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Los escombros de una casa en Pedernales, un pequeño pueblo de la provincia de Manabí, después del terremoto del 16 de abril de 2016. Fotografía de José Antonio Villacreses. 

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El desafío de crear una nueva zona de conversación en el Ecuador sin demagogia y dualidades politiqueras

Además de la altísima cantidad de edificios que colapsaron por el terremoto del 16 de abril, hay otra estructura que requiere atención inmediata: la zona gris de la conversación política. De un día a otro, la solidaridad que generaba la respuesta sin precedentes por parte de los ecuatorianos quedó inestable una vez que el Presidente de la República empezó a emitir declaraciones, y cayó aún más con la réplica que era el anuncio de las medidas económicas tomadas para financiar la reconstrucción de las zonas afectadas. Enviadas a la Asamblea como proyecto de ley, las medidas contemplan cinco ejes:  un impuesto de 3% a las utilidades, 0.9% de impuesto al patrimonio para personas que tengan activos cuyo valor supere un millón, un día de sueldo mensual para personas que ganan más que $1000 al mes (dos días si ganas dos mil, tres días si ganas tres mil, y así hasta cinco mil), el aumento del IVA del 12% al 14% por un año, y la venta de activos del gobierno. La reacción a estas medidas han sido polarizada tanto por el oficialismo como la oposición. Con dos lados insistiendo en sus verdades absolutas, la zona gris del debate política vuelve a derrumbarse.

Bajo los restos de la zona gris existen dos reacciones racionales a estas medidas: la primera es que las medidas tributarias anunciadas siguen la línea constante del gobierno de quitar potencia al sector privado para alimentar el aparato burocrático gordo e ineficiente. En lugar de aumentar la carga tributaria en época de retroceso económico, el Estado debería impulsar el consumo y la inversión: la única respuesta sostenible y a largo plazo es reactivar la economía de las zonas afectadas. Más impuestos representan la respuesta contraria a lo que el país necesita en este momento.

El otro argumento es que necesitamos los recursos ya para empezar a reconstruir las zonas afectadas, no después de esperar ver resultados económicos inciertos en el futuro. No podemos confundir caridad con solidaridad: donar recursos y tiempo está bien, pero la solidaridad requiere que cada uno dé su parte durante el largo plazo y no queda otra alternativa que buscar los fondos a un nivel doméstico.

Tal vez la verdad esté en esa zona gris que ahora se encuentra en estado crítico. Es cierto que el gobierno desincentiva la inversión y el consumo al sobrecargarnos de impuestos y manejar un discurso hostil hacia el sector privado. También es cierto que en términos relativos el IVA en Ecuador sigue bajo. En Perú es 18% y Chile, 19%. A pesar de tener fondos de reserva (que Ecuador no tiene), Chile también subió impuestos después de su último terremoto.

Si tuviéramos una zona gris, tendríamos una conversación más profunda sobre cómo incenvitar inversión y recortar el gasto estatal. Sin embargo, la mayoría de la conversación —al menos en las redes sociales— gira alrededor de la eliminación de los enlaces ciudadanos de los sábados y la Secretaría del Buen Vivir. Tal vez el punto de encuentro en la zona gris sería: está bien eliminarlos porque son desperdicios, pero hay gastos más importantes que eliminar. No pensemos por un momento que esa exigencia contribuye al bienestar de las víctimas del terremoto. Según el Presidente, la reconstrucción va a costar entre 2%-3% del PIB; esas cosas son meras gotas económicas, pero son  símbolos y fetiches importantes para la oposición. Por ende, la exigencia de eliminarlas es la continuación de una pelea política, y lo más triste es cómo la explotación oportunista de un desastre no conoce bandos. Si la preocupación fuese liberar recursos, hablaríamos de eliminar subsidios de gasolina (como hizo Febres-Cordero después del terremoto de 1987), y vender activos con peso económico grande como las hidroeléctricos. Aquella conversación apenas aparece en el diálogo actual que tiene mucho que ver con victorias políticas y poco con la reconstrucción.

