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La cantidad de radiación que se regó en el desastre nuclear de Chernobyl fue trescientas veces superior a la de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Pero, camaradas, la Unión Soviética seguía normal. La duda estaba prohibida: era absurdo que el átomo de la paz, la máquina heroica, se hubiese derramado sobre su gente como fuego venenoso. Decirlo era una locura. Por eso la gente lo evitaba, no tanto por una orden superior sino por un impedimento íntimo: nadie quiere cavar la tierra en la que se sepultarán a los dioses propios. Después de leer Voces de Chernobyl de Svetlana Alexievich me quedó la extraña sensación de un viejo silencio compartido. A mí, que tengo tiempo pensando a qué oponerme, mientras veo —desde la distancia— el desastre moribundo en que terminó el chavismo. 

El libro de Svetlana Alexievich me llegó en un momento de virulenta desazón con esa trampa que llamamos izquierda. No diré la continental, pero la propia: la tragedia de una izquierda petrolera. Terminé Voces de Chernobyl el día en que Barack Obama aterrizaba en La Habana y saltaba charquitos para no mojarse, junto a su esposa Michelle y toda una alegre comitiva que sostenía paraguas como protagonistas de una película imposible. Lo cerré en un momento en que busco ponerle nombre a un fracaso. En el que no me pueden volver a pedir que crea en una guerra entre las corbatas y el pueblo oprimido. Porque no ha pasado al poder ninguna lucha justa. Hoy, según un estudio de la Universidad Central de Venezuela, 87% de la población —o sea, prácticamente 9 de cada diez venezolanos— admite que sus ingresos no son suficientes para llevar el alimento necesario para el hogar. El Fondo Monetario Internacional predice una inflación de 720% para 2016 lo que ya ha desencadenados especulaciones de una hiperinflación como la vivida por Zimbabwe. La realidad, como a los soviéticos que querían vivir en la negación de la tragedia de Chernobyl, nos corroe. 

En Venezuela, nos piden que creamos en una ideología como forma de administrar el rencor, como una retórica de la sumisión, o como una técnica para coleccionar chompas de tejido indígena. Me niego. Siguen pidiendo héroes: un firmamento barbudo de estrellas rojas que al final solo han sido humanas en su carisma y en sus perversiones. Por el sueño de ellos, de Bolívar, del Che, de Chávez, hay que perdonar los desmanes, creer en el catecismo de la escasez, de la contingencia pedigüeña. Resista, camarada, que vienen tiempos mejores; aguante, compatriota, que la patria se lo pide; muera compañero, que el futuro será un gran abrazo colectivo. “Yo sé que hay dificultades, no lo puedo negar, pero esto no es nada con lo terrible que era vivir antes del chavismo”, dice una aterradora propaganda oficial, recientemente emitida en el contexto de severa escasez que vive Venezuela. El sufrimiento como estilo de gobierno encuentra en lo precario una nueva manera de declarar la guerra. Ellos, en el entretanto, se hacen millonarios, en un brindis con el resto de las élites, pues cuando se trata de poder las cuentas hermanan a diestra y siniestra: entre los datos de las filtraciones del #panamapapers, se revelaron nombres de varios empresarios ligados al gobierno revolucionario, poseedores de empresas multimillonarias en paraísos fiscales, como el caso de Adrián Velásquez, ex Jefe de Escoltas de Hugo Chávez y su esposa Claudia Díaz, ex tesorera de la nación y enfermera de Chávez. Una cercanía al héroe que ahora solo empeora —y confirma— las sospechas.

