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Nuevo Rocafuerte, ese pequeño pueblo en la última esquina del Ecuador y en la frontera con el Perú, es tranquilo. Las mayores noticias suelen ser la crecida del río Napo o un torrencial aguacero. En Nuevo Rocafuerte no se espera nada salvo el turno que va y viene de El Coca pues hasta ahí solo se llega por río y el viaje tarda entre ocho y diez horas. El pueblo ha vivido sin sobresaltos salvo estos últimos meses que migrantes del Congo, Senegal, Haití y Cuba han llegado al pueblo y han cambiado la rutina.

Los primeros días de abril de 2016 asomaron por ahí cinco congoleños. Habían salido desde Kinshasa —la ciudad más grande de República Democrática del Congo— en avión a hasta Sao Paulo, y de ahí empezó la travesía. Navegaron por el Amazonas, llegaron a Mazán, en el Perú, y surcaron el río Napo. En alguna parte del camino, según contaron, les robaron sus pasaportes y el dinero que traían.. Fueron a Pantoja y de ahí siguieron la ruta del río Napo hasta llegar al Ecuador, es decir, a Nuevo Rocafuerte, en el cantón Aguarico. En Nuevo Rocafuerte no los dejaron quedarse. La Policía de Migración los devolvió al Perú. Pero ellos volvieron a subir a Ecuador. Estuvieron una semana en la misión capuchina de Aguarico, donde un misionero les dio alimento y un techo para dormir, y los acompañó a la Policía y a la Marina con la idea de que los dejen salir de Nuevo Rocafuerte con dos opciones: solicitar refugio o seguir su camino hasta Estados Unidos. Ni Policía ni la Marina ni el Ejército ayudaron. Ignoraban de que la migración no es un delito, y de que el Estado ecuatoriano, al menos así dice la Constitución, no impide la libre circulación de las personas, las autoridades querían, a toda costa, deshacerse de los congoleños y devolverlos a Pantoja, en el Perú. Pasaron al menos dos veces de un lado al otro de la frontera, intentaron embarcarse en la canoa de turno, hicieron solicitudes de refugio: agotaron todas las instancias y toda la paciencia.

El abogado del Comité de Derechos Humanos de Orellana, Xavier Solís,  habló con el jefe policial en Tiputini para explicarle el procedimiento: de acuerdo al Decreto 1182 los cinco del Congo tenían el derecho de hacer sus solicitudes de refugio, presentarlas y transitar libremente. Las solicitudes las hicieron y las enviaron por correo electrónico, hasta poder llegar a Coca, ir a Lago Agrio y acercarse a la Dirección Nacional de Refugio. Pero en una semana de idas y vueltas, los cinco migrantes del Congo no pudieron salir de Nuevo Rocafuerte, ya no había nada en la despensa del misionero y nadie parecía estar dispuesto a embarcar a los visitantes por miedo a tener problemas con la ley.

Por esas afortunadas coincidencias, la gobernadora de Orellana, Mónica Guevara, había ido a Rocafuerte en esos días, se enteró del asunto y ayudó a que los cinco de El Congo lleguen a Coca. Allí, a falta de albergue, les esperó el centro de detención provisional, es decir, la cárcel. Y los congoleños pasaron una noche tras las rejas hasta el otro día que tuvieron una audiencia. Como no cometieron ningún delito, el juez dictó una providencia: tenían 72 horas para abandonar el país. Lo hicieron y siguieron su camino a Panamá, donde dijeron tenían contactos, y luego, seguramente, seguirían a Estados Unidos.

Los congoleños no fueron los primeros en llegar a la selva ecuatoriana. Una semana antes, un grupo de ciudadanos de Haití, El Congo, Senegal y Cuba, 31 en total, había entrado por la misma ruta. Solo que ellos pudieron pasar la noche en el albergue para indígenas que mantiene el Vicariato de Aguarico y la Fundación Labaka, una oenegé local. Tuvieron su audiencia y pudieron seguir su ruta sin mayores problemas. Un par de semanas después se supo que estaban en la frontera entre Costa Rica y Panamá, sin poder pasar. Allá también les esperaban las puertas cerradas, la policía, los muros infranqueables.

En abril 25 entraron a Ecuador otros tres muchachos haitianos por el mismo camino. Y en junio, tres grupos que llegaron casi a día seguido sumaron uno solo: 31 ciudadanos cubanos —10 mujeres, un menor de edad, 20 hombres— hicieron un viaje de casi cuatro meses, en una de las rutas más largas de la migración mundial, buscando otro destino, sin poder llegar a ninguna parte.

“Salí de Cuba, estuve en Panamá, me llevaron por la selva, estuve en Colombia 22 días raptada por un grupo armado, luego pasé a Perú, en Perú nos pidieron 190 dólares por persona. En Ecuador nos dijeron que nos llevarían a Providencia y que de ahí seguiríamos a Colombia. Ahí nos pidieron también colaboración. Solamente mi hijo y yo hemos gastado como 18 mil dólares. En estas fronteras, hemos gastado 4 mil”, dice una de las mujeres cubanas.

Desde diciembre de 2015 los cubanos necesitan visa para ingresar el país y eso hace más difícil su situación pues la alternativa que se les plantea es la deportación, a pesar de que están prohibidas las deportaciones colectivas.