Fuera de la zona gris algunos hasta dicen que su propia desconfianza en los aparatos del Estado sea la razón por no recaudar fondos para reconstruir las zonas afectadas y negar ayuda estatal a las víctimas: insisten que su perspectiva política supera las necesidades reales de gente que ha perdido todo. Hay mucha queja y poca solución. El presidente Correa lleva la responsabilidad de no haber ahorrado nada en diez años de bonanza, pero asignar culpas no nos ayuda construir casas: esa repercusión tiene que darse en las urnas. Y, sin embargo, dentro de la zona gris el Estado es la única entidad capaz de liderar (ojo, no monopolizar) la reconstrucción en el largo plazo. Decir que un fondo del sector privado podría hacer el trabajo mejor es negar la responsabilidad estatal en situaciones de emergencias, y es también negar la realidad que la corrupción es un baile íntimo entre actores de los dos sectores: pues si alguien acepta un soborno tiene que haber una contraparte que se lo ofrece.

Fuera de la zona gris hay solo verdades absolutos. Hay pelucones tacaños cuya solidaridad se acabó en el momento de tener que contribuir algo más allá de agua y pañales, y sus adversarios son los socialistas que ven en el terremoto la oportunidad de profundizar su plan de redistribuir la pobreza para volvernos una réplica de Venezuela. Fuera de la zona gris el Presidente es un catalizador del enojo y odio de la gente. Él lleva la responsabilidad del comportamiento de sus opositores. Dentro de la zona gris el Presidente es un espejo: es otro actor, pero con un micrófono más grande, que refleja un discurso político que desacredita a toda persona que piense distinto.

Desafortunadamente la zona gris no fue construída con diseño antisísmico: durante años ha demostrado una severa debilidad estructural. Si somos honestos con nosotros mismos, la zona tal vez nunca realmente existió: hay políticos que aprovechan de las divisiones y las amplifican, pero sería darles mucho crédito pensar que las inventaron. Esas brechas son, esencialmente, parte de nuestra forma colectiva de ser. Son rasgos históricos que todavía no logramos quitarnos.

Sin importar su origen, necesitamos la zona gris. Sin ella no hay política, solo demagogia. La política depende de institucionalidad, colaboración entre adversarios, acuerdos mutuos, respeto mínimo empatía y perspectivas distintas. La demagogia depende de insultos, demonización masiva, superioridad moral y pensamiento homogéneo. La política es un ejercicio de las orejas, y la demagogia es un ejercicio de la boca. En la política nuestras acciones son guiadas por nuestros valores. Nos responsabilizamos por nuestras palabras y acciones. En la demagogia nuestro comportamiento es una reacción al enemigo: le damos lo que merece, y nadie se responsabiliza por elevar el estado del diálogo.

Necesitamos la zona gris porque tenemos delante dos grandes desafíos: reconstruir la costa de Manabí y Esmeraldas para dejar lucir su gente y su naturaleza. Luego tenemos que reconstruir la economía ecuatoriana con una base más sólida que la explotación de recursos. Como construcciones que logran resistir los temblores de la tierra, como país tenemos que crear resiliencia (esa capacidad de aguantar y resistir adversidades, como una construcción antisísmica), y el camino hacia ese fin no se encuentra dentro de los libros de los ideólogos de cada lado. Para llegar a ese punto, la primera prioridad tiene que ser el bienestar de las víctimas de las zonas afectadas. La segunda prioridad tiene que ser crear las condiciones no solamente para una recuperación económica, sino para un renacimiento económico en el que el Ecuador desate su destino del precio internacional de minerales. El primer desafío ya está en marcha y tenemos que decidir cómo seguirá. La segunda será determinada en las urnas en 2017. Falta mucho por reconstruir. Que la zona gris sea la nueva edificación a la que todos contribuimos.