El Ecuador vive una grave crisis económica y una profunda crisis política e institucional causada por un sistema híper-presidencialista. Este sistema ha absorbido todos los poderes del Estado y ha generado que el Ejecutivo posea una enorme injerencia en todas las esferas de la vida de los ciudadanos. Por eso, muchos analistas y políticos sostienen que el origen de todos estos problemas (económicos y políticos) es el gobierno de la Revolución Ciudadana con Rafael Correa como su cabeza única, visible e irremplazable. Esto es un error: las causas son más profundas y complejas y requieren que reconozcamos nuestras responsabilidades individuales y que nos enfrentemos a la realidad de que somos una sociedad inequitativa.
Decir que Correa es la causa a los problemas es extremadamente reduccionista y deriva en una supuesta solución que parecería simple: buscar que un nuevo movimiento político tome el poder y esperar que cambie el rumbo que ha tomado nuestro país hacia el colapso económico y el totalitarismo. Suena simple pensar en un Mesías que descienda desde la tarima (o desde su posición privilegiada en la sociedad) y nos salve llevándonos hacia la utopía anhelada. Pero esta idea es una fantasía: Primero porque ese mismo mecanismo democrático que supuestamente dará origen a un nuevo Mesías fue el que dio origen y sostuvo en el poder por una década a RC (siglas para Rafael Correa o Revolución Ciudadana da lo mismo porque los últimos son solo peones que acatan órdenes del primero). Y segundo, esta no es la primera vez en la historia republicana del Ecuador que estamos sumergidos en una crisis política en la que un líder se autoproclama amo y “majestad” del país (no olvidemos a Gabriel García Moreno, Eloy Alfaro, Velasco Ibarra, León Febres-Cordero).
Por eso Rafael Correa, como líder supremo, no es un problema coyuntural sino estructural en Ecuador: la historia nos muestra que no solo nos damos con la misma piedra varias veces, sino que nos hemos encariñado a ella. Debe haber decenas de razones para que esto suceda, y una —más compleja y desalentadora— es que el comportamiento populista y dictatorial de los gobernantes no son la causa del problema sino un síntoma recurrente causado por la estructura social inequitativa de nuestro país (en otras palabras, la existencia de un grupo reducido que posee casi toda la riqueza y poder). Por lo tanto, sin importar quiénes ganen las próximas elecciones (o las siguientes), están condenados a repetir las mismas taras del Gobierno actual (que son las mismas de gobiernos anteriores pero amplificadas y sostenidas democráticamente gracias a la inigualable bonanza que nos dejó una gran cantidad de petrodólares). Por eso es cierto que “el pasado no volverá” —como afirma Correa— ya que nunca se ha ido.
Pero al votante medio de nuestro país le cuesta darse cuenta de esta condena y sigue buscando un Mesías, se inclina obsesivamente por líderes populistas, y lo peor es que los políticos lo saben y se aprovechan. Por eso ya comenzaron con sus promesas demagógicas como devolver miles de millones en impuestos, derogar otros impuestos actuales, eliminar leyes y organismos de control, prometer empleo y estabilidad económica inmediata, dictaminar el no pago de la deuda con China, eliminar cocinas de inducción, y la lista sigue. De ahí que, para entender por qué el Ecuador no sale de ese círculo vicioso se necesita analizar la institucionalidad más atrás del 2007, y no solo desde el momento en que Correa llegó al poder.
En toda su vida republicana, Ecuador ha sufrido inestabilidad constitucional: hemos tenido veinte constituciones, que equivale a un promedio de una cada nueve años (por eso a diez años del inicio de la RC, hay quienes quieren refundar por vigésima primera vez el país y exigen una nueva). Esta inestabilidad demuestra que la sociedad ecuatoriana ha sido incapaz de lograr que el poder del Estado sea el necesario y suficiente para mantener el orden y preservar el imperio de la Ley; y a su vez no sea tan grande para evitar que se convierta en una institución depredadora de las libertades civiles individuales (o como el filósofo político inglés Thomas Hobbes lo denominó un Leviatán).
