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No se debe celebrar la  muerte de nadie  decían muchos que se enteraban de la muerte —a los 79 años— de Antonin Scalia, juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos. Pero más que como compromiso, lo decían casi como un recordatorio personal de que Scalia tenía familia y seres querido que sentirían su partida. Lo cierto es que su muerte tiene implicaciones políticas enormes para este país. Scalia, tal vez el más prominente ejemplar del ala conservadora del máximo tribunal estadounidense (conformado por nueve jueces vitalicios), fue un opositor militante a los avances logrados en derechos humanos para la comunidad LGBTQ y los derechos reproductivos de la mujer. Se oponía a la enseñanza de la evolución en las escuelas, y era un ferviente crítico de políticas sociales como Acción Afirmativa que beneficia a las minorías históricamente oprimidas de su país. Ahora —aunque incomode decirlo— su muerte tiene un matiz positivo: significa el fin de la mayoría conservadora que perdura en la Corte desde Ronald Reagan y es una gran oportunidad para que Obama deje un legado genuinamente liberal.

Aunque la atención mediática la están acaparando las elecciones para la nominación de los dos partidos principales (Republicano y Demócrata), reemplazar a Scalia es tan importante —o para muchos, más importante— que la elección presidencial. A diferencia de los cuatro años que dura la presidencia, los nombramientos de la Corte —que hace el Ejecutivo con la aprobación del Senado— son de por vida.  Scalia fue nombrado en 1986 por Ronald Reagan, y aunque no llegó a ser Presidente, su voz y carisma lo convirtieron en una de las figuras más importantes de la jurisprudencia estadounidense. Para Martin Kettle, de The Guardian, la Corte de esta generación podría ser descrita en términos prácticos como la Corte Scalia, con potestad hasta para dirimir elecciones presidenciales: En el 2000, Scalia fue clave en el veredicto que dio el poder de la Casa Blanca a Bush en vez de Gore, que ganó por voto popular.

Scalia era, en efecto, controversial por sus posiciones y respetado —o temido— por su elocuencia e inteligencia. Representó la era dorada del conservadurismo triunfal de Reagan que, a diferencia de hoy, contaba con un frente respetado y reconocido de figuras intelectuales como William F. Buckley y el análisis de publicaciones conservadoras de enfoque académico como National Review. Por su carisma llegó a convertirse en una figura pública reconocida, rodeado por lo que Nina Totemberg de All Things Considered, NPR define como una cultura de culto. Scalia era un Originalista Constitucional. Para él, la Constitución debía respetarse textualmente casi como un documento religioso, y el rol de la Corte era el de garantizar el apego al texto original, independientemente del contexto o de las realidades contemporáneas. Esto incluía la pena de muerte, el porte de armas de fuego por individuos, y— peor aún —los derechos de las minorías afrodescendientes.

En Estados Unidos hay un respeto histórico de la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Tanto así que la Presidencia —que hoy ejerce Barack Obama— puede percibirse como irrelevante dentro de un aparato gubernamental que permite muy pocas decisiones desde el Ejecutivo que evadan la aprobación legislativa y Judicial. Obama es un ejemplo de eso: a pesar de haber hecho campaña con un discurso centrado en el “cambio”, sus primeros seis años se caracterizaron por la continuación o profundización de muchas políticas de Bush como la Patriot Act y el postergamiento de sus promesas. Francesca Fiorentini lo describe como “el presidente que queríamos que nos guste, pero que sabíamos que no nos debería gustar”.  Por eso, aunque las diferencias entre republicanos y demócratas en política doméstica e internacional son con frecuencia indistinguibles (La Guerra en Iraq, Guantánamo, Caso Manning y Snowden),  poder nombrar al sustituto de Scalia en la Corte marca una diferencia sustancial entre ambos.

Los conservadores del partido Republicano lo saben muy bien. Por eso, el líder de la mayoría conservadora del Senado, Mitch McConnell, dijo estar en desacuerdo con que Obama nombre al reemplazo del juez Scalia. Mcconnell dijo que la decisión debe ser tomada por quien gane las elecciones presidenciales de 2016 y apeló a la Regla de Thurmond, según la cual el Ejecutivo no debería poder hacer el nombramiento durante sus últimos seis meses de mandato. De igual manera, durante el último debate republicano, todos los candidatos argumentaron que el nombramiento debe ser hecho por quien gane las elecciones nacionales. Obama refutó los argumentos de McConnell diciendo que “la responsabilidad es más grande que cualquier partido” y que hay suficiente tiempo para tomar una decisión. Además: La Regla de Thurmond, de hecho, tendría vigencia solamente desde el veinte de julio de 2016. Esta es, tal vez, la última gran decisión de Obama. Una que podría marcar de forma radical su legado.

La muerte de Scalia deja una vacante muy importante. Hasta ahora cinco de los nueve jueces fueron nombrados por presidentes conservadores (Reagan, Bush padre e hijo), dejando cuatro jueces de tendencia liberal. Obama, quien apenas recientemente ha mostrado voluntad política en cumplir con lo que prometió hace siete años, tiene la oportunidad única de dejar un legado que trascienda la elección de su sucesor y que cambie —para bien— la vida de quienes fueron activamente despreciados por el juez Scalia.

Bajada

¿Será reemplazar al supremo juez Antonin Scalia la última gran cruzada de Obama?

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Fotografía de Dan_H bajo licencia CC BY-SA 2.0. Sin cambios