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Trump arrasó: tras ganar con más del 53 % del voto en Indiana, el magnate se convirtió en el potencial nominado por el partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos de América. Desafiando las predicciones iniciales, aplastó a los otros 16 candidatos en las primarias de su partido, en especial a los darlings más mimados del conservadurismo: Jeb Bush, Marco Rubio y, por último, John Kasich. Los números revelan una verdadera masacre. Incluso en los pocos estados donde no ganó, Trump logró porcentajes altísimos. Sin duda, el hombre del reality show The Apprentice, la estrella televisiva cuyo apellido hasta suena como triumph—  triunfo en Inglés— estaba hecho a la medida del espectáculo masivo (el simulacro consumible) en el que se ha convertido la política electoral de su país. Trump es una imagen que vende. Su campaña es un performance que monopoliza la atención de los medios y que a la vez tiene implicaciones muy reales, muy crudas en la sociedad norteamericana y global. En ese sentido, su éxito reality responde a la actual dimensión pornográfica de la política.

La pornografía es simultáneamente simulación y realidad. Aunque se desarrolla en función de los hábitos de su audiencia, y lo que ocurre es parte de una producción programada, el acto como tal —la materialidad del semen, el sudor y el contacto— no es falso. Ocurre. Así mismo, la coyuntura social de quienes han votado por Trump revela un escepticismo real muy entendible hacia la clase política. Trump no ofrece un plan de gobierno, pero proyecta poder, seguridad e irreverencia. A pesar de ser un heredero multimillonario, sus votantes se aferran de su chabacanería, las muecas y diatribas que lo diferencian de los “mismos de siempre”. Es todo parte del show porno-lítico que Trump encarna y, como supuesto outsider, denuncia a la vez. 

Para el comentarista político conservador Bill O’ Reilly, éstas serán las primeras elecciones de reality show en la historia. O’ Reilly —quien ha sido notablemente cercano a Trump desde el inicio de su campaña— tiene razón. Lo curioso es que él lo reconozca. “Trump es un espectáculo”, suena a la objeción y crítica más frecuente entre sus adversarios, no sus acólitos. Pero para O’ Reilly, el simulacro de Trump es su fuerte, una estrategia efectiva para el estado actual de los medios. Trump insulta, imita las voces y gestos de sus contrincantes, promete censurar a los musulmanes que lleguen al país y construir un muro en la frontera con México (forzando a México a pagar por él).  Dice lo que dice sin remordimiento, señorial y vulgar a la vez. Así mismo, sus detractores conservadores temen que el magnate no es un verdadero conservador por la inconsistencia de sus declaraciones sobre temas como el aborto, el matrimonio gay y la salud pública. Pero él dice lo que le viene en gana y a pesar de contradecirse con frecuencia, sus declaraciones parecen otorgarle siempre cobertura incondicional en las principales cadenas del país.

Trump describe su propio estilo como de hipérboles verdaderas. De esa manera ha capturado el 54 % de las menciones en televisión de entre los 17 candidatos republicanos. Esto incluye cobertura negativa, que de todas maneras ha reafirmado  la fuerza e importancia que él procuró proyectar desde el inicio de su campaña. Sin importar lo que haga, el protagonismo es incuestionablemente suyo. En marzo de 2016 logró su mayor despunte: consiguió hasta el 80 % de las menciones televisivas cuando, después de ganar en Arizona, comparó en Twitter la imagen de su esposa con la del senador Ted Cruz, su principal contrincante

Sería fácil decir que Trump no pasa de ser una figura mediática. De hecho, esa ha sido la principal crítica de quienes lo recuerdan como host en su propio reality show. Sin embargo, aunque el espectáculo está en el centro de toda su campaña, su plataforma está construida sobre principios peligrosos de exclusión y miedo. Trump cuenta con el apoyo del Ku Klux Klan, por ejemplo. Por eso, su política —nutrida del espectáculo y la simulación— tendría implicaciones sociales enormes y reales

