A siete semanas del terremoto, la ayuda y los voluntarios han caído a niveles mínimos. Estos son los desafíos de la solidaridad en el largo plazo


Es difícil olvidarlo: horas después del terremoto del 16 de abril de 2016, en Ecuador surgieron miles de hormigueros. O quizás era uno solo  —enorme y rápido— que conectaba las distintas iniciativas de voluntarios en los centros de acopio a lo largo del país. Por ejemplo, en varios puntos de Quito, la capital, largas cadenas humanas trasladaban las cajas, bolsas y costales de un lado a otro hasta los camiones que las llevarían a la provincia de Manabí.  Por casi dos semanas se llenaron el parque Bicentenario de Quito —que hasta el 2013 era el principal aeropuerto nacional— la Cruz del Papa, los centros de la Cruz Roja y varias iglesias. En la ciudad, de entre el barullo y el aparente desorden surgían voluntarios altos, rubias, panzones, canosos de chaleco viejo, con los tacones o el terno de la oficina a recibir la carga, voltear y pasársela a la persona de a lado. Quienes no participan en las cadenas se encargaban de empaquetar y clasificar la comida, los colchones y el agua embotellada. “No puedo creer la organización”, me dijo una mujer mientras pasaba al arroz de un costal a funditas de plástico pequeñas. “Parecemos gringos.” El Ecuador en modo crisis era impresionante: A nivel nacional, las iniciativas de la sociedad civil parecían una sola sinapsis que clasificaba, empaquetaba, descargaba y cargaba camiones. Entonces, llenos, éstos partían hasta las zonas damnificadas de mayor densidad en la provincia de Manabí, principalmente Pedernales y Manta. A poco más de un mes del desastre, sin embargo, las donaciones han caído a menos de la mitad y los voluntarios escasean. “Ecuador mostró que es un país solidario”, me dice el periodista Ignacio Loor Vera sobre el voluntariado, “pero también mostró que tiene Alzheimer”. El Ecuador en modo posterremoto es olvidadizo.

Ignacio vive en Manta —el principal puerto del Ecuador, a dos horas de Pedernales— y ahí estuvo cuando el terremoto golpeó la ciudad, en el cuarto piso de una casa con amigos. Me cuenta que entró en pánico y bajó las gradas mientras todo temblaba— supuestamente lo que uno no debe hacer. “Vi al ser humano sin máscaras”, cuenta sobre la noche del terremoto. Corrió hasta su casa y la encontró de pie en una ciudad destruida. “La gente gritaba los nombres de sus familiares, lloraba. Se había ido la luz, así que estábamos a oscuras, a ciegas, sin avisos ni información de nadie.” El lunes Ignacio volvió a trabajar automáticamente con lo que se podía, buscando historias sobre las que escribir. No había luz, y no se podía conseguir pilas ni velas. La gente seguía con miedo de réplicas o de tsunamis. “Recién el martes el alcalde aceptó una entrevista”, a medida que llegaba más ayuda desde otras partes del país. Pero para Ignacio —quien vive las consecuencias del terremoto— la ayuda llegó pronto y se fue pronto.

Ahora la ayuda está centralizada en el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES).  Se instalaron albergues en la parroquia Tarqui —la más afectada— donde la gente puede comer y dormir. También hay más regulación y controles: Periodistas como Ignacio necesitan salvoconductos para entrar. Sobre la gestión del gobierno, Ignacio intuye pero no asegura. “El gobierno dice que antes hubiera sido peor”, comenta. “Pero no hay otro marco referencial para comparar. La mayoría de la ayuda externa está concentrada en el gobierno.” De todas maneras, Ignacio cree que no respetaron protocolos básicos. Por ejemplo, vio como se removía escombros con pala mecánica mientras todavía se buscaba sobrevivientes.

En Manta se han creado refugios en terrenos baldíos con carpas y caña guadúa. A diferencia de los albergues, los refugios son más informales, como micro-ciudadelas formadas por los mismos vecindarios. Cada barrio va organizándose de a poco. Para Ignacio no queda otra. “Pasó el tiempo y en Manta ha desaparecido el voluntariado de afuera. Y en los puntos de entrega de mercancía, las donaciones han bajado hasta en un 50 %”. En una ciudad traumatizada, dormir es difícil. Ignacio no pudo hacerlo hasta después de dos días. Luego empezó a tener pesadillas. Como había intentado seguir trabajando y funcionando los días inmediatamente después del terremoto, el viernes parecía que su cuerpo exteriorizaba su horror. “Era como que surgían traumas anteriores también” —admite— “Va a hacer falta mucha ayuda psicológica para Manta”. La reconstrucción de Manabí tomará tiempo, paciencia y trabajo interno como el de Ignacio. A medida que pasan las semanas, aunque las donaciones y contribuciones económicas seguirán siendo importantes, gran parte de lo conseguido puede perderse si no se establecen mecanismos sustentables que canalicen los esfuerzos para, principalmente, que reviva la autogestión regional.

