cientos de leyes como el Código de la Producción y de políticas como la de educación básica y superior han tenido una incidencia muy limitada en el desarrollo de poblaciones como Canoa. El fracaso de nuestro esquema normativo es universal. Nuestro entorno legal es oneroso y genera privilegios, por un lado, a la economía de los gobiernos nacional y locales sobre la de los ciudadanos, y por otro, para empresas grandes con músculo financiero, capacidad de endeudamiento y posicionamiento en el mercado. La oportunidad para hacer un verdadero cambio de matriz productiva, urbanística y regulatoria está frente a nosotros. A Manabí la reconstruirá su gente, si solo les diéramos el espacio para hacerlo, en medio de marcos regulatorios urbanísticos, laborales y fiscales que conduzcan a construir mejores ciudades y una economía más sólida.