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Lampedusa es una pequeña isla al sur de Sicilia. Está en el Mediterráneo, más cerca de Túnez que de Sicilia, y fue una de las primeros puntos que solicitantes de refugio provenientes de África y de Oriente Medio usaron para acceder a la Europa continental. En el pueblo pesquero no hay una sala de cine, por lo que la pantalla fue instalada en la plaza, de noche. Era la primera vez que sus habitantes veían Fuocoammare, el documental que obtuvo el Oso de Oro en la última Berlinale, y que fue grabado durante más de un año en la isla. “En Berlín había siete miembros de un jurado –dijo Gianfranco Rosi, director del filme, al Corriere della Sera–, ahora para juzgarme hay una isla entera”. A pesar de que son los vecinos de Lampedusa quienes ocupan el mayor tiempo en escena, el centro de atención de Fuocoammare —y el motivo indiscutible por el cual Rosi se llevó el mayor premio que da el festival— son justamente los cientos de personas que llegan al pueblo, escapando de la brutalidad de los regímenes de sus países de origen, y cuya tragedia la cámara observa, siempre, con una distancia aséptica. 

Fuocoammare arranca con una escena que presenta a Samuele. El niño de 12 años está envuelto en ropa de frío y trepa a un árbol para cortar la rama con la que construirá una honda. Hay poca luz natural y el cielo es espeso y gris. A pesar de que la cámara solo se desplaza lo justo para reencuadrar al niño mientras se mueve en lo alto del árbol, la atmósfera es amenazante. El viento causa estruendos al golpear los micrófonos y se presiente la agresividad de las olas. La escena, en realidad, es la manera de Rosi de presentarnos al mar como una entidad violenta y volátil. 

A través del seguimiento de Samuele, y de personajes como su abuela, su padre y un locutor de radio, el documental perfila cómo esa entidad es el centro de la vida del pueblo pesquero y su absoluta fuente de sustento. Pero también, mediante la introducción paulatina en la historia de cientos de personas que llegan a Lampedusa en embarcaciones con sobrecarga humana, Rosi lo muestra como el medio para que esos otros, los no lampedusanos, encuentren una vida nueva o una muerte horrible.

Antes de mostrar los rostros de los refugiados, hacia el inicio del filme, Rosi encuadra varias antenas de radio y escuchamos, en off, los pedidos de ayuda de quienes están en las embarcaciones, cerca de la costa. Con un inglés rudimentario, y a menudo sin saber las coordenadas de su ubicación, las voces desesperadas ruegan que se les salve del inminente naufragio. Más adelante, y luego de haberse detenido en varios episodios y aspectos de la vida de Samuele —su afición por abatir con una honda a pájaros y plantas, sus problemas de salud, sus esfuerzos por aprender inglés y dominar el mar, la relación con familiares y compañeros— los vemos dejar las embarcaciones, algunos vivos y otros muertos, con la ayuda de los rescatistas italianos. La cámara los acompaña. Vemos en sus rostros la reticencia no manifestada a esa presencia escrutiñadora en las ocasiones que Rosi se acerca más, como cuando son fotografiados y registrados en un centro de tránsito. Son humanos que están siendo grabados en los que son, quizás, sus momentos más vulnerables y trágicos. Mientras los lampedusanos tienen nombres, historias individuales y cosas que cuentan frente al lente mientras los vemos en primeros planos y tomas estudiadas, los refugiados casi no pronuncian palabra y los vemos, muchas veces, a través de protectores plásticos y en situaciones que el realizador no puede orquestar. 

Es difícil saber si esa barrera invisible que existe entre el lente y los sujetos retratados es una elección consciente del realizador —una metáfora de lo tangencial que resulta su paso y lo poco que perturba la vida cotidiana de la isla—, un intento por retratar las proporciones masivas del fenómeno, expurgándole de identidades individuales, o una limitación logística (que Rosi simplemente solo haya tenido acceso a grabar los desembarcos y ciertos momentos en el tránsito de los solicitantes de refugio). Para efectos de esta lectura, tomemos algo que dijo Rosi al Corriere luego de esa primera proyección abierta en Lampedusa e inclinémonos por lo primero:“Es un mundo paralelo, es como si acabaran de ver por primera vez los desembarcos”. 