Una teoría que podría explicar por qué el Ecuador ha vivido esta inestabilidad y sigue atrapada en ella es la de los economistas Daron Acemoglu, James Robinson y Ragnar Torvik (AR&T), quienes en el paper “Por qué los votantes desmantelan los controles y equilibrios de poder” proponen que en sociedades con instituciones débiles, una política de pesos y contrapesos fuerte reduce los retornos —políticos y monetarios— para los gobernantes en el poder. Y a su vez, estos bajos retornos hacen que los gobernantes sean más fáciles de influenciar por una élite poderosa y organizada. De ahí que, los autores argumentan que un sistema estricto de pesos y contrapesos es un arma de doble filo que afectaría el bienestar de la mayoría pobre de esa nación, y por lo tanto, estos estarían dispuestos a ceder más poder al Estado para reducir las influencias de las élites y conseguir las políticas redistributivas que tanto necesitan para salir de su pobreza.
Lo que ha sucedido en el Ecuador desde que la democracia volvió en 1979, se ajusta mucho a la teoría de AR&T. Después del retorno a la democracia pero antes de que RC ascienda al poder, había dos tipos de gobernantes: políticos representantes de grupos de interés empresariales y financieros con un sesgo en contra de políticas redistributivas y a favor de las que beneficien a las élites económicas (Osvaldo Hurtado, León Febres-Cordero, Rodrigo Borja, Sixto Durán-Ballén y Jamil Mahuad) o políticos que usaron plataformas populistas, de las que se desviaron después de asumir el poder solo para ser expulsados popularmente de sus cargos (Abdalá Bucaram y Lucio Gutiérrez) y ser reemplazados por representantes de las élites nuevamente (Fabián Alarcón, Gustavo Noboa y Alfredo Palacio).
Desde 1979 hasta 2007, teníamos una pugna clara entre un Estado débil versus una élite poderosa, mejor organizada y conectada, con un fuerte peso en la política. Esto generó que a través de sobornos o presiones el Gobierno reduzca el impacto y el alcance de sus políticas redistributivas y que, en su lugar, se establezcan políticas a conveniencia de los grupos de interés (por ejemplo la sucretización de la deuda, barreras arancelarias y no arancelarias de protección a la “industria” nacional, salvataje bancario). Fue así que para el 2007 los indicadores sociales del Ecuador no eran nada alentadores (incidencia de la pobreza a nivel nacional del 36.74%, incidencia de la pobreza extrema a nivel nacional del 16.45%, indicador de GINI a nivel nacional 0.5509). En otras palabras, la pugna entre las élites y el gobierno, y el consecuente secuestro de los poderes del Estado por parte de los más poderosos económicamente, generó una pérdida del bienestar de la mayoría pobre del país atrapandolos en su situación de precariedad.
Esta penosa situación obligó al pueblo ecuatoriano a tomar una decisión drástica: reducir e incluso eliminar los mecanismos de pesos y contrapesos que existían al aprobar una constitución híper-presidencialista, como es la del 2008, esperando con esto crear un Gobierno poderoso que pueda enfrentarse “uno a uno” a la élite ecuatoriana y liberarse de sus presiones y amenazas. El resultado fue exitoso, con el Gobierno de la Revolución Ciudadana y la Constitución del 2008, el pueblo logró engendrar el Leviatán anhelado que tendría la capacidad para enfrentar a las élites y grupos de interés, logrando así la tan ansiada redistribución de la riqueza. Incluso, el poder de este Leviatán superó lo esperado gracias al boom petrolero. Los resultados en redistribución fueron los deseados: para el 2014 la incidencia de la pobreza a nivel nacional llegaba a un mínimo histórico del 22.49%, la incidencia de la pobreza extrema a nivel nacional llegó a 7.65% y el indicador de GINI a nivel nacional se redujo a 0.4665.
