Cuatro semanas después del terremoto la ciudad más golpeada tiene esperanza
Al lado de un terreno cubierto por fierros retorcidos, flores de plástico, espejos rotos, y basura que dejó la retroexcavadora que recogió los escombros, Gloria Chipantiza reabrió su puesto de frutas y verduras dos semanas después del desastre. Su tienda fue una de las tantas edificaciones que se derrumbaron en Pedernales —la ciudad más golpeada por el terremoto de 7.8 grados del 16 de abril de 2016—. Un pastor evangélico le ha prestado una pequeña bodega del templo que funciona junto al lote baldío. Ahí mismo, al fondo, ha colocado un colchón para dormir. Perdió su casa pero sus cinco hijos, su esposo, su yerno y nieto están a salvo. Viajaron a Santo Domingo: “Hasta que las cosas se normalicen”, dice Gloria, trigueña, de pelo negro y lacio, argollas blancas y delantal de cuadros azules. Luego de perderlo todo, no sabía si podría seguir con su negocio, pero las señoras que le venden los productos la llamaron: “para ver si estaba viva, para preguntar si mi familia estaba bien y para decirme que me fiaban la mercadería con plazos generosos”. Gloria no quiere recordar esa noche en que el piso se levantó y las paredes que la rodeaban se cayeron. Prefiere contar que ya consiguió quién le fíe madera de caña y materiales para volver a montar su puesto en el mismo terreno donde funcionaba antes. Ahí también construirá una casa para su familia de ocho. Gloria dice que los dos primeros días de venta han sido normales, no tan buenos, que entiende que sea así, que la gente tiene que recuperarse, pero también tiene que comer. Catorce días después del sismo, parecería que los pedernalenses se levantan de ese mal sueño que fue el terremoto y están listos para reconstruir sus vidas.
Pedernales, el último cantón al norte de la provincia de Manabí, tiene 61.193 habitantes que dependen en un 95%, de la industria camaronera. El otro cinco por ciento se dedica al turismo o al pequeño comercio. Los tres sectores han sufrido. Vinicio Rosado, presidente de la Asociación de camaroneros de Pedernales, dice que el 100% de las camaroneras se perjudicó: un 30% se destruyó y un 70% sufrió daños medianos y graves. El director de Turismo del Municipio, Milton Bravo, dice que 32 establecimientos se desplomaron ese día o se derrumbaron con máquinas los días posteriores. “Solo dos hoteles quedaron en pie con un 5% de afectación”. Según el Ministerio de Industrias y Productividad, hay 417 comercios afectados. En Pedernales todo está a medias.
Aunque los pedernalenses han perdido familiares, amigos, casas, departamentos, negocios, su tono es, sobre todo, esperanzador. “Si nosotros nos lo proponemos vamos a sacar adelante a la ciudad, así como el Fénix, vamos a revivir otra vez. Ya hemos recibido suficiente ayuda de muchos lados, ahora nos toca a nosotros”, dice Daxsy Puertas, quién una semana después del terremoto empezó a preparar almuerzos que sirve en su mesa de comedor, a voluntarios extranjeros y funcionarios públicos que un día le preguntaron si podía cocinar para ellos. Antes del desastre, vendía ropa y perfumes importados pero recién devolvió todo lo que le sobraba y pidió a sus proveedores que la esperen con los pagos. “No tengo corazón para cobrarle a la gente que me debe dinero…son personas que lo han perdido todo”.
Pocos días después del terremoto, Daxsy creó un grupo de Whatsapp llamado Solidaridad que, en los primeros días sirvió para coordinar ayudas, localizar personas, intercambiar información sobre poblaciones más afectadas. Y que, cuatro semanas después, sirve para preguntar por el número de un electricista, saber la fecha del inicio de clases, la nueva dirección para pagar la tarjeta de crédito pero, sobre todo, para darse ánimo. Daxsy reenvía un mensaje que le llegó:
Durante siglos, inundaciones, sequías, cerros y hasta aviones se nos han venido encima y nunca nos abandonamos, porque todo manabita nace con la ilusión de morir en Manabí. Este terremoto derribó nuestras casas pero no nuestros hogares, dobló el acero pero no nuestra voluntad. Este terremoto que nos destruyó será el mismo que nos reconstruirá, sobrevivir está en nuestro ADN, es nuestro destino.
Los 191 miembros agradecen el texto y responden con más palabras de apoyo. Pero enseguida Carlos G. envía una fotografía donde se ve una retroexcavadora destruyendo una edificación “Es la casa de mi abuelo Ramón Vela” escribe, junto a un emoticón de llanto. Y enseguida Katiuska le responde: “Cuánto vacío, fuerza mi Chirilo”. Los diálogos en el grupo reflejan el ánimo de Pedernales.
