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Trabajo en una universidad que, a pesar de llevar en su nombre un credo, se ha caracterizado por ser un espacio en donde personas de distintas creencias y posturas ideológicas se han sentido relativamente cómodas. Esto se debe a que, a pesar de las divergencias, es una universidad cuya tradición de apertura al debate ha permitido el crecimiento de un ambiente crítico e inclusivo que, sin embargo, como todo en la vida, se ve constantemente amenazado por posturas intransigentes. Una de las consecuencias de dichas posturas está en que se generan menos espacios de los que se necesitan para el debate de temas importantes. Ya sea por asuntos institucionales, gubernamentales, o de otro tipo, este temor al debate, a la contraposición de ideas, es algo que anida en el sistema de educación superior ecuatoriano. Al respecto hay muchas aristas que ameritarían ser discutidas, pero ahora quiero dedicarme a una que encuentro especialmente preocupante: la pedagogía de los cuerpos.

Llevo ya algún tiempo poniendo sobre la mesa de discusión en mis clases la pregunta sobre qué entendemos por educación. Las respuestas siempre son diversas: algunos lo tienen muy claro, mientras que otros son más escépticos. Al final, cuando debatimos, usualmente concordamos en una cosa: hay una educación que pretende normarnos para que seamos miembros efectivos dentro de un sistema determinado (y que funcionemos bien en dicho engranaje) y otra que incita al cuestionamiento (sano en democracia) de los sistemas que damos por buenos y funcionales. Mis estudiantes dicen, sin embargo, cuando les pregunto sobre injusticias o vulneraciones a derechos individuales que se producen dentro y fuera del ambiente educativo, que no creen que las cosas puedan cambiar: que no sirve de nada quejarse, que las autoridades no los escuchan, que los profesores les pueden coger manía, que la sociedad es así y que ellos quieren graduarse pronto.

Eso me hace pensar, a riesgo de ser reduccionista, que hay un tipo de educación que, ciertamente, está ganando la batalla en el espíritu de quienes hacemos universidad.

Hace poco menos de dos meses, en una reunión de profesores, se nos recomendó que no dejáramos entrar a clases a los estudiantes que venían vestidos de forma «inadecuada». Cuando algunos defendimos que vestir a los estudiantes no es nuestra competencia y que eso atenta contra su libertad de expresión corporal, hubo quien dijo: «Nuestra libertad termina donde empieza la del otro y aquí sólo se está defendiendo la libertad de los estudiantes, pero ¿quién respeta mi libertad cuando yo me siento agredido visualmente al ver tatuajes o a estudiantes vestidos de forma inapropiada?». 

Los tatuajes no son contagiosos, se dijo. El disgusto hacia la estética corporal de los demás no es igual a una vulneración de derechos, se dijo. Perogrulladas que, al parecer, todavía necesitan ser dichas.

Pero, a fin de cuentas, gracias a ese debate algunos expresaron sus ideas contrarias sobre el tema y, otros, hasta dijeron que, a pesar de las órdenes expresas, no iban a decirles a sus estudiantes cómo vestir. En la educación más rancia, la obediencia es un baluarte. A partir de este asunto, en una clase Cuerpo y Sociedad —creada por Bertha Díaz y que ahora tengo el gusto de sacar adelante—, conversé con mis estudiantes sobre una figura que jamás habían escuchado antes: la desobediencia civil.

Desobedecer cuando la norma es injusta, represiva o absurda, no es más que ejercer una libertad que sólo puede darse a partir de una postura crítica. Pero la pedagogía tradicional de los cuerpos, fortalecida con la crisis de las humanidades, tiende a una acriticidad conveniente a las necesidades de lo que realmente importa para un determinado modelo socioeconómico. Sobre este problema, Alejandra García Herrera, en Crisis y transformación de la educación superior: el lugar de las humanidades en Latinoamérica señala que las políticas económico-educativas propuestas por el Banco Mundial —y acogidas por la UNESCO— en Latinoamérica responden al interés de un desarrollo económico, mas no al desarrollo de las artes y del pensamiento filosófico como espacio de cuestionamiento, de crítica y de actuación política y artística. Ciertos criterios productivos, inhabilitados para medir los aportes sociales de las humanidades —necesarias para una contra-pedagogía de los cuerpos—, consideran la demanda como único parámetro relevante para justificar la existencia de determinados espacios académicos, lo que nos coloca frente a un panorama desesperanzador: aquellas disciplinas que no respondan a una alta demanda socioeconómica irán poco a poco perdiendo fuerza para convertirse en espacios marginales con peligro a desaparecer. Hablamos, entonces, de una pedagogía de los cuerpos que responde prioritariamente a las necesidades del mercado.

Martha Nussbaum, en su libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, afirma que en casi todas las naciones del mundo se están erradicando las materias y las carreras relacionadas a las humanidades pues, desde una lógica instrumental, se las considera inútiles. Al respecto, García Herrera sugiere que es preciso que las universidades latinoamericanas se replanteen las políticas educativas que han priorizado términos como “desarrollo”, “impacto” y “pertinencia”, en tanto que son estas mismas políticas las que impiden un diseño de modelo educativo holístico que, además de tener en cuenta el factor económico, potencie a los centros de educación superior como lugares de crítica y de pensamiento social que defiendan libertades y saberes cuyos beneficios son incalculables en términos financieros.