Las aspiraciones de la mayoría fueron alcanzadas, no obstante, el fantasma del premio Nobel de Economía Milton Friedman llegó a atormentarnos recordándonos que “no hay almuerzos gratis”. Y no fue hasta que se comenzó a sentir los ataques a las libertades individuales (libertad de expresión, libertad a la protesta, libertad a la asociación libre, libertad para consumir los mejores bienes disponibles del mundo, libertad de vivir en un planeta sano) que lo enunciado por el filósofo Jean Jacques-Rousseau comenzaba a tener sentido: que para vivir en sociedad los individuos establecen un contrato social y reciben ciertos derechos y privilegios a cambio de conceder ciertas libertades. En Ecuador los privilegios otorgados por el Gobierno, fueron tantos —educación universitaria gratuita, bonos y ayuda para el desarrollo humano, subsidios energéticos— que las libertades cedidas tenían que ser de igual cuantía. De hecho, no fue hasta que la bonanza petrolera terminó, y las pérdidas de libertades no podían ser compensadas con dádivas gubernamentales, que nos dimos cuenta que en vez de crear un ángel salvador que luche contra las élites económicas, creamos un demonio igual o más peligroso que las élites, con quienes incluso mantuvo relaciones incestuosas. Y hoy estamos bajo el reinado despótico de dos demonios de igual poder y peso: las élites y el gobierno.
Por ello si me preguntan si la situación va a mejorar o cambiar con otro grupo político en el poder desde el 24 de mayo de 2017, digo que no. Mi pesimismo se debe a las propuestas demagógicas de los candidatos y precandidatos a la presidencia que revelan que no quieren ser el presidente de Ecuador sino el próximo Rafael Correa. Ninguno de ellos ha tenido la decencia de ser honesto con el país y decir que para salir de la situación económica que atravesamos se requerirán sacrificios muy dolorosos por un tiempo medianamente prolongado (entre uno o tres años más). Por el contrario, le mienten a la población y apelan a ese sentimiento populista del votante ecuatoriano, vendiendo ilusiones y utopías. Y si alguien les pregunta en privado por qué lo hacen, subestiman al votante y dicen que con la verdad no se puede ganar, lo cual revela que no les importa servir sino ganar. De nuevo el axioma popular se cumple: lo importante no es lo que dicen los políticos sino lo que no dicen. Y si no son sinceros con algo tan palpable y sensible como la crisis económica, serán menos sinceros en dar a conocer la necesidad de que los ecuatorianos iniciemos un diálogo para definir un nuevo rol del Estado y después de eso establecer un nuevo contrato social explícito.
Los ecuatorianos —de todos los sectores de la sociedad— deben reflexionar y aceptar su responsabilidad en la crisis económica e institucional del país por complicidad, ya sea por acción u omisión. Entender que no existen atajos ni fórmulas mágicas para salir de la crisis, aceptar y tomar el camino doloroso y, por, sobre todo, aceptar la responsabilidad de nuestras decisiones. Si queremos que nos devuelvan nuestras libertades, necesitamos un Estado menos paternalista, pero lo suficientemente fuerte para luchar contra los grupos de interés. Para salir de la crisis actual y evitar que se repita se requiere de manera urgente, no un nuevo gobierno (como los analistas y políticos afirman), sino un ejercicio serio de reflexión nacional para cambiar las instituciones del país cuidando que este ejercicio no se convierta en una refundación absurda más del país (de las que ya hemos tenido tantas) y cuyo objetivo único sea redactar una nueva constitución a conveniencia del grupo político en el poder y las élites imperantes, para que luego de diez años esta sea desechada, y tengamos que refundar de nuevo nuestra nación.
La crisis política en el Ecuador no es coyuntural. Su raíz está en la estructura social inequitativa y la idiosincrasia de su gente.
Fotografía de Magdalena Lagaleriade bajo licencia CC BY SA 2.0