Sus habitantes caminan en las calles de la ciudad, se sientan en el parque o en alguna esquina a conversar. Nelly Toral charla con dos amigas pero un policía las interrumpe: ¿Tiene almuerzo? Ella —morena, bajita, delgada como una cinta— responde que sí, que pescado frito y sopa de camarón. Es su primer día de trabajo: por la mañana colocó una carpa en una vereda de la calle Eloy Alfaro e instaló una pequeña cocina. Antes del terremoto, la carpa estaba en la playa, donde vendía almuerzos solo en temporadas altas, como feriados y fiestas del pueblo. Ahora trabajará todos los días. Nelly tiene siete hijos —entre 10 y 18 años—, un esposo con discapacidad física y una casa destruída. Los nueve viven en una carpa que improvisaron con cañas, telas y plástico. Las ollas, hornillas e implementos de cocina donde ahora prepara maduro frito, se salvaron porque estaban guardadas en una caseta de caña que tiene junto a su casa destruida. “Unos amigos me quieren ayudar a construir una casita de caña, quiero reunir algo de plata para comprar las cosas. Hoy hice 25 dólares”. Ese sábado también cobró el bono del gobierno de cincuenta dólares, y aunque le ha llegado alimentos y ropa después del terremoto, reconoce que tiene que trabajar, y más, para poder salir “de esta”.
Nelly, quien enviaba a sus hijos a estudiar a la Escuela del Milenio —que el gobierno inauguró en 2013 y donde estudian 1600 alumnos— conversa como si no hubiera perdido lo poco que tenía. Según el último censo del Instituto Nacional de Estadísticas y Censo (INEC), en 2010, el 93.7% de los pedernalenses es pobre por necesidades básicas insatisfechas (NBI). Este método mide cinco parámetros para determinar quién es pobre: capacidad económica, acceso a educación básica, acceso a vivienda, acceso a servicios básicos y hacinamiento. Hoy, más que antes, Nelly es pobre.
Son los que menos tienen, como Nelly y Gloria, quienes ya han salido a vender lo que pueden. Los millones de ecuatorianos que se han unido para ayudar a las víctimas con donaciones de comida y dinero, deberían visitar Pedernales y reactivar la economía de este cantón que, aunque tiene áreas donde parece que cayó una bomba, ya tiene lugares para desayunar, almorzar, tomarse un jugo y hospedarse —en el hotel Bocana, Mr.Roberth y las cabañas de Yam Yam–. Aunque varios locales del malecón están destruidos, la playa sigue hermosa.
El ánimo y entusiasmo de los pedernalenses que están dos semanas después del desastre ahí, es admirable. Luego del terremoto, decenas —sino son cientos— de personas se fueron a otras ciudades. Asustados, tristes, desconsolados. Según Lydia Mero, pedernalense, ya poco a poco están volviendo, “y eso es bueno para todos”. Pedernales necesita reactivar su pequeña economía.
A lo largo de la avenida Plaza Acosta —una loma que va desde la parte “alta” hasta la playa— hay zonas vivas y destruidas. La tarde del domingo 1 de mayo, hay gente barriendo el polvo y sacando los escombros de su vereda, gente comprando y vendiendo camarón en sus pequeños locales, gente paseando y tomando fotos de edificios chuecos, gente sentada en terrenos vacíos. Gilberto Panezo está debajo de lo que queda del portal de caña a la entrada de su casa semidestruida. Su vereda sigue llena de escombros que él mismo sacó de su patio en estas dos semanas. Mientras camina sobre restos de cemento, dice que ya está planeando cómo levantar de nuevo las tres paredes de concreto que se cayeron, que cree que lo va a hacer de caña o madera: “Ese material resiste más”. Después del terremoto, llevó a su esposa e hijo de quince años a Guayaquil donde unos familiares. Él duerme solo en una pequeña caseta de caña donde hacía sus transacciones de compra y venta de camarón, justo al lado del portal donde pasa su sábado. Aunque perdió la mitad de su casa, es positivo: “Lo que pasó ya pasó. Mi pueblo lo tiene todo. No vamos a echar para atrás”. Hace dos semanas, Gilberto empezó de nuevo a comprar y vender camarón, y a ahorrar para reconstruir su casa.
Según el INEC, en Pedernales, antes del terremoto habían 14.251 viviendas. Y aunque todavía no existe una cifra oficial de cuántas se cayeron y cuántas tienen que ser derribadas en los cuatro albergues que instaló el Ministerio de Inclusión Social y Económica en este cantón hay 1175 albergados (302 familias). La situación económica de los habitantes de Pedernales antes del terremoto no era muy alentadora: tres de las cuatro parroquias —Cojimíes, Atahualpa y 10 de Agosto— tienen entre 49 y 71,3% de pobreza por consumo, es decir el ingreso mensual por hogar es menor al de la canasta básica: 628,27 dólares.