Voces de Chernobyl recoge muchos testimonios del desastre nuclear, pero hay uno especialmente demoledor: el Monólogo sobre el poder ilimitado de unos hombres sobre los otros firmado por Vasili Borísovich Nesterenko, exdirector del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús. En cuatro páginas revela la configuración del hombre nuevo, un tipo a quien la Patria lo obliga a renunciar a sus propias certezas, aplastado por una “combinación letal de ignorancia y corporativismo” donde el miedo lo silencia. El hombre nuevo es el protagonista indispensable de toda revolución para sostenerse. Por eso, debe olvidar las catástrofes, sin importar a quién pone en riesgo: “en un país donde lo importante no son los hombres sino el poder” —dice Nesterenko— “la prioridad del Estado está fuera de toda duda. Y el valor de la vida humana se reduce a cero”. Cuarenta años después de Chernobyl, en Venezuela todo parece derrumbarse: con 70% de escasez de medicinas y una de las tasas de homicidios más altas del mundo, uno empieza a preguntarse las razones por las que el diálogo está estancado. ¿Por qué no hay una voz sensata? La respuesta quizás está en quienes tienen el poder, y en lo importante que es para ellos conservarlo.

Una imagen tras la otra revela el modelo: mátense barriendo escombros radiactivos y reciban de regalo un afiche del gigante Stalin, tomen estos dosímetros rotos para que puedan seguir creyendo, repártanse como puedan su heroicidad, sus embutidos envenenados y su vodka porque la historia los aguarda. Vladimir Matveyevich Ivanov, un “hombre de su tiempo”, un “comunista convencido”, es uno de los testimonios más desencantados: “Todos éramos parte de este sistema. ¡Creíamos! ¡Creíamos en unos grandes ideales! ¡En la victoria! ¡Venceremos a Chernobyl!”. Esa fe se parece a la miseria de una consigna que se popularizó en Venezuela antes del gobierno de Maduro y que ahora es una invocación ominosa: “Con hambre y sin empleo, con Chávez me resteo”, es decir, me las juego todas. Y de verdad, nos las jugamos todas. Hasta las que no teníamos.

Muchas veces me he preguntado si en la retórica tonta del despertar de los pueblos, el folklorismo programático y el militarismo de cartón no hay una estrategia de dominación aún más perversa: la que se acoraza en el ridículo. Esa ha sido la forma que ha tomado el chavismo que habla con pajaritos, mientras los venezolanos quedamos encerrados en las crisis sucesivas y todavía nos prometen que salvaremos a la especie humana

De una cosa han sabido adueñarse: de las palabras. Nadie como ellos para erigirse como administradores del pueblo y del sentimiento. Después de que la oposición ganara en 2015 las elecciones parlamentarias con una mayoría calificada de dos tercios de los diputados (un resultado que ha sido revertido por maniobras legales), el gobierno se ha empeñado en llamar a esa facción el bloque de la antipatria, mientras ellos, por supuesto, son el patriota. Cómo olvidar el último lema de la campaña del fallecido Comandante: “Chávez, corazón del pueblo”. Toda una teología nacional fundada para hacernos creer que pertenecer a un país es obedecerlos.

En Voces de Chernobyl el hombre nuevo debe hacer su luto más catastrófico. El accidente ocurre en 1986 y el libro se publica por primera vez más de diez años después. Esa distancia no borra lo que son: un testimonios son un panorama del fracaso soviético. “Han pasado cincuenta años, solo cincuenta años” —dice Valentín Alekséyevich, ex funcionario del Instituto de Energía Nuclear de Belarús— “Ahora a mí también me parece que son otros quienes gobiernan el mundo, que nosotros, con todas nuestras armas y naves cósmicas, somos como niños”. Es extraño y doloroso vivir estos coletazos de la historia, pensar que estamos atrapados en una herida vieja, víctimas de las mismas promesas de principios de siglo. En Venezuela no tuvimos cosmonautas, aunque sí un satélite bolivariano como gran promesa de soberanía. La feroz crisis que vive el país desdibuja nuestros propios sueños y nos encuentra en el desencanto, pensando en el legado de un cancerígeno comandante que solo supo oler el azufre en estrados ajenos.

Bajada

A 30 años del desastre atómico soviético, la tragedia venezolana tiene un sabor parecido (pero que nadie lo diga)

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Fotografía de Diariocritico de Venezuela bajo licencia CC BY-SA 2.0. Sin cambios.