Como en Ecuador, inmediatamente después del terremoto de Haití en enero de 2010 —uno de los desastres naturales más mortales de los últimos años— no faltó ayuda internacional. Según el Daily Mail, la comunidad internacional llegó a invertir hasta 6.5 mil millones de dólares, sin contar la entrega masiva de donaciones. A pesar de eso, hasta dos años después de la catástrofe, brillaban las limitantes y la arrogancia de la denominada “industria del socorro”— con muchísimo dinero desperdiciado, e intervenciones internacionales que dificultaron la organización local. En dos años se construyeron apenas 4,769 casas, con hasta más de medio millón de personas todavía  en albergues en condiciones miserables. Gran parte del dinero recolectado por organizaciones caritativas tuvo que ser devuelto a los donantes o simplemente no llegó a las zonas afectadas. No había coordinación: más de 12 000 Organizaciones No-Gubernamentales en el país no pudieron prevenir la muerte por cólera de hasta 2500 personas.

A un mes del sismo, por eso, ahora priorizan preguntas sobre la organización local a largo plazo. Begoña Izquierdo es una de las organizadoras del colectivo Embudo, creado por cuatro amigos precisamente para continuar con una colaboración sostenible y consecuente. Establecieron una base de operaciones en la casa del pariente de uno de ellos y se concentraron en los pueblos costeros de Jama y, 10 kilómetros al norte, Don Juan, un pueblo de pescadores en la costa noroeste de la provincia. Mandan relevos de voluntarios preparados en grupos de diez, basados en las necesidades de la zona. También recaudan fondos para distribuir donativos que cubran necesidades básicas. Los cuatro miembros iniciales se turnan operando entre Quito y la costa. “Nos enfocamos en responder a la comunidad para trabajar con ellos, y facilitar los espacios comunales que ellos piden.” En ese sentido, Embudo es un proyecto de facilitación colaborativa, no una organización caritativa.

Los cuatro fundadores son amigos de hace años y acuden con experiencias muy distintas. Begoña trabaja en cine, pero también es traductora. Está encargada de la difusión y comunicación del colectivo. Han priorizado la colaboración con otras organizaciones y conocimientos. “No somos arquitectos”, repite Begoña, quien ha vivido en el Ecuador desde hace dos años. “Queremos trabajar con la comunidad y responder a sus necesidades”. Embudo le da mucha importancia al espacio público. Apuntan a contribuir en la construcción de lugares de encuentro para que la comunidad pueda organizarse por sí sola.

En Jama empezaron construyendo una cocina comunitaria en un terreno baldío en el barrio El Ébano, dónde surgieron líderes naturales que se organizaron rápidamente. “Colectivamente hicimos un campamento temporal que servía para lo que más se necesitaba en ese momento: para cocinar y, especialmente, como una especie de jardín de niños”. En Don Juan, en cambio, lograron organizar espacios comunales en una plaza y en el patio de una escuela, donde con la comunidad planean construir malocas circulares con materiales locales como “la caña guadúa, el bambú, y palma para los techos.” La construcción es un proceso duro que requiere de tiempo, paciencia y compromiso. Incluso en términos materiales: A la caña y al bambú hay que tratarlos para que aguanten para construcción.

El grupo se ha expandido. Ahora tienen 120 miembros activos en su grupo cerrado en Facebook. Uno de los miembros más activos del grupo, el activista ambiental Eduardo Pichilingue, me explica que “lo que ahora hay que buscar es que la gente tenga mejores condiciones en general”. Por su parte, Eduardo se unió a Embudo por sus propias redes de amigos. “Es evidente que ha decaído la ayuda”, dice Eduardo. “La gente dice yo ya doné, doné tanto, doné mucho”. Pero el decaimiento de voluntarios podría también crear una oportunidad. Un problema que surgió durante los primeros días después del terremoto fue la falta de entrenamiento de muchos de los voluntarios que acudieron a las zonas del desastre. El gobierno llegó a pedir que los voluntarios prioricen la ayuda desde su ciudad porque muchos de quienes habían ido estorbaban el trabajo de los socorristas.

Por eso para EMBUDO era predecible que desaparezcan más de la mitad de voluntarios iniciales. En una ocasión, me cuenta, vio cómo un grupo había entrado a un refugio para “enseñar” a la propia comunidad cómo hacer las cosas y pedir aplausos por la ayuda que habían dado. “Yo agradezco que al mes desaparezcan quienes creen que salvaron el mundo lanzando un costal de arroz desde un helicóptero.”

 

Embudo tiene un acta de constitución. Su estructura organizativa se basa en la autogestión y la acción directa, y toman decisiones colectivamente. El nombre “Embudo” representa su objetivo: canalizar las iniciativas y los donativos hacia lo comunitario. Begoña habla de estrategia y ayuda inteligente. Me explica que para ella “la solidaridad no es una cuestión de territorios, sino de personas.” Suena con esperanza y compromiso, confiada en la continuidad de la solidaridad que el Ecuador mostró que tenía.