Pero la estadística importa poco en el día a día de los habitantes. Su presente es la reactivación económica que se siente ya en algunas calles como en el cruce de la González Suárez y Eloy Alfaro, diagonal al Parque Central. Ahí están abiertos el restaurante Oro Verde —de comida típica— y D’Alexander —de hamburguesas y papas fritas—, y una farmacia. Volvieron a atender dos semanas después del terremoto. El centro de Pedernales tiene más vida ahora, coinciden los dueños de los negocios. La gente ha vuelto a salir a las calles. “Ya no parece una ciudad fantasma”, dice Lydia Mero, dueña del local DetaYes, quien detrás de un mostrador de vidrio con moños, llaveros, esmaltes, dice que reabrió dos semanas después del terremoto. Lydia —pelo castaño, argollas, brakets— tenía miedo de regresar y encontrarse con los peluches en el piso, las cajas de regalo rotas y las botellas de perfume quebradas. Tenía miedo de otro temblor fuerte. Tenía miedo de volver a empezar. Pero una clienta la animó: “Me fue buscar a mi casa, y me pidió un regalito y algo para decorar el cumpleaños de su mamá”, dice entre piñatas, globos, guirnaldas y velas de torta.
Antes de regresar a vender, amigos le dijeron que no lo haga, que quién iba a querer comprarle su mercadería festiva en esta época tan triste. Pero Lydia, en sus cuarentas, es madre soltera de un niño de cuatro años y tenía que regresar a trabajar. Mientras recorta el cartón que une a seis elásticos para el pelo, dice que tiene que adaptarse, que hay gente que no va a tener dinero para comprar los seis moños de golpe pero sí va a necesitar uno, entonces los venderá por separado, a 25 centavos. Pocos minutos después, un joven de barba, bermudas y acento español llega a preguntar por algo que diga Feliz Cumpleaños. Lydia le vende una guirnalda, y repite que la gente no dejará de celebrar un cumpleaños, Día de la Madre: “O el amor”. Su padre, Carlos Mero —delgado, bajo, con la piel café y curtida por el sol, de gorra—, la acompaña esa tarde de sábado, la escucha e interrumpe: “Hay que celebrar la vida, celebrar que no morimos. Si tuviera luz en mi casa, ya hubiera hecho fiesta”.
Entre las cuadras con escombros hay aún pocas tiendas y restaurantes que han decidido atender. Lo hacen a medias. El asadero El Colorado lo hizo recién el sábado 30 de abril pero cocinó y vendió solo quince pollos, menos de la mitad de lo que vende en un día normal. Un trabajador del comedor dijo que la dueña prefirió “sacar poco, a ver si vendía”. Esa esquina está rodeada de edificios semidestruidos o terrenos con escombros: diagonal está el almacén Tía, cuarteado, y de frente los restos de un condominio de tres pisos. El Colorado es la única esquina viva de esa zona.
De esos lugares vivos, José Aguilar, probablemente, tiene el mejor spot. Es, también, el mejor ejemplo de cómo esa pequeña economía ya se está recuperando. El día del terremoto iba a inaugurar, frente al malecón, un local de jugos, tostadas y almuerzos. Era el salto que había estado esperando: antes tenía una carretilla de jugos y tostadas que había sido reubicada —como parte de un plan de ordenamiento— a una zona donde vendía poco. Pero el terremoto cambió sus planes: cuarteó parte de las paredes del local que nunca inauguró, y por necesidad, José regresó a usar su carreta —que está puesta sobre una moto— para vender batidos. Iba a hacerlo por el parque, en el centro de Pedernales, pero un policía vio su carreta parqueada en el malecón, le suplicó por un jugo y José se disculpó diciendo que no tenía luz. El policía gestionó que le instalen electricidad y José empezó con el negocio. “La mayoría de los policías son serranos. Llegan acá y se mueren de calor. Se mueren por un jugo”, se ríe y dice, entre la sorpresa y el orgullo, que el primer día hizo 190 dólares.
Antes del terremoto había tenido que devolver el departamento que alquilaba porque debía dos meses de arriendo. Entonces mandó a su esposa y cuatro hijos —entre tres y ocho años— a Esmeraldas, a que estén con familiares mientras él resolvía qué hacer. Hoy, los cinco, su hija mayor y su yerno, lo ayudan con el negocio que abre a las ocho de la mañana para atender a los policías y militares que patrullan el área. Mientras ralla un coco para sus batidos de la tarde, levanta la cabeza y con una sonrisa tímida admite: “A mí me va mejor después del terremoto”.