Es probable que para los lampedusanos que vieron Fuocoammare esa noche en la plaza, las siluetas desgastadas de los refugiados y su sufrimiento (contenido o desbordado, según el caso) les golpearan como una revelación, como una realidad que intuían y de la cual tenían noticias a través de la radio y de la Tv, pero que no sucedía a la vuelta de sus casas, sino en Marte. “Pobres cristianos”, dice una mujer local al escuchar en la radio el reporte de un naufragio y sus víctimas, pero nunca deja de cortar los tomates para la cena mientras pronuncia esa frase. Si para los mismos lampedusanos la vida continúa sin mayores cambios a pesar del desastre humano que ocurre en la puerta de sus casas, para el espectador que sale de la sala de cine, la tragedia corre el riesgo de reducirse a una anécdota. 

Fuocoammare sería solo una ocasión para que nos conmovamos —por el tiempo que dura el documental y como manda la corrección política y el mínimo de empatía que tiene un ser humano—, de no ser por el personaje que hace de puente entre esos dos mundos (el que vive del mar y el que muere en el mar): el doctor Pietro Bartolo. Él es el único ser al que la tragedia parece tocarle personalmente, y al que le provoca hacer algo para paliarla (a los rescatistas los vemos poco y nunca conocemos sus historias ni motivaciones). Es el único personaje que está en contacto, tanto con los lampedusanos como con los refugiados. Con el mismo cuidado y ternura que revisa a Samuele, atiende a una refugiada embarazada y a otros sobrevivientes. También cuenta sobre los cadáveres que ha tenido que examinar para identificar y sobre ese último (pero necesario) ultraje al que después de tantas desgracias, incluida la muerte, las víctimas son sometidas. Es el único que, a través de las declaraciones que hace a la cámara, reivindica a esos cientos de sobrevivientes y fallecidos de su estatus de mera cifra y estadística. 

Es también la llave de lectura más importante del filme. Rosi tiene muchas consideraciones estéticas y poéticas al momento del rodaje. Exacerba sonidos, se mantiene en una paleta de grises y, mediante imágenes recurrentes como la de un muelle de Lampedusa sacudido y sometido al vaivén de las olas, hace énfasis en el carácter violento de mar y en la completa deriva a la que puede estar un humano si cae en sus fauces. Esta estética resulta algo sobre trabajada para una obra documental y su carga poética podría eclipsar la narración del terrible éxodo de los refugiados, pero cuando amenaza con hacerlo, Bartolo reconduce la atención a la tragedia humana. En la rueda de prensa que siguió a la presentación de Fuocoammare en la Berlinale, Rosi dijo haber hecho “un filme, muy, muy político sin hacer una declaración política”. Y es Bartolo el vehículo mediante el cual logró ese cometido. En un mundo en el que nadie interrumpe sus actividades diarias por el drama de los refugiados, es él quien se levanta y hace algo al respecto.

Fuocoammare se presentó durante la inauguración del festival Edoc. La función había estado prevista para el 18 de mayo, pero fue reprogramada para el 25 de mayo debido una disposición de la Secretaría de Seguridad motivada por las réplicas fuertes del terremoto del 16 de abril. El largometraje documental, el quinto realizado por Rosi (que lo editó, dirigió y produjo), es parte de la sección En busca de refugio, leitmotiv del festival. Como parte de esta sección también se proyectaron los filmes A Syrian love story (Sean McAllister), Between fences (Avi Mograbi), Hotline (Silvana Landsmann), La Barque n’est pas pleine (Daniel Wyss), Sonita (Rokhsareh Ghaemmaghami), Tus padres volverán (Pablo Martínes Pessi) y Vida activa: The Spirit of Hanna Arendt (Ada Ushpiz).

Bajada

 

Fuocoammare: un documental, muy, muy político sin hacer una declaración política

fuente

Still del documental.