El viaje de los 31 cubanos que llegaron en junio inició en avión, de La Habana a la Guyana inglesa, con escala en Panamá en donde no se les permite salir del aeropuerto. De Guyana a Manaos, de Manaos a Tabatinga, de Tabatinga a Leticia (según los relatos ahí fueron retenidos por un grupo irregular durante veintidós días), de Leticia a Iquitos, de Iquitos a Pantoja, de Pantoja a Rocafuerte, de Rocafuerte a Coca, todo eso por río.

En Coca los detuvieron. Pasaron diez días en una inmunda y pequeña cárcel, que no es cárcel sino centro de detención provisional donde se supone que nadie está por más de 24 horas, en donde no hay condiciones higiénicas, ni agua y menos servicio de alimentación o espacio para la recreación y donde cualquier derecho humano es vulnerado. Otro de los cubanos que estuvo detenido ahí se quejó: «El trato que hemos tenido en el Ecuador ha sido de a perro. Nos han humillado, nos han tratado como basura. Solo queremos seguir nuestro camino. Pedimos a las autoridades que nos dejen seguir nuestro camino. No se ponen de acuerdo. No saben qué hacer con nosotros. Nos detuvieron en Nuevo Rocafuerte. Nos esposaron. Nos caminaron todo el pueblo esposados. Y luego nos trajeron en la canoa». 

Pasaron diez días encerrados por no haber cometido un delito sino una contravención: no tener visa. Periodistas locales, gente de pastoral social de la Iglesia de Aguarico llevaron pan y gaseosa, mientras el abogado de derechos humanos junto al defensor del Pueblo en Orellana hacían lo posible para hacer entender a las  autoridades que al menos tenían que abrirles las celdas para que puedan estirarse y caminar por el pasillo, pues no tenían porqué estar encerrados.

Después de ocho días los llevaron a Quito, al famoso Hotel Carrión, donde muchos migrantes esperan camino a la deportación pero dijeron que no había cama para tanta gente, así que no los recibieron. Pasaron el día en el bus en el que fueron trasladados de Coca a Quito, y volvieron a Coca. El juez de turno, al no tener ya nada que hacer con el problema, decidió finalmente, dejarlos ir y dejar sin efecto la deportación que días antes había dictado. En la sentencia, el juez pidió la deportación del grupo aunque se supone que no hay deportaciones colectivas sino procesos individuales. La Defensoría Pública pidió el Habeas Corpus, que fue negado.

La nueva resolución del Juez de Coca del 14 de junio en horas de la mañana cambia la sentencia anterior y les da el “abandono voluntario” a los ciudadanos cubanos. A eso de las ocho de la noche salieron del centro de detención provisional de Coca para seguir su ruta, que aún es larga y tenebrosa. Tal vez algún barco los lleve y logren llegar a Centroamérica, pasar los peligrosos puntos de frontera entre México y Estados Unidos para empezar ahí una vida nueva. Hay quienes lo logran. Y hay quienes no sobreviven. Pero todos están seguros de que darían la vuelta al mundo en ochenta y más días, arriesgando el pellejo varias veces, con tal de salir de la violencia o de la miseria de sus países.

Según una de las mujeres que estuvo detenida en Coca, “colabóreme y le colaboro” fue la frase más escuchada en su travesía. Hay quienes abusan  de la situación de vulnerabilidad de los migrantes. La mujer tiene una voz enérgica: “en mi país los salarios son mínimos, gobiernan los dictadores, no tenemos libertades y no podemos vivir ya más así. Con un salario de 1200 pesos —que son 48 dólares— o se compra comida o se compra para el aseo, o me limpio o me alimento y alimento a mis hijos. Así no se puede. En Estados Unidos tengo a mi hija, tengo un nieto de ocho años al que no conozco”. La esperanza parece ser lo único que queda para quienes deciden emigrar de un país y buscarse un destino en otro lugar.

El caso de los 31 cubanos destapa, entre otras cosas, la situación del centro de detención provisional de Coca y el del Hotel Carrión en Quito, en donde no se muestra un país muy hospitalario para con la migración.

Quienes salen de sus países, de Cuba o de El Congo o de Colombia, prefieren morir a regresar. Es como echar una moneda al aire: el juego del todo o nada. Muchos tienen miedo de las situaciones de violencia, de la inestabilidad política y económica, de la falta de libertades. Sienten que sus vidas están en riesgo y por eso lo arriesgan todo. Otros, tienen una mano adelante y otra atrás y migran buscando trabajo. Todos, al final, persiguen lo mismo: trabajo, calma, bienestar, un mejor futuro. Unos mueren atravesando los mares, en balsas o en pateras. Otros logran llegar a lugares que convierten en suyos si encuentran algo de hospitalidad. Otros mueren en pasos peligrosos, en manos de mafias que trafican con personas. Y otros son rechazados, devueltos, como si fueran escoria, indeseables sin patria o hasta traidores.

Bajada

La nueva y larga ruta de la migración hacia Estados Unidos es por la selva e incluye la ecuatoriana

fuente

Fotografía de Milagros Aguirre. Los rostros se han difuminado por pedido de la defensa de los detenidos.