Si las humanidades están en crisis, las carreras de literatura escasean, no existe tal cosa como una licenciatura de filosofía en Guayaquil y las carreras de comunicación van dejando a un lado el periodismo para preocuparse por la comunicación organizacional, ¿en dónde y desde qué deontología se pensará y se cuestionará la normatividad de los cuerpos y la violencia que esta ejerce sobre ellos? ¿Cómo se evitará que no acabemos ejerciendo esa violencia discursiva y actitudinal dentro de las mismas universidades?

Meses atrás, y por accidente, escuché a un profesor decir en su clase que la homosexualidad era antinatural y que “el ano sirve para excretar, no para tener sexo”. Cuando hablé con él y le expresé mi desazón por la forma que tuvo de tratar un tema delicado en clase, con personas cuyas preferencias sexuales o identificaciones de género desconocemos, me respondió algo parecido a esto: “Respeto su postura y entiendo lo que me dice, pero ¿quiénes respetan a quienes no pensamos como usted?”. Argumenté que había una diferencia fundamental: que él, y las personas que piensan como él, no sufren de una discriminación instaurada en la sociedad por su identidad sexual o de género. Me rebatió: “Nuestra libertad termina donde empieza la de los demás”.

Llevar tatuajes, ser GLBTI, agenciar tu cuerpo en un espacio que también te pertenece, llevar el pelo de azul, no limita las libertades de nadie, ni siquiera la de aquellos que se sienten incómodos con estas estéticas. Sentirnos disgustados ante algo que no calza con nuestra forma de entender el mundo no limita nuestros derechos. Respetar la vida de los otros es parte de existir en sociedad, pero ¿cómo podemos discutir sobre esto en espacios educativos en donde tenemos instalada la pedagogía de los cuerpos que callan? ¿Cómo si nos han educado para que respetemos a la autoridad y nos han dicho que “respeto” significa acriticidad y obediencia? 

Escribo este texto un domingo 12 de junio de 2016, día en el que nos hemos enterado de que 50 personas de la comunidad GLBTI han muerto en un tiroteo en Estados Unidos. En Ecuador hasta 1997 era ilegal ser homosexual e implicaba penas de prisión. Personas siguen siendo torturadas y asesinadas por llevar al mundo su cuerpo de una forma distinta a como plantean las instituciones. Aunque la Constitución afirma que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos y obligaciones, los GLBTI no pueden casarse ni adoptar, por lo tanto, en los hechos, no todos somos iguales. Las mujeres, aunque fuesen menores de edad y violadas por su progenitor, no pueden abortar legalmente. Además, por ocupar el mismo cargo que un hombre, muchas mujeres ganan el 20% menos. Esta es una biopolítica excluyente y agresiva que, sin embargo, entra poco en los debates de la academia porque son temas incómodos. La pedagogía de los cuerpos en Ecuador es una que todavía le niega un espacio protagónico y sostenido a los Estudios de Género dentro de las IES, estudios que se han encargado de hacer una contra-pedagogía de los cuerpos y han visibilizado formas de sujeción antes ignoradas por las sociedades, aunque sufridas por muchos. Las humanidades (incluyo aquí a las artes) han demostrado que el cuerpo es una topía de sensaciones y de experiencias de aprendizajes individuales y colectivos.

La educación que necesitamos, la que deseamos, es una que nos despierte y nos permita explorarnos fuera de la normatividad, muchas veces, sostenida en una sola y escueta idea de la moral y de las buenas costumbres. La otra educación, la de las reglas rígidas, demuestra su ineficacia a la hora de formar sujetos críticos y creativos. Esa educación, la rancia, nos devuelve personas que no se sienten agentes, que no creen en el poder que pueden ejercer desde su micropolítica, que no sienten la necesidad de organizarse para reclamar por aquello que les parece que está mal —y de llegar hasta las últimas consecuencias— porque no creen que valga la pena; porque lo ven, en el fondo, como una pérdida de tiempo, y porque “a la universidad se va a estudiar, no a hacer política”. Como si la educación no buscara involucrarse con el mundo, con las personas, para construir sociedades mejores, es decir, más justas y más libres.

Tal vez deberíamos preguntarnos por qué se quiere normar la apariencia física de las personas —generando “estéticas respetables” y “estéticas que no merecen respeto”— en las instituciones educativas; por qué nos incomoda tanto un cuerpo diverso, subversivo, vestido “inadecuadamente” o desnudo, en los espacios públicos, por qué queremos relegarlo a los espacios de lo «privado» y qué tiene que ver esto con la educación y la reticencia al debate.

Bajada

¿Por qué se quiere normar la apariencia física de las personas —generando “estéticas respetables” y “estéticas que no merecen respeto”— en las instituciones educativas?

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Fotografía de Maartje Groenen bajo licencia CC BY SA 2.0