Soy un insider del mundo del vino: conozco a la mayoría de grandes nombres de la industria vinícola y —de vez en vez— he tenido el honor de colaborar con ellos. Manejo una conferencia más o menos grande sobre comunicación del vino. He sido juez en concursos, dado consultorías de estrategias de mercadeo a viñedos, mantengo un blog sobre vino desde hace más de una década y tomé muchas botellas que no podría pagar. Digo esto a manera de contexto.
El vino es increíble. No solo sabe bien y ayuda a lubricar conversaciones, pero hay algo místico sobre él. La gente quiere conocerlo para parecer más culta. A los vinos se les ha dado un estatus en los restaurantes que, muchas veces, está por encima de la comida —y es siempre superior que los cocteles y las cervezas. El vino es visto como algo que hay que descifrar.
Pero he aquí un secreto: no hay nada que descifrar. En la industria vinícola, uno de los más grandes propósitos de la mayoría de nuevos start-ups —y de las campañas novedosas de algunas tiendas— es un esfuerzo equivocado para ayudar a los consumidores no-conocedores a encontrar mejores vinos, o más allá: el vino correcto para ellos. En otras palabras, en la industria estamos preocupados de que los consumidores se estresen buscando el vino correcto.
Tengo muchos amigos fuera de esa industria. Beben vino a diario y les gusta. No todo el tiempo saben qué están tomando. Por lo general, no tienen idea de la historia del vino. Por lo general creen que el nombre de la uva es la región —o viceversa—, pero se toman el vino, ríen con sus amigos: la pasan increíble. Sí, sorprendente, lo sé.
Cuando llego a cenar, la dueña de casa de inmediato me pregunta “Ryan, ¿está bueno este vino?”, como si buscara una validación por la selección aleatoria que hizo al comprarlo. Esa es, para mí, la peor vergüenza de la industria en que trabajo. Esta persona que —cuando yo no estoy— abre una botella y la disfruta, tiene un ataque de pánico cuando ve llegar a un experto: no quiere ser regañada por su elección. Le han hecho creer que hay una respuesta correcta a la pregunta de si un vino es bueno. La industria vinícola ha convencido a una generación de bebedores de vino de que hay una respuesta correcta. Como si hubiera una posibilidad de equivocarse con el vino. Qué vergüenza.
A mí me gustan los autos. No sé casi nada sobre autos. No puedo arreglarle nada a mi carro; podría quitarle una mancha a un asiento, o —en una emergencia— cambiar una llanta. Pero igual los amo. No me sé ningún modelo o número de serie. No sé a qué fábrica pertenece cada marca. No sé cómo funciona la industria automotriz por dentro. Pero igual me encanta alquilar uno y manejar en una carretera con un buen paisaje. Y si conozco a alguien que sabe mucho de carros, jamás les pregunto si me gusta el correcto. Tampoco me pregunto si estoy realmente disfrutando mi viaje o si estoy por la ruta equivocada. No me importa. Solo lo disfruto. Eso es todo.
Esta es la verdad sobre el vino: se puede ser con él como yo soy con los carros. Alguien que quiere beber algo frutal y fresco en una terraza veraniega, o algo rico y rojo con un bife por la noche. ¿A quién debe importarle qué está bebiendo? Solo a quien bebe. Hay que dar tragos largos o sorbos, lo que uno quiera. Si alguien quiere, ¡que use un sorbete y lo mezcle con 7up! ¿Está sonriendo cuando lo hace? ¿Se está riendo con sus amigos? Excelente. Entonces le atinó.
Y para los intelectuales que aman las historias, los hechos y las cifras, para aquellos que quieren descubrir algo nuevo y emocionante e intentan entender las diferentes facetas de un mismo vino, profundicen esa búsqueda por felicidad. Argumenten sobre la volatilidad ácida y los rankings de las vendimias. Si beber por fechas es palabra santa para alguien, por qué no. ¿Quiere tomar una clase? Por supuesto. Sumérjase a profundidad, pero, por favor: no suponga que su recién descubierto conocimiento es absoluto. Tampoco suponga que su finísimo paladar es mejor que otros, ni que su vino ideal es el vino ideal para los demás. Todos tenemos paladares, contextos culturales, recuerdos de infancia y comidas favoritas distintos. No somos igual. No existe el vino perfecto. No existe el vino correcto.
Mientras más convencemos a los consumidores de que han escogido el vino equivocado, peor nos va en la tarea de vender vinos, en general. Nuestros compradores necesitan estar seguros de que sus preferencias son normales, no que aún tiene algo que aprender, o que —de alguna u otra manera— podrían cometer un error.
Los bebedores no tienen que ayudarnos a buscar nuevos vinos. Son las vinerías las que necesitan ayuda encontrando nuevos clientes. En lugar de admitir sus fracasos como vendedores, las vinerías han convencido —con éxito— a los consumidores que son ellos los que están equivocados. Esa es, hoy, la gran tragedia de la industria del vino.