Esta relación moderna entre la realidad y sus símbolos tiene orígenes teóricos en el trabajo semiótico de teóricos posmodernos. En su libro “La Guerra del Golfo no Tuvo Lugar”, el teórico francés Jean Baudrillard argumentaba que la Guerra del Golfo de 1990 entre Estados Unidos e Irak era un fenómeno, por sobre todo, mediático.  Baudrillard proponía que los medios han hecho que sea imposible entender lo real.   Actualmente el mejor ejemplo es el tipo de cobertura de la elecciones en Estado Unidos, que es virtualmente irreconocible de la cobertura deportiva. En CNN, los últimos debates han sido promovidos como partidos de fútbol, o peleas de boxeo: música épica, un locutor con voz ronca que describe los fuertes de cada candidato. Baudrillard no negaba que la Guerra del Golfo haya existido concretamente, pero según él,  sobre un “territorio fantasmal” de simulación mediática, una “falsedad auténtica”. Fue la primera guerra completamente televisada, donde ganó quien estaba programado para ganar: “Más que una guerra real se ha tratado de una guerra virtual. Una guerra cuyo final era predecible, cuya desproporcionada relación de fuerzas hizo llamar operaciones quirúrgicas a los ataques aliados y en donde el enemigo se convertía en un parpadeo abstracto sobre la pantalla del ordenador. El desarrollo de lo que constituía el mayor drama humano fue ‘cubierto’ por la información”. Reportar lo espectacular por sobre lo de fondo es un vicio de los medios que Trump ha explotado en una elección en la que están en juego los mismos valores sobre los que se fundó la república estadounidense, hasta ahora todo lo que hay en las noticias es un zoom grotesco a la pornomiseria electoral de Trump. 

La pornografía funciona de manera parecida, ocupando un espacio visual propio entre lo real y el simulacro. Aunque lo que se ve en términos materiales es real —el coito, por ejemplo, ocurre de hecho— el sexo dentro de lo pornográfico sólo puede ser vivenciado visualmente a través de la sobre-mediatización, que lo reinventa según el consumo de su audiencia. En ciertos casos, argumentaría Baudrillard, la representación pornográfica es más sexual, más cruda y “falsamente honesta” que el mismo sexo, que deja de ser relevante ante las posibilidades del “símbolo”.  La pornografía, entonces, es un simulacro hiper-mediatizado que no deja de ser real. Como la política del espectáculo: Las promesas descabelladas de Trump  —como la del gran muro fronterizo— corresponden a esta dinámica de simultáneo simulacro y autenticidad. Aunque la idea en sí puede parecer fantasiosa, ésta revela la auténtica xenofobia sobre la que se basa su campaña. 

El estrellato político de Trump es ciertamente pornográfico. Sus frases provocadoras son más importantes que su plataforma política, de la que nadie sabe mucho. Hasta ahora  no ofrece ningún plan específico de cómo cumplirá con sus promesas. Su discurso reitera su historia como winner siempre, winner negociando, winner invirtiendo, winner por el tamaño de su pene. “Trust me, believe me”, dice a quienes indagan por un plan de gobierno.  Sobre ISIS, Trump promete bombardear. Así de simple: “bomb the shit out of them”. También asegura restituir el waterboarding — una técnica de tortura que simula el ahogamiento—  para interrogar a presuntos terroristas, y ha ofrecido legalizar otros tipos tortura. Orgullosamente, Trump dice que mandará a matar a las familias de presuntos terroristas.“Tenemos que ganar contra los salvajes”, responde cuando en CBS NEWS le preguntan sobre las leyes norteamericanas contra la tortura. “Vamos a jugar como juegan ellos.”

Trump ha ganado porque se reconoce como la estrella porno apropiada de la política norteamericana. El reto, ahora, para quien sea que consiga la nominación progresista será exponer la decadencia y miseria que el republicano ha sabido maquillar con mal diálogo, implantes y gemidos alborotadores. 

Bajada

Estados Unidos a las puertas de una elección que no existirá.

fuente

Fotografía de Tony Webster bajo licencia CC BY-SA 2.0. Sin cambios.