A los pueblos más pequeños y remotos, como San Isidro, la Concepción, el Matal, Mata Blanca, Zapayo, Japón, Papaya  y Don Juan—todos de nombres característicamente manabitas— iban voluntarios en sus propias camionetas o jeeps 4X4, Susuki Samurai ochenteros, o Land Cruisers. Sin carreteras había que entrar por el monte. Pablo Palacios, quien trabaja en turismo sostenible, se unió a una de estas brigadas buscando un equipo con experiencia que pudiera apoyar en la distribución de donaciones sin entorpecer el trabajo de rescate. Se contactó con un grupo a través de redes sociales y desde Quito coordinaron un viaje para, primero que nada, levantar información porque no se sabía mucho de la situación en los pueblos más pequeños ni en las partes altas de Manabí. La iniciativa había sido organizada por el geógrafo Ricardo Garzón, quien había trabajado en Manabí por muchos años y tenía los mapas con todas las rutas. El grupo instaló un campamento en un hangar del pueblo Coaque, quince minutos al sur de Pedernales —zona del epicentro—  desde donde se distribuían donaciones y primeros auxilios para distintas comunidades y gente de los alrededores. Cada grupo de jeeps llevaba al menos un socorrista. El plan para el regreso la segunda semana —cuando hubiera menos voluntarios— era escoger un pueblo chiquito donde no hubiera llegado el Estado, usar elementos de la zona como el bambú y la madera para diseñar refugios temporales y apoyar las iniciativas de reconstrucción de cada comunidad. Pablo estaba impresionado con la voluntad y ganas de la gente. “Fueron tres días sin tantas poses políticas”, me cuenta sin dejar de notar que en el trayecto notó diferencias que a futuro podrían obstaculizar la ayuda. “Aunque había prejuicios de lado y lado, en el momento la prioridad era la colaboración”. En modo crisis, la colaboración y la comunicación no eran una opción.

Mientras tanto, a pocos días de la catástrofe los medios nacionales ya libraban una batalla política. ¿Quién reaccionó primero y mejor? ¿La sociedad civil o el Estado? En la radio y la televisión, según la oposición, el gobierno obstaculizaba la ayuda que no era desde el estado. Según el oficialismo, todo estaba bajo control.

Aunque a los medios les tomó poco menos que un día para reiniciar la pelea, en las zonas afectadas se palparon menos las rencillas políticas. Cuando Pablo y su grupo pasaban por San Vicente —al suroeste de la provincia— se encontró con funcionarios públicos y militares a su mando que voluntariamente ofrecieron ayuda y resguardo. Los militares acompañaron su caravana hasta la noche.  “La policía ayudaba, los voluntarios ayudaban…ayudaban funcionarios a nivel jerárquico medio, alto, sin status político aunque tuvieran afiliaciones claras”, me dice Pablo, y resalta la intención de las personas. “Dudo que en situaciones tan extremas pueda hacerse de otra manera”. La ayuda era espontánea y eso a veces significa desorden temporal.

De regreso de Japón  —a dos horas al norte de San Isidro por el centro de la provincia— su grupo se encontró con un camión grande atorado en lodo con dos mujeres y el chofer. Venían cargadas de donaciones del mercado de San Roque, al sur de Quito, la zona más pobre de la capital. Amarraron cabos al chasis del camión y con el empuje de los comuneros de Convento, el pueblo más cercano, jalaron en conjunto. La gente ponía palos de madera y piedras en el lodo mientras los jeeps jalaban para arriba. “Fue un lindo collage de gente muy distinta que ayudaba”. No fue fácil pero finalmente sacaron al camión del lodo y las donaciones llegaron a su destino. Para Pablo, este fue uno de los ejemplos más esperanzadores de la dinámica general entre los voluntarios.

Después de regresar a Quito a Pablo ahora le preocupa que se detenga el ímpetu anterior, como si desde la capital la solidaridad masiva hubiera sido por moda. “A veces pienso que para muchos esto se convirtió solamente en un look at me.” Me cuenta que el tráfico de la página de Facebook del grupo después de tres semanas es casi nulo. También reconoce que puede ser difícil superar el espíritu caritativo inicial, conseguir más voluntarios. “Queríamos continuar con muchos proyectos para unir fuerza entre grupos. Pero estamos en crisis y no todo el mundo dispone del tiempo o el dinero”. La vida continúa, es cierto, y con ella la rutina de quienes no fuimos directamente afectados por el terremoto. Sin embargo, ya demostramos lo que se puede lograr nacionalmente cuando nos organizamos. En Ecuador nos comunicamos con otro tipo de “cadena nacional”, horizontal, democrática, y que parecía forjarse según las capacidades y las necesidades de quienes participaban. Fuimos temporalmente caritativos y empáticos. Ahora necesitamos ser genuinamente solidarios: la solidaridad exige más tiempo, estrategia y más compromiso.