Todos tienen una idea de qué significa ser mamá, de cómo ser mejor mamá. El mundo se ha dedicado esta semana a hablar de los papás del niño que cayó en la jaula de un gorila en el zoológico en Cincinnati. También se habló de los padres del niño japonés que se perdió en un bosque durante siete días después de que lo dejaran solo como castigo.
Es posible que ninguno de estos sintiera tan fuertemente el lazo que los unía a su hijo como cuando se dieron cuenta de lo que había pasado. Quizá nunca habían abrazado a sus hijos con más ganas que cuando estos fueron rescatados. «Lo primero que le dije a mi hijo fue ‘estoy muy arrepentido de haberte causado este sufrimiento por mi culpa'» dijo el papá del niño japonés a la agencia AFP. La mamá del niño de Cincinnati hizo una escueta declaración en respuesta a la avalancha de insultos, reclamos y furia que le llegaba de redes sociales: “Como sociedad somos muy rápidos para juzgar a un padre que desvía sus ojos de su hijo. Si alguien me conoce, sabe que vigilo de cerca a los míos”.
Cuando las autoridades dijeron que no se presentarían cargos en su contra, el fiscal que hizo el anuncio dijo: «Tenía tres otros niños con ella y se dio la vuelta. Si alguien cree que un pequeño de tres años no puede escabullirse rápidamente, es que nunca han tenido hijos.” Para mucha gente no son razones suficientes.
No voy a defender a cada padre que se equivoca. Indudablemente, habrá casos en que no hablamos de errores sino de maltrato y descuido aberrante, pero sí defiendo el derecho al error como parte de la vida. El derecho a la imperfección. Si bien el descuido de los padres de Cincinnati salió bien caro —el gorila Harambe fue abatido— y hubiera podido salir más caro aún —el niño pudo haber muerto también— no deja de ser eso: un descuido.
Pero las redes sociales nos han vendido la idea de que se puede tener vidas perfectas. Lo que no vemos es que el precio de eso es dejar de tener vidas verdaderas. Estamos cerca de un error mucho más grande que descuidar a un niño en un zoológico: convertir el ejercicio humanizante de la maternidad en un listado de obligaciones ineludibles.
Uno empieza a ser mamá el día que decide que quiere serlo. Puede pasar mucho antes de tener un hijo, o puede no pasar a pesar de tenerlos. Eso hace que haya padres que son madres, madres adoptivas, madres de perros y gatos. Ser madre no está solo ligado al hecho biológico de tener un hijo sino en decidir asumir la responsabilidad y el goce de querer, cuidar y acompañar a crecer a otro.
No todas las madres lo somos de la misma manera. Todas tenemos una historia personal que por alguna razón aflora con más fuerza que nunca cuando decidimos ser mamás, o al menos así me pasó a mí. Una extraña necesidad de estar arraigado, de tener historias que contar, de tener un pasado resuelto. Uno empieza a pensar en cómo quiere ser y cómo quiere que el hijo sea. Aun así, todo cae en el vacío porque ser mamá rara vez se parece a lo que uno imagina.
El psicoterapeuta Edward Marriott lo explica: “La presión social exacerba la situación. ‘¡Felicitaciones!’ dicen los amigos cuando se enteran del embarazo. Y, por supuesto, podremos estar complacidos, pero también ansiosos: conscientes de la presión de ser inequívoca y perpetuamente agradecidos por nuestra buena fortuna.” Como si fuera un camino de una sola vía, una especie de vivieron felices para siempre.
Cuando llega el momento, llega también el primer balde de realidad. La sorpresa, la angustia, el cansancio, la pérdida de la vida propia, el luto, la crisis, la felicidad. Como dice Edwards, desde los 1960 esas expectativas sociales comenzaron —por fortuna— a modificarse. “Cambió la vieja idea de que la maternidad (en las palabras de la investigadora Mary Georgina Boulton) como “intrínsecamente gratificante y no problemática” y reenfocar la atención en la experiencia real de la maternidad.” Es que todo va mezclado. La realidad en nada se parece a la utopía maternal esperada. Y ahí está uno, a cargo de un cuerpito calientito que llora y llora y come y come y no es tan lindo y nada divertido aún.
Pero el vínculo se empieza a crear. Entonces uno vuelve a decidir una y otra vez: ser mamá. Y empieza a cantarle canciones que le cantaron a uno, y lo acaricia y lo llama muchas veces por su nombre y ya no es una decisión. La editora Helen Hayward escribió un ensayo titulado Mis hijos, mi vida sobre ese proceso, esa conversión a la maternidad y la relación con la individualidad. “Por cómo amo a mi familia, disfruto mi libertad personal cuando pongo primero a mis hijos” —escribe en la revista Aeon— “Hasta que mis hijos llegan a su madurez, mi primera lealtad es con ellos”.
Es un hecho: uno es mamá y está dispuesto a jugarse la vida por eso que ya no es un cuerpo calientito, es mi hijo.
A partir de ahí la cosa solo mejora o empeora, como se quiera ver: la primera sonrisa, el primer paso, la primera palabra, muchas palabras, gustos propios, opiniones propias, problemas propios, estilo propio. Nuestro hijo, el soñado, empieza a ser él, no sólo nuestra extensión, sino él, en toda su extensión. A veces lo amamos, a veces lo queremos matar. Porque sí, lo siento mucho, publicidad de cocinas y lavadoras: a veces queremos ahorcarlos.
Es algo que los propios padres tendemos a negar. Pero los sentimientos encontrados con los hijos suceden a diario. Y no tiene nada de malo sentirse así. “El problema no es que tengamos sentimientos ambivalentes hacia nuestros niños, sino que queramos negarlos” —explica Marriott— “Si lo hacemos, muy pronto no sabremos distinguir un enojo hacia nuestros niños y una hostilidad peligrosa”. Es una dinámica recurrente. La decisión de ser madre, se toma una y otra vez. Poco a poco se va convirtiendo en un estilo de vida.
Llega un momento en que ya no se decide, se vive así. Están ellos, está uno. Ellos van primero. Acompañar a crecer a alguien, ser parte de su vida e ir ayudándolo a crearse a sí mismo, se va convirtiendo en una experiencia tan interesante, vital y propia que se vuelve imposible desligarse de ella.
La maternidad nunca deja de ser demandante, agotadora absorbente pero va cambiando, y no exige siempre lo mismo. Es un permanente ejercicio de ponerse en el lugar del otro. De pensar en lo que el otro, ese otro que es tu hijo y que sientes un poco tú, puede estar sintiendo, pensando o necesitando.
También es un permanente ejercicio de concebir el futuro: qué va a necesitar, qué herramientas le debes dar, qué estilo de ser humano estas ayudando a crecer. Y por último es un permanente ejercicio de cotidianidad : pequeñas victorias , pequeñas batallas, pequeñas pérdidas, tres comidas al día, tres lavadas de dientes, baño, deberes, llevadas y traídas, miles de historias mínimas que nos llenan la vida.
La idea de lo que una madre debería ser que tiene el mundo no existe. La idea de la madre abnegada, dulce, que cocina rico, que está lista a abrazar al hijo cuando llega con la camiseta arruinada y que meterá a la lavadora con un detergente fantástico y la tendrá blanca y lista para cuando el hijo la vuelva a necesitar. La maternidad se da en la cotidianidad, en lo lindo y en lo feo, en el buen día y en el malo. No es la sonrisa Colgate y el momento Kodak pero con esa vara se nos mide. Una vara simplona e implacable que en su miopía se pierde lo más importante: El vínculo real.
Hay que aceptarlo con amor: el error es una constante. Hay demasiadas emociones involucradas, es una vida entera y nuestra naturaleza con defectos y virtudes está involucrada. No somos madres solo con nuestro lado bueno. A veces las madres perdemos el control y los hijos se nos escapan y se meten en la jaula de un gorila, o se quedan con hambre, o se equivocan, y nos equivocamos, como cuando por castigo los dejamos un rato solos y se pierden en un bosque. Malas noticias para el mundo Konitos de las redes sociales: Es parte del trabajo. No deberíamos enfrentar el paredón por eso. No todo nos